Alejandra de Argos por Elena Cue

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El canto de lo innombrable

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Seguramente muchos de ustedes ya sabrán lo que son los mantras. Se trata de sílabas sagradas, esotéricas, que no tienen ningún significado en el lenguaje común y ordinario, pero que pueden, sin embargo, permitir el acceso a los aspectos metafísicos del universo. Este es el caso privilegiado del probablemente más famoso grupo de estas sílabas mántricas, om mani padme hum, sin duda la frase más usada para la meditación y de la que vamos a hablar limitándonos, por esta vez, sólo a su sílaba inicial OM.

En el budismo tántrico tibetano, OM representa la totalidad del universo, o mejor dicho, la esencia mística de ese UNO-TODO que es la no dualidad y que es, en consecuencia, innombrable. OM, por lo tanto, no es una palabra, sino sólo un sonido articulado. O sea -y esto es muy importante- no sirve para designar, para nombrar el TODO-UNO, sino que simplemente es una voz que alude a él, que indica o que simboliza esa no dualidad.

Una palabra, tal como la definen hoy todos los profesores actuales de lengua, es la unión de un significante (que es el sonido) y un significado (que es su contenido semántico, lo que significa), existiendo entre ambos un vínculo convencional por el que tal sonido designa o nombra tal cosa. El mantra, por el contrario, es, como digo, sólo un significante que no nombra ningún significado, sino que sólo lo sugiere, lo recuerda, lo evoca.

Aun así, para que el mantra pueda mostrar, sugerir o permitir el acceso a ese significado al que alude hacen falta estas dos condiciones. La primera es que no basta con que simplemente cualquiera diga OM para que automáticamente, de forma inmediata y como por arte de magia, su sentido metafísico último se haga presente. Para que ese sentido metafísico y místico del mantra se muestre es preciso que OM se pronuncie con una determinada forma de respiración, con un determinado modo de recitarla que únicamente se consigue tras una larguísima y complicadísima práctica de entrenamiento meditativo.

 

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O sea, para captar, intuir y realizar el poder del mantra, no basta simplemente con pronunciarlo, sino que hay que hacerlo vibrar físicamente dentro del propio cuerpo. O dicho esto de otra manera: hay que producir, con la participación de todo nuestro ser -cuerpo y mente-, un canto que se manifieste como un sonido absoluto. Y absoluto aquí quiere decir el hecho de que, al cantarse, el mantra OM tiene que anular cualquier otra percepción que no sea la de su propio sonar. Mientras suena OM todo lo demás debe quedar borrado, cancelado, omitido y olvidado. O en otras palabras: todo debe quedar transformado, transfigurado en ese único sonido que suena excluyente y exclusivamente como OM.

Por lo tanto -y esta es la segunda condición-, el individuo que pronuncia el mantra OM en la meditación no puede tener ya ni otras palabras ni otras sensaciones ni otros pensamientos. Si en el momento de recitar el mantra se logra que todo lo que existe quede condensado, fundido en el sonido OM, entonces ya no se distingue un sí mismo del individuo que canta frente a un mundo de cosas y de ideas como ser del universo pensado o contemplado en la meditación. El sí mismo del que medita se vuelve también sonido OM, desde el momento en el que todo el universo se resume, se condensa y se manifiesta como ese canto o ese sonido OM.

Y así es como la identidad del individuo con el universo, la no dualidad o unidad de los contrarios, se hace real y presente cuando OM vibra como el sonido de la unidad que reúne y que contiene, dentro de sí, la diferencia entre sujeto y objeto, entre yo y mundo. Por ello, y en conclusión: OM como mantra puede realizar esa coincidencia entre yo y mundo, aboliendo la dualidad, porque su canto concreto, vibrante, concentrado durante la meditación puede hacer real y presente de manera verdadera esa coincidencia metafísica entre el sí mismo (Atman) y el ser del universo (Braman).

 

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A la vista de esto resulta interesante proponer alguna explicación de por qué y de cómo un determinado modo de recitar OM puede lograr tal estado de no dualidad. Mi opinión es que eso se consigue porque esa forma de recitar el mantra OM logra vencer la antinomia o la paradoja que existe entre el silencio (que es el dominio de la unidad) y la palabra (que es la expresión de la dualidad). Esta antinomia entre silencio y palabra es, por ejemplo, la que explica por qué sólo el hombre tiene lenguaje y los animales no.

El animal vive siempre en un estado de no escisión, o sea, de unidad de su ser mismo con la naturaleza. No tiene las dualidades que tenemos los seres humanos: en el plano de nuestro pensamiento (dualidad entre palabra y cosa, entre concepto y ser) y en el plano de nuestro comportamiento (dualidad entre ser y deber-ser). Por eso los animales no tienen lenguaje articulado propiamente dicho, sólo emiten sonidos que son como significantes, ni tienen tampoco moral, es decir, no viven la diferencia entre ser y deber-ser, sino que son lo que son y por eso son amorales.

Pues bien, puesto que el ser humano vive consustancialmente siempre en la dualidad del lenguaje hablado, una de las posibles formas de intentar expresar su no dualidad originaria, su unidad o identidad metafísica con el Uno-Todo puede ser el mantra, que no es otra cosa que la paradoja de una palabra silenciosa. Una palabra silenciosa en el sentido de que no dice nada, de que no transmite ningún contenido distinto a su sonido mismo, pero que funciona en el individuo que la recita y en su acto de meditación como un símbolo de transformación

¿Qué es esto de un símbolo de transformación? Pues es un símbolo capaz de superar -de ir más allá de- la diferencia que el lenguaje introduce siempre, por sí mismo, entre significante (sonido presente) y significado (contenido semántico ausente). Lo característico de un símbolo de transformación, como el mantra OM, es realizar la unidad concreta de estas dos cosas. Lo característico del símbolo de transformación es que eso a lo que alude (la no dualidad) -y que es una realidad ausente, desconocida y no alcanzada para el individuo ordinario-, se llega a manifestar en él produciéndole un determinado efecto de transformación y de metamorfosis, un nuevo estado de conciencia.

La sílaba OM no es sólo, por tanto, un símbolo como metáfora que evoca el UNO-TODO, sino que es, debidamente pronunciada y cantada, metamorfosis, transformación del individuo que la recita, en cuanto hace posible la realización de la unidad entre su yo y el universo.

Naturalmente, esta coincidencia se produce sólo de manera instantánea, o sea, sólo como un momento, como un instante en el que algo que antes no se producía, se produce y se experimenta para dejar enseguida otra vez de producirse, cuando el individuo vuelve a su estado de conciencia normal. La experiencia de la coincidencia de yo y mundo no se inmoviliza en una especie de detención atemporal de ese estado como algo definitivamente ya alcanzado, sino que necesita, para continuarse, de la reactualización, de la reiteración una y otra vez de la experiencia de la unidad a través de la producción de símbolos siempre nuevos en la práctica diaria de la meditación.

Me gustaría acabar con un corolario de todo lo dicho a modo de conclusión: para el punto de vista de las filosofías orientales (indias y chinas, en concreto), la verdad no es sólo asunto de la parte intelectual del individuo, es decir, de su razón. Afecta y concierne también, de un modo igualmente importante, a toda su realidad existencial, incluido, de manera esencial, su cuerpo. O sea, la búsqueda de la verdad implica tanto a la mente como al cuerpo. Y eso es lo que significa la idea de que, para alcanzar el estado de no dualidad, el pensamiento tiene de algún modo que salirse del lenguaje -que es el reino propiamente humano de la dualidad-, para hacerse pensamiento del individuo en toda su realidad existencial, cuerpo y mente.

 

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