Alejandra de Argos por Elena Cue

El Premio Nobel de Literatura 2001, Vidiadhar Surajprasad Naipaul, más conocido como Vidia nació en la localidad de Chaguanas, cerca de Puerto de España, Trinidad en 1932. De padres hindúes emigró a Inglaterra en 1950 como becario para estudiar literatura en Oxford. Naipaul arrastra consigo un pasado colonial de desarraigo que ha impregnado sus obras, desde sus comienzos en 1957, cuando publica su primera novela El curandero misterioso, a la que siguieron títulos como The suffrage of Elvira (1958) y Miguel Street (1959), hasta que en 1961 publicara Una casa para el señor Biswas, una suerte de biografía novelada muy cercana a la figura de su padre, que representó su primer éxito internacional de crítica y público, al que se unió años más tarde El Enigma de la llegada (1986).

  Vidiadhar Surajprasad Naipaul 

 Vidiadhar Surajprasad Naipaul, Premio Nobel de Literatura 2001,

 

El Premio Nobel de Literatura 2001, Vidiadhar Surajprasad Naipaul, más conocido como Vidia nació en la localidad de Chaguanas, cerca de Puerto de España, Trinidad en 1932. De padres hindúes emigró a Inglaterra en 1950 como becario para estudiar literatura en Oxford. Naipaul arrastra consigo un pasado colonial de desarraigo que ha impregnado sus obras, desde sus comienzos en 1957, cuando publica su primera novela El curandero misterioso, a la que siguieron títulos como The suffrage of Elvira (1958) y Miguel Street (1959), hasta que en 1961 publicara Una casa para el señor Biswas, una suerte de biografía novelada muy cercana a la figura de su padre, que representó su primer éxito internacional de crítica y público, al que se unió años más tarde El Enigma de la llegada (1986). Desde entonces y hasta sus últimas novelas, Half a life, y Semillas mágica, Naipaul ha trabajado en obras de no ficción, ensayos y artículos, y cabe destacar la edición de la correspondencia con su padre. Los ámbitos geográficos que ha diseccionado son variadísimos y recorren paisajes que van desde el mundo antillano que lo vió nacer al de sus antepasados indios. Los países islámicos del continente asiático, han sido los protagonistas de algunos de sus libros más polémicos. A Naipaul se lo ha considerado heredero de Joseph Conrad por su descripción de imperios en decadencia desde la perspectiva del análisis social y de su impacto sobre los seres humanos. Él mismo escribió un ensayo sobre Conrad, publicado en The New York Review of Books en 1974. Fue galardonado, muy merecidamente, con el Premio Nobel de Literatura en 2001, a pesar de la controversia de sus escritos y la radicalidad de sus opiniones en relación con el Islam y los países que se han convertido a esta religión. En el discurso de aceptación se refirió a los dos muros que alimentan su literatura: el hombre soberbio y altivo que expresa rotundamente sus opiniones y el hombre escritor entregado a sus libros que solo es la suma de sus propios libros.

Su reputación como narrador se funda en su memoria para rescatar hechos históricos olvidados e iluminar las peripecias de los perdedores, casi siempre con ironía. Además del Nobel ha recibido numerosos galardones; El Booker en 1971, el T. S. Eliot en 1986, en 1990 la Reina le concedió el título de Caballero del Imperio Británico, y en 1993 recibió el David Cohen a toda su obra. En la biografía autorizada de Patrick French, The world is what it is, se le presenta como un misógino, adultero y cruel con las mujeres. De Mysogynist prick (gilipolla misógino) le ha calificado la escritora neozelandesa Keri Hulme. Sus comentarios sobre la "inferioridad" de cualquier obra salida de la pluma de una mujer le han valido numerosos ataques por parte de colegas y lectores. A pesar de todas estas lindezas nadie puede negar que es uno de los escritores más importantes en lengua inglesa y como dijo Coetzee: "Cuando Naipaul habla, nosotros escuchamos".

Siempre camina entre dos aguas para conseguir que la ficción se confunda con la realidad debido a que utiliza sus propias experiencias como material de trabajo, pero siempre dejando a un lado deliberadamente todo aquello que no le interesa.

 

 El enigma de la llegada por V.S. Naipaul 

 

El enigma de la llegada, (1987)

Un escritor antillano, ya afincado desde hace años en Inglaterra, solitario y en crisis existencial elige un lugar para vivir en el sur de Inglaterra, en las tierras altas de Wiltshire, cerca de Salisbury, rodeado por los restos arqueológicos más imponentes que existen en la isla: Stonehenge y Avebury, como parte de un mundo anclado en esos restos milenarios. Toda la novela está escrita en tono autobiográfico, en el tránsito de una cultura a otra, de un mundo conocido a otro por descubrir. El exilio como un regreso, y donde el narrador se desdobla en una dualidad que deja al descubierto la idea “del otro”. Unas veces, es él mismo como escritor y otras, es el cuentista de la historia, su escritura parece abandonar a menudo su yo para encontrar otro yo que se describe así mismo y al mundo circundante. También utiliza “al otro” en este mismo sentido en pasajes como: descubrí que se tomaba a sí mismo muy en serio, que su persona le inspiraba una especie de respeto, daba la impresión que se observaba así mismo… Educado en Inglaterra, a donde llegó lleno de sueños, escapando de la estrechez de horizontes de su tierra natal, comienza una nueva vida en un mundo ajeno al de su niñez donde parte de esa insólita naturaleza ha sido construida por el hombre.

En ese lugar ancestral irá desvelando el enigma del mundo que va a descubrir, encajando todos los recuerdos de sus otras vidas. El origen de las cosas y la disolución sin comienzo y sin fin.

Es un relato metafísico en cuanto a su descripción del paisaje y el tiempo. Trasciende el lugar, porque unas veces lo ve desde la altura; más allá de la vista de pájaro, más allá de cualquier mirada humana, ausente de atmosfera (casi como si fuera un extraterrestre) y allí aparecen como suspendido en el aire y sujetos por la tierra, los valles, las colinas, las verdes planicies, los riachuelos y los imponente restos arqueológicos de Stonehenge; para luego bajar a lo más insignificante, al borde del camino, al vuelo de la mariposa, al arado abandonado, a la basura olvidada, al insignificante ser humano que camina por los senderos. Y ese mundo verde, brumoso y complejo se refleja en el mundo de sus recuerdos, de su infancia, que es luminosa y sencilla, sin el más mínimo vestigio de un pasado megalítico, sin la complejidad de la prehistoria y la historia. Y esa contraposición, entre un mundo y otro, rompe el tiempo como una suerte de plegamiento. No es el presente y el pasado, son los dos mirándose y complementándose. Es la acumulación de vida.

El tiempo como continuo devenir, como algo cambiante y transformador, pero que siempre guarda en su memoria un pasado ancestral. Todo está supeditado a la decadencia, inexorablemente abocado al deterioro. El imposible afán de los hombres por construir y mantener con esfuerzo titánico sus obras: labrar los campos, diseñar jardines, construir graneros, levantar casas solariegas… pero al final, antes o después, la ruina lo alcanzará todo porque el tiempo va borrando las obras de los hombres y creando otras nuevas. Pero el deterioro es lento y bello y hay tanta belleza en lo que la naturaleza y el tiempo devoran como en el esplendor de la creación y la conservación.

Todos los personajes que habitan en la casa solariega y alrededores tienen una función vinculada a la tierra. Tienen que mantener, cuidar y conservar aquello que previamente el hombre ha construido. Unos lo harán con mejor fortuna que otros, pero una vez que su trabajo no sirva desaparecerán, salvo Jack el personaje misterioso, del que Naipaul, al final del libro nos dirá que escribirá sobre él y su jardín. La novela va desvelando los personajes con la exactitud de un cirujano, esos personajes miméticos con el paisaje, con la tierra, y desvalidos en su precariedad, en su soledad, en su oscuridad, en sus comportamientos. El físico, el tono de sus voces, de sus gestos y la formas de vestir son la antesala de su alma, nada es gratuito en su escritura, sus ojos lo registran todo, da rienda suelta a su percepción visual para convertirla en actividad cognitiva.

La profundidad de sus ideas y la belleza de su lenguaje hacen que El enigma de la llegada sea una de las obras literarias de mayor calidad que haya leído en los últimos tiempos. Cuidadoso con el lenguaje y atento a cualquier invención del mismo o a su utilización con diferente significado enriquecen su texto hasta la extenuación. La claridad y frescura es tanta que por mucho que se extienda en sus descripciones nunca deja de retener la atención del lector. Creo que estamos ante una novela que ha sido capaz de llevar la literatura actual a la vanguardia del siglo XXI a base de repetir una y otra vez siempre lo mismo y siempre distinto desde procedimientos renovados, creando un nuevo lenguaje visual. La observación supra sensorial del mundo visible e invisible, ponen en evidencia una memoria eidética capaz de recordar los detalles de manera muy precisa.

Son tantos los temas que referencia que la lista puede ser interminable, pero de manera intuitiva prácticamente todos han sido mencionados en estas notas sobre Naipaul y su novela. El viaje, el libro dentro del libro, el desarraigo, la soledad, la religión como parte de la magia, las diferencias sociales, la muerte… Sólo hay una cosa que me sorprende en esta infinita lista de asuntos que trata, no existen referencias al amor entre humanos, son simples relaciones que van y vienen. Una vez más, coloca a las mujeres en una posición de inestabilidad, estridencia e insensibilidad que evidencian su falta de empatía con el sexo femenino. Naipaul parece equiparar el oficio de escritor al del jardinero, taxista, o guardés, ellos son sus colegas con la distancia exacta para crear la atmosfera adecuada.

La tendencia del autor a narrar su experiencia como sustrayéndola a cualquier particularidad de espacio y de tiempo, y por tanto practicando sobre ella la reducción fenomenológica que la lleva al nivel de las "esencias", que se le muestran a él como algo puramente ideal, ilusorio, imposible. De modo que piensa, como Heidegger, que no hay esencias sino sujetas a los cambios espacio-temporales, y que, por tanto, no hay ser sino en el tiempo. Ser concreto, experiencia particular, lenguaje y reflexión individual.

“Había vivido con la idea del cambio, lo había visto como una constante, había visto el mundo como un continuo fluir, la vida humana como una serie de ciclos que a veces discurren juntos. La tierra participa de lo que respiramos en ella, le afectan nuestros estados de ánimo y nuestros recuerdos”.

Para Naipaul el lugar y el tiempo forman dos terceras partes de su vida, la otra es su carácter, y las tres están vinculadas a su biografía, donde el lugar es el origen.

 

 

- El enigma de la llegada. V. S. Naipaul -                            - Página principal: Alejandra de Argos -

Solía haber mucha animación en el campus a la hora soleada y tranquila del mediodía. Los estudiantes iban de un lado a otro o estaban sentados en el césped comiendo, sesteando, leyendo, tomando el sol, charlando o cantando con las guitarras. El aire fresco hacía temblar las hojas de los árboles, del abedul, de las jacarandas, y un fragor de viento suave agitaba la reverberación del sol sobre la superficie del estanque. Aquel día una oleada cálida, placentera, me ascendía desde dentro y me abría a aquella vitalidad juvenil y al colorido de su bullicio multirracial. ¡El mundo es tan grande y tan pequeño a la vez, tan diferente y tan igual! Me senté en un banco y empecé a mirar a mi alrededor como un espectador curioso sin pensar en nada, atento sólo a lo agradable del instante.

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Solía haber mucha animación en el campus a la hora soleada y tranquila del mediodía. Los estudiantes iban de un lado a otro o estaban sentados en el césped comiendo, sesteando, leyendo, tomando el sol, charlando o cantando con las guitarras. El aire fresco hacía temblar las hojas de los árboles, del abedul, de las jacarandas, y un fragor de viento suave agitaba la reverberación del sol sobre la superficie del estanque. Aquel día una oleada cálida, placentera, me ascendía desde dentro y me abría a aquella vitalidad juvenil y al colorido de su bullicio multirracial. ¡El mundo es tan grande y tan pequeño a la vez, tan diferente y tan igual! Me senté en un banco y empecé a mirar a mi alrededor como un espectador curioso sin pensar en nada, atento sólo a lo agradable del instante.

Una joven rubia, sentada frente a mí con las piernas cruzadas, hojeaba perezosamente un libro. Se había dado cuenta de mi mirada que, aunque distraída, había sido para ella como un reclamo. Una y otra vez me miraba nerviosa, compulsivamente, y cuando nuestros ojos se cruzaban, ella volvía la cabeza con un gesto de intriga y desconcierto, queriendo disimular. Sin duda se preguntaba: "¿Por qué me ha mirado?" Tal vez un vago sentimiento de sospecha le llevaba a pensar: "Esa mirada es la de un pervertido, un maníaco, tal vez un criminal". Pero el vínculo seguía establecido. "¿Me habrá encontrado atractiva e interesante o diferente y extraña?". Un poco más allá, seis, ocho, diez chicos creaban una atmósfera de diversión sobre la hierba poniendo en escena un mimo. Tenían un aspecto entre gracioso y cómico, y carecían por completo del sentido del ridículo. Un corro numeroso se había formado alrededor, y se oían risas estrepitosas, aplausos y silbidos entusiasmados.

De repente, un old boy bastante mayor, con barba blanca y voz ronca y estentórea de ranchero tejano, tapándome el sol se plantó delante y me pidió un donativo para el mantenimiento de su iglesia. Su perro, grande y revoltoso, jugueteaba alrededor de él empeñándose en cazar una mosca, hasta que en uno de sus movimientos vino a poner sus patas sobre mis rodillas y su enorme boca abierta a tres centímetros de mi cara. Luego el tiarrón se colocó en medio del Carrefour y desde allí, con su gorrita de béisbol, sus botas con espuelas y sus vaqueros gastados empezó a cantar villancicos a pleno pulmón.

Mirándole pensaba si esa sensación de que con el paso del tiempo se pierde la impresionabilidad poética no podría ser, a la vez en sentido positivo, un proceso de acceso progresivo a la objetividad. O sea, me preguntaba si a medida que se avanza en edad, alejándonos de la niñez, del origen, se va haciendo imposible seguir siendo poeta. Porque el sentir ya no tiene tanta intensidad, y la percepción incisiva y detallada de los detalles y de los matices se pierde. El debilitamiento de las sensaciones, ¿no abre la perspectiva de una paz sosa, un vacío de hastío e impasibilidad? Ya pocas cosas llaman la atención, y la sorpresa o el interés profundo apenas se producen. Sólo queremos distraernos con lo que nos rodea, con lo que lentamente vamos dejando atrás.

Eran las dos y se me ocurrió que podía pasar un rato en el Faculty Club hasta la hora de mis clases vespertinas. El Faculty Club de la Universidad de Berkeley era un conjunto de estancias amuebladas y decoradas con cierto lujo al gusto británico, con rincones amenos y bien iluminados en mitad de un bosquecillo. Allí los profesores de las distintas Facultades se encontraban, hablaban, leían la prensa, tomaban café o té, y se relacionaban relajadamente intercambiando opiniones, comentando la actualidad académica o política, o resolviendo las cuestiones administrativas que les afectaban.

Al entrar a uno de los salones, en el rincón de la derecha junto al ventanal una voz conocida se dejó oír desde el fondo de un sillón orejón que ocultaba por completo a su ocupante. Era la voz de Christopher que me recordaba que a las siete teníamos cena el grupo de amigos en casa de los Calhoun. La verdad es que no me había costado mucho ambientarme, y me sentía muy bien acogido y querido por muchas personas a pesar del poco tiempo que todavía llevaba como profesor en la universidad. La gente había comenzado pronto a llamarme por teléfono a casa: Anne y Greg con frecuencia para invitarme a cenar; Stanley, mi conversation partner, para quedar los lunes, y Matt desde Kansas para charlar de vez en cuando un rato. La semana anterior, John me había telefoneado tres veces porque quería que fuésemos por la noche a la celebración del bon-fire en la víspera del big game -el partido de rugby entre los equipos de las universidades de California y Stanford- en el Hearst Greek Theater.

Había ya una gran multitud de jóvenes llenando las gradas entre columnas dóricas y frisos áticos cuando llegamos. En el foso un gran fuego que, con sus llamaradas, templaba el aire nocturno a la vez que teñía de rojo y amarillo los rostros de los asistentes, un puntualismo que destacaba en derredor sobre el fondo oscuro y multicolor de los cuerpos apretados entre sí. En el escenario, la banda de música, con uniformes de gala y paso militar, interpretaba una marcha y, al terminar, se situó en un extremo de la escena.

Y entonces empezó el ritual. Grupos de jóvenes animaban a la multitud a protagonizar la fiesta. Primero repitiendo a coro las fórmulas de la competición: "The ax, the ax, the ax right in the neck, in the neck, in the neck...", cada vez más rápido, cada vez más fuerte, simulando la agresividad de la lucha de una forma desenfadada y cómica. Luego discursos rememorando las pasadas victorias y hazañas del propio equipo berkeliano. Desfiles de chicas luciendo los colores azul y amarillo, incineración de la bandera roja de Stanford, insultos y burlas a esa Universidad. Y, por último, los showman que con voz atronadora movían a la multitud y la dirigían repitiendo palabras y frases sin sentido hasta formar un coro a cuatro voces al compás y ritmo por ellos marcado.

Cada espectador tenía una candela encendida cuando el fuego del foso estaba casi extinguiéndose. Puntos brillantes sobre la indistinción oscura de la noche, en medio del bullicio de las caras rubias y de los atuendos pardos. Por último, la oleada de los cuerpos de un extremo al otro del semicírculo, levantándose y levantando los brazos unos a continuación de los otros, la risa de las olas en la playa griega de un mar de rubia juventud con el rumor de los cantos y los clamores y el reflejo de los destellos dorados.

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Junto a Christopher, en el Faculty Club, estaba August hojeando la prensa, y me comentó que vendría él también a la cena por la noche con los Calhoun. Añadió que en el San Francisco Bay Reporter acababa de ver el anuncio de una representación, por parte de un grupo experimental, del Calígula de Camus en Nob Hill, y que si me apetecía que fuésemos el día siguiente que era sábado, sólos o acompañados. Había leído además un par de críticas que la ponían bastante bien. Puesto que yo había cancelado el plan para pasar ese día en Los Ángeles y me veía con toda la tarde por delante, encerrado en casa y metido en la cama a las cinco, acepté inmediatamente su sugerencia sin pensármelo dos veces.

Precisamente August había sido el primer amigo que yo había hecho poco después de llegar a Berkeley. A sus sesenta años largos, con su figura erguida y esbelta y sus largos cabellos grises, conservaba la apariencia de un individuo distinguido y culto, un académico de corte clásico aunque no fácil de encasillar. Profesor de Literatura Comparada, cuando hablaba se veía en qué medida había asimilado y llevaba consigo siglos de cultura. El alto nivel económico de su familia le había permitido viajar mucho, hablar varios idiomas y tener una gran masa de conocimientos, de experiencias y de aventuras tanto teóricas como vitales. Por eso, además de profesor, era también filósofo, poeta y un hombre de mundo.

Cuando Christopher se marchó, August y yo nos quedamos conversando, y cuando le miré más atentamente a los ojos volví a percibir en ellos los signos de una nueva recaída en la melancolía. Lo que más me llamaba la atención de él era cómo, bajo su trato siempre exquisito, chispeante y jovial, se escondía un fondo de profunda desilusión e indiferencia. Nos veíamos a veces en cafés y lugares de reunión donde los amigos nos encontrábamos y hablábamos entre miradas que se cruzaban llenas de sonrisas, palabras amables, regaladas y dichas con gusto. En aquel paraíso social, entre colegas tan bien dispuestos a la amistad, él era el que destacaba por su franca simpatía y por sus bromas siempre inteligentes, ingeniosas y agradables.

Sin embargo, desde los comienzos de nuestra amistad yo no había dejado de entrever su fondo decepcionado, como si le faltara fe en su vocación intelectual y se refugiara en ciertas poses de escepticismo y esteticismo decadentes. Después, cuando intimamos algo más, me contó que en su juventud había vivido una vida de hippie aislado de todo, siempre medio desnudo y descalzo porque no le gustaban las botas ni los uniformes de los militares. Luego volvió a la civilización y se hizo profesor en un momento de crisis muy difícil para él. Eso determinó las actitudes que desde entonces había adoptado: su resignación budista, su humor irónico y sarcástico, y su decisión de no engendrar hijos ni comprometerse por amor con ninguna mujer. Pero más que ninguna otra cosa, su forma evasiva de vivir el tiempo:

- "Toujours, la vie est á une autre part"-, me dijo citando a Rimbaud. Y a continuación, golpeando la mesa con el vaso, con los ojos enrojecidos y cambiando la entonación, el timbre y el tono de la voz, añadió:

- "Lo que siempre me ha faltado ha sido despertar de una vez del sueño de la cultura para estar, como todo el mundo, en la vigilia de la vida. Y cuando hablo de la vida me refiero al presente, al tiempo que no se consume en el ansia de hacer y de alcanzar, ni en el recuerdo del haber hecho y vivido ya, sino que es esa serenidad sin meta y sin pesar que sentimos en los rincones de los cafés frecuentados, o que nos producen las caras y los nombres de nuestros amigos, o la cadencia de la música mil veces escuchada... Lo que yo he hecho ha sido matar el tiempo, una forma educada de suicidio".

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Para llegar a la casa de los Calhoun había que atravesar el Financial District de San Francisco, un bosque de rascacielos que desde la primera vez me pareció una especie de recinto sagrado, repleto de templos henchidos de aparente grandiosidad y rebuscado misterio. ¿A qué dioses se rendía culto en ellos con tanto esplendor? Luego la muchedumbre de los cottages alineados en hileras blancas surcando las colinas, con sus espacios de arbolado y flores, y la imaginación queriendo penetrar tras las cortinas y las puertas hasta el interior de las alcobas. Y el mar, la bahía, ese azul sereno, firme, intenso, con fugaces pinceladas de blanca espuma y pequeños barcos que lo adornaban. A un lado, el puente de Oackland tras el que el sol esparcía un derroche de oro y brillo que cegaba la mirada. Al otro, el Golden Gate Bridge, sencillo en su belleza y el encanto de su elegancia. Al fondo las colinas de Berkeley y Richmond.

La cena y el vino maravillosos contribuyeron a que la velada, en la terraza-jardín de los Calhoun, luciera espléndida. Su casa estaba cerca de Fort Mason y desde allí se disfrutaba de una espléndida vista del Golden Gate, de los yates y veleros anclados en el muelle, y de la avenida a orillas del mar que se extiende desde el límite de Marina District hasta el Pabellón de las Fine Arts. En medio de una luz vespertina que parecía resistirse a dejar paso a la noche, como envidiosa de nuestra animación y de nuestra charla, "chin chin" sonaba el vidrio de nuestras copas. Hablamos del partido de rugby Cal-Stanford, de los felices años en los que Marcuse dejó su revolucionaria huella en la universidad, de Palestrina y Monteverdi, de un japonés enamorado de sí mismo y de algunas preciosas novelas a las que aludió Ryan y de las que algunos tomamos buena nota para futuras lecturas. Y despedimos a Ryan, que partía en breve con destino a Sidney para una larga estancia allí como profesor invitado.

Ryan era un profesor asociado de mediana edad que en su forma de hablar tenía el estilo conciso, desenfadado pero bien trabajado de las descripciones y diálogos de los guiones cinematográficos de calidad. Nunca perdía un inconfundible estilo inglés eduardiano, a medio camino entre lo autocomplaciente y lo provocativo. Había pasado algunos años trabajando como asistente de dirección y guionista en un estudio cinematográfico de Hollywood, y de una forma desenfadada, chispeante y entretenida nos describía a veces el proceso de preparación, gestación y edición de las películas que terminaban finalmente por surgir de un caos al que habían contribuido las exigencias del productor, las extravagancias de los actores y del director, la mediocridad del tema y del guión que se intentaban mejorar a cada momento, los fallos técnicos frecuentes y las intromisiones inoportunas de los periodistas.

En la sobremesa de la cena, con su modo tan original de combinar lo irónico y lo cómico con lo dramático, se burlaba con amargura de la clase culta californiana, a la que reprochaba su inconsciencia y frivolidad:

- "La mayoría de esta gente -dijo- no quiere prestar atención a lo que sucede. Se interesa, por ejemplo, en series y películas tontas y cree que el mundo sigue siendo un lugar maravilloso, en vez de mirar más a fondo y enfrentarse a la realidad".

Pacifista convencido, se reprochaba su falta de compromiso juvenil contra el militarismo estadounidense y contra la guerra del Golfo, en la que habían muerto personas queridas para él. Una causa que lo requería y ante la que no se sintió concernido. Incluso comprendida y evaluada la gravedad de la situación, no había sido capaz de implicarse en una actitud de protesta activa y de lucha real por la defensa de todo lo que estaba en peligro. Siguió en su pasividad y en su inhibición cobarde:

- "Uno hace lo que está en la lista: comer, por ejemplo, o escribir el capítulo undécimo, o el teléfono que suena, o salir en busca de un taxi, o viajar en primera clase con reserva de hotel. Ves lo de más arriba y te parece chapucero lo de abajo. Y luego está el trabajo. Y las diversiones. Y la gente. Y los libros. Hay cosas que comprar en las tiendas. Siempre hay algo nuevo. Tiene que haberlo. ¡Mejor un loft en Madison Avenue que dedicar tiempo a las causas nobles! ¡Al diablo las causas nobles! Lo que triunfa es el narcisismo del deporte, de las vitaminas, los zumos de frutas, las proteínas, los baños calientes, las cremas y los perfumes. Todo lo que pueda contribuir a ensalzar y prolongar la juventud del cuerpo".

****

La obra de teatro en Nob Hill no había sido decepcionante. Al final sólo fuimos a verla Louise y yo. August se encontraba indispuesto y me había telefoneado para decirme que ella quería ir y que podríamos hacerlo juntos. Louise era una antigua alumna de August, pintora de creciente éxito, con la que yo coincidía desde hacía meses en el gimnasio por las mañanas. Al terminar la representación fuimos a cenar a un café cercano atestado de gente que acababa de salir, como nosotros, del teatro. Encargamos salad y lamb con cerveza negra y pan de horno, y nos sentamos en una mesa el uno frente al otro. La verdad es que nunca recuerdo de qué hablábamos durante tanto tiempo siempre que nos veíamos, aunque tengo la sensación de que debían ser cosas de determinada importancia:

- "¿Sabes? -me dijo con esa musicalidad tan dulcemente femenina en la voz que me transmitía mucha ternura-. La representación me ha planteado preguntas y me ha suscitado problemas. Como artista mi aspiración es interpretar, en las apariencias de lo cotidiano, los signos de un significado superior del mundo que yo querría apresar y expresar en mi trabajo artístico. Pero eso se tropieza siempre con la prueba de los artificios de la sociedad, que enmascaran y desfiguran su brillo. Como en Calígula, mi dificultad es cómo ser yo misma, la cuestión de la autenticidad y la inautenticidad".

En nuestras conversaciones, ante el menor motivo, Louise solía reaccionar censurando con acritud la incapacidad de los individuos para tener un juicio propio sobre las cosas, en lugar de aceptar y repetir lo que piensan, dicen o hacen los demás. Criticaba el miedo a salirse de la norma, de lo normal y singularizarse; ese pavor a ser distinto que desde muy pronto atenaza a muchas personas. Tras todo eso estaba la herida aún abierta de su relación ya finalizada con el aristocrático August, que le había hecho sentir como un estigma proceder de una capa social desfavorecida, su exclusión, desde el principio, de formar parte de la clase superior. Continuamente afloraba en ella ese sentimiento de exclusión cuando aparecía el código social que, según repetía, continuamente imponen los demás. Recuerdo, a este respecto, sus dificultades para adoptar las buenas maneras de uso del cuchillo y el tenedor en la mesa, que no le habían enseñado en su casa. El uso que su padre hacía de los cuchillos de diferente tamaño tenía que ver sólo con el acto de cortar el pan o la carne, y no con los diferentes platos del menú. Su frustración por el fracaso con August, de quien seguía enamorada, se traslucía en sus ataques al staff académico de los profesores en su conjunto:

- "En vuestro mundo, los profesores representáis continuamente la comedia de los artificios y los prejuicios de clase. La tensión por el culto a sí mismo y la exigencia de imitar un modelo elevado y distinguido no es más que el modo de revelar un deseo de elevación social. ¿Acaso no explica eso mismo el estrambótico comportamiento de los profesores "plebeyos", continuamente inquietos y que muestran su debilidad en la necesidad constante de rebajarse y estar haciendo el payaso con los colegas o incluso con los alumnos, eso que tanto disgusta al refinado y aristocrático profesor August, siempre con sus pulcros y bonitos trajes tan bien adaptados al culto de su propio ego, y que pasea de noche por el campus oprimido por la certeza de que morirá sólo?".

Cuando acabamos la cena, bajamos por Powel Str. mirando los ríos de gente por las aceras con sus bolsas de Maiy`s moviéndose sobre el fondo iluminado de los escaparates y los anuncios de rótulos coloreados. Las serpentinas, las campanillas, los adornos de navidad, las canciones saliendo a la calle de dentro de las tiendas, mezclándose unas con otras. Y los niños mirando embelesados las actuaciones de los payasos callejeros que anunciaban la proximidad de las fiestas. En el centro de Union Square, entre las palmeras y los vendedores de cuadros, un negro tocaba una batería produciendo un ritmo trepidante que hacía que los transeúntes se movieran al compás de sus drums y levantaran los brazos. Cuando Louise subió a su coche para regresar a Berkeley, su desolación se interponía una y otra vez en mis pensamientos a pesar de que no lo deseaba. Me quedé mirando las hojas de las palmeras moviéndose con la brisa y pensaba en la dificultad de conocer el lugar exacto por el que pasa el ecuador de las cosas, y en qué momento un poco más de presión actúa como el hielo entre las grietas del granito que acaba haciendo estallar las rocas.

 

- Campus: Un nuevo fragmento del diario de California -                                                  - Alejandra de Argos -

El objetivo que persigue hoy la disponibilidad de los traductores mecánicos mediante programas informáticos disponibles en Internet -como el de Google por ejemplo-, parece albergar la esperanza de que, con el perfeccionamiento progresivo de estos instrumentos, se podrá llegar algún día a disponer de la traducción automática e instantánea de todos los mensajes y textos en cualquiera de las lenguas del planeta. De este modo, las barreras que para la comprensión representa la diversidad de las lenguas, así como las intraducibilidades entre ellas, retrocederían e incluso quedarían superadas por completo. Este sueño de la omnitraducción, que no es sino otro rostro más de esa ilusión prometeica de racionalidad totalmente liberada de las diferencias interhumanas, condicionamientos culturales e idiosincrasias comunitarias entre los grupos.

  Diego Sanchez Meca: La torre de Babel 

Pieter Brueghel el Viejo. 1563. Óleo sobre lienzo. 114 x 155. Kunsthistorisches Museum. Wien. Foto: Wikimmedia

 

El objetivo que persigue hoy la disponibilidad de los traductores mecánicos mediante programas informáticos disponibles en Internet -como el de Google por ejemplo-, parece albergar la esperanza de que, con el perfeccionamiento progresivo de estos instrumentos, se podrá llegar algún día a disponer de la traducción automática e instantánea de todos los mensajes y textos en cualquiera de las lenguas del planeta. De este modo, las barreras que para la comprensión representa la diversidad de las lenguas, así como las intraducibilidades entre ellas, retrocederían e incluso quedarían superadas por completo. Este sueño de la omnitraducción, que no es sino otro rostro más de esa ilusión prometeica de racionalidad totalmente liberada de las diferencias interhumanas, condicionamientos culturales e idiosincrasias comunitarias entre los grupos, pueblos y naciones del planeta, aspiraría al cumplimiento del máximo de comunicación interlingüística supliendo así la ausencia de una lengua única y universal.

Dejando a un lado si se es más o menos escéptico respecto a que esto llegue a ser posible, lo cierto es que este sueño de omnitraducción que nos sugiere Internet nos sitúa, ante todo, ante el enigma y el interrogante de por qué no hay una sola lengua, de por qué, en vez de una sola, hay tantas lenguas en el planeta (entre cinco y seis mil). Porque esa proliferación no sólo no es útil a la adaptación al medio en la lucha por la supervivencia, según la ley de Darwin, sino que es perjudicial, porque impide la comunicación, limita el intercambio con el exterior de la propia comunidad lingüística y genera hostilidad y xenofobia en vez de cooperación y mutua ayuda.

En este sentido, me parece que el mito bíblico de la Torre de Babel es mucho más intuitivo y profundo de lo que a primera vista pudiera parecer. Según este mito, Dios envió primero a los seres humanos una catástrofe de exterminio masivo que fue el diluvio universal, y luego, cuando vio que éstos ya se iban recuperando y empezaban a construir ciudades con sus altas torres, les envió otra que fue la catástrofe lingüística de no poder entenderse ya más los unos con los otros y verse obligados a dispersarse. Lo significativo de este mito son, a mi modo de ver, estas dos ideas: primera, el hecho irrebasable de la diversidad de lenguas que produce la incomunicación y el conflicto entre los humanos, y segunda, que esto es un castigo divino y por tanto una tremenda desgracia.

Pero por eso justamente, porque hay diversidad de lenguas y siempre las ha habido, han sido necesarios siempre los traductores y la tarea de traducir. No forma parte de la condición humana en este mundo la existencia de una lengua universal paradisíaca y perdida que ahora se pudiese recuperar con esos programas de traducción generalizada y automatizada.

Tanto el significado de la tarea de traducir como los grandes problemas filosóficos y filológicos que encierra la traductología suelen pasar desapercibidos a los lectores comunes, que ven esa acción como la situación en la que, por un lado, está la obra de un autor escrita en una lengua extranjera, y por otro el lector al que va destinada la traducción. El traductor se encuentra entre uno y otro como intermediario, o sea, como el encargado de trasponer y de transmitir los mensajes de la lengua extranjera a la propia. Lo cual, a primera vista, no parece que tuviera que implicar problemas que no se puedan ir resolviendo sobre la marcha. Es decir, la tarea del traductor debería consistir simplemente en tratar de llevar al lector hasta el autor, y al autor hasta el lector.

Pero esto no es tan sencillo como podría parecer, sino que implica y encierra algunos equívocos. Puesto que un texto cualquiera puede transmitir un mensaje que es independiente de las intenciones que pudo tener el autor cuando lo escribió o de las expectativas de los posibles destinatarios a los que pudiera estar dirigido, la tarea del traductor no puede consistir simplemente en determinar lo que el autor quiso decir para trasponerlo lo más literalmente posible a la lengua del lector. De este modo, el lector recibiría los mensajes adecuados -puestos ahí por el autor- de la forma más exacta posible.

En realidad, la situación en la que el traductor se encuentra es la de un conflicto de difícil solución entre su deseo de ser fiel al decir del texto y la continua constatación de traición a ese decir que su traducción una y otra vez comporta. Basta haber tenido un poco de experiencia en la tarea de traducción para darse cuenta de que toda lengua a traducir ofrece términos o pasajes que no son sólo difíciles o muy difíciles de traducir, sino que son, en rigor, imposibles de ser traducidos. Esta dificultad nos la encontramos con mayor frecuencia, sobre todo, en las obras poéticas, pero también en las filosóficas. La diversidad de las lenguas es un hecho irreductible. Y esto nos conduce a la conclusión de que la tarea del traductor ha de llevarse a cabo libre de la ingenuidad que hay en esa aspiración a la adecuación perfecta para aceptar, desde el principio, la insuperable diferencia entre lo propio y lo extraño.

No es posible entender la traducción más que desde el paradigma de la lectura crítica o de la interpretación con la que un traductor competente ha de reconstruir con su trabajo de traducción una equivalencia de lo que la obra dice pero sin pretensiones de que esa interpretación sea su reproducción exacta y adecuada, o sea, su verdad. El que esto sea imposible es lo que explica el hecho positivo y universal de que de las grandes obras de la cultura se estén haciendo continuamente nuevas traducciones de manera incesante: los clásicos griegos y latinos, Shakespeare, Dante, Goethe, Platón, Descartes, Kant, por no hablar del caso paradigmático de la Biblia.

De la Biblia, los “Setenta” hicieron una traducción del hebreo al griego capaz todavía hoy de sumir en la desesperación a cualquiera de esos filólogos positivistas que defienden desde la ignorancia el ideal de la traducción exacta y literal palabra por palabra y frase por frase. Esta Biblia fue luego traducida al latín por San Jerónimo creando la famosa Vulgata, traducida después por Lutero al alemán y por infinidad de otros traductores a las más distintas lenguas y dialectos.

Semejante tarea de retraducción una y otra vez de la Biblia, pero también de los clásicos, de los filósofos, de los poetas se debe, por un lado, al fenómeno de la incomunicación que produce entre los seres humanos la diversidad de las lenguas, pero por otro también a la insatisfacción que causan todas las traducciones una vez realizadas. Ninguna de ellas es, ni puede ser, la traducción definitiva, última, verdadera, porque cada una es, como he dicho, el resultado de una conjunción entre el horizonte de la obra y el peculiar horizonte de cada traductor que ha de interpretarla.

No obstante, los hechos y consideraciones que apoyan esta tesis de la intraducibilidad no deberían exagerarse hasta el punto de proclamar de manera radical un abismo infranqueable entre una lengua y las demás. Porque esta estrategia ha sido ya muchas veces utilizada en favor de la tendencia etnocentrista a sacralizar la lengua original y establecerla como intraducible haciendo así de ella el instrumento poderoso de apoyo a una hegemonía o incluso a un imperialismo cultural.

Es lo que pasó con el latín desde los tiempos del Imperio romano hasta bien entrada la Edad moderna (por no referirnos a casos más cercanos y también más polémicos). Se proclamaba tal grado de autosuficiencia del latín que automáticamente generaba el rechazo a cualquier mediación de traducción de sus contenidos a las lenguas vernáculas, ya que se daba por incuestionable que el mensaje original no podía duplicarse en ningún otro original que no fuese el auténtico y primigenio. Cualquier traducción a una lengua vernácula ya no era para nada el mensaje original. En el caso de la Iglesia, si las fórmulas rituales no se pronunciaban en latín no producían la eficacia sacramental; por ejemplo, no se transustaciaba el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo en el momento de la consagración.

Naturalmente, semejante resistencia hegemonista a la traducción y la afirmación que implica de la intraducibilidad interlingüística en términos tan radicales es algo rechazable, y queda suficientemente desautorizado por el hecho mismo de que siempre ha habido, hay y habrá traducciones de los idiomas entre sí. Lo único que no hay es la traducción perfecta, literal, ideal, no sólo equivalente sino también adecuada, y por tanto verdadera. Pretender esto es simplemente el resultado de un desconocimiento profundo de la naturaleza de los problemas filológicos y filosóficos que la tarea del traductor implica.

Traducir, en suma, no es ir superponiendo palabra por palabra y frase por frase de una lengua a otra, sino un diálogo, que la mayoría de las veces no está exento de dramatismo, de conflicto y de lucha. Porque el traductor se debate inevitablemente entre un deseo de fidelidad al decir del texto en su lengua original y una resistencia a la traición inevitable a ese mismo decir del texto que ha de cometer continuamente al verterlo a otra lengua extraña. Pero ¿no se podría ver también esta tensión propia de toda traducción como “un acto de hospitalidad lingüística”? En él se puede acabar, ciertamente, experimentando el placer que produce habitar en la lengua del extranjero, aumentado y reforzado con el placer de recibir, también nosotros, en mutua correspondencia y en nuestra propia lengua, la palabra del extranjero.

 

- La torre de Babel -                                                           - Alejandra de Argos -

 

En su libro Der Gott hinter dem Fenster (El Dios detrás de la ventana) -Haymon Verlag, Innsbruck-Wien 2015-, el escritor alemán Michael Krüger cuenta trece historias todas ellas diseñadas desde la perspectiva del narrador, que habla en primera persona, y en las que trata de una amplia variedad de temas. Sin embargo, todas tienen en común una cosa significativa: que por encima o por debajo de ellas se asoman problemas existenciales básicos como el del sentido de la vida, la identidad, la soledad y los recuerdos, la opacidad e inaccesibilidad de las personas, o el envejecimiento y la muerte. También, en todas ellas, los personajes están cuidadosamente dibujados, de modo que no resulta difícil darse cuenta que todos tienen en común la angustia de la inseguridad, la inestabilidad, la nostalgia y la debilidad de ánimo.

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 Michael Krüger

 

En su libro Der Gott hinter dem Fenster (El Dios detrás de la ventana) -Haymon Verlag, Innsbruck-Wien 2015-, el escritor alemán Michael Krüger cuenta trece historias todas ellas diseñadas desde la perspectiva del narrador, que habla en primera persona, y en las que trata de una amplia variedad de temas. Sin embargo, todas tienen en común una cosa significativa: que por encima o por debajo de ellas se asoman problemas existenciales básicos como el del sentido de la vida, la identidad, la soledad y los recuerdos, la opacidad e inaccesibilidad de las personas, o el envejecimiento y la muerte. También, en todas ellas, los personajes están cuidadosamente dibujados, de modo que no resulta difícil darse cuenta que todos tienen en común la angustia de la inseguridad, la inestabilidad, la nostalgia y la debilidad de ánimo. Es como si en cada uno se proyectara, de un modo u otro, una multiplicidad de experiencias autobiográficas que el propio Krüger ha podido tener a lo largo de su vida. Esas experiencias le permiten conocer la anatomía de la desdicha tan bien como se podría conocer la desdicha a sí misma.

Una de estas historias es la de un niño que vive en una granja en Sajonia con sus abuelos. La II Guerra Mundial ha terminado y la casa del abuelo ha sido expropiada por soldados soviéticos que ocupan las habitaciones principales, mientras los dos ancianos y él han quedado reducidos sólo a una pequeña habitación. El niño, desde la cama y sin poder conciliar el sueño, oye a la abuela que reza y pide a Dios que les ayude en medio de tanta necesidad, y cómo se pelea con Dios y le regaña: "Dios, haz un esfuerzo porque si no vas a perder a una de tus seguidoras más fieles... Te agradezco, sin embargo, que me hayas dado este maravilloso nieto". El niño no parece sentir la opresión de la ocupación: corretea por la zona, se encuentra armas escondidas en una cantera, recoge con el abuelo setas y bayas, y cuando tiene un resfriado pasa la tarde con la cabeza bajo la toalla sobre un recipiente de agua hirviendo con hierbas mentoladas. Contados con melancolía y nostalgia, parecen recuerdos de la infancia del autor. Una narración lacónica a base de imágenes más que de acción, que deja sin informar, por ejemplo, sobre dónde están sus padres, qué ha sido de ellos, o cómo continúa después la historia y qué desenlace tiene. En vez de eso, el autor aplica el arte del suspense, o sea, cierra la historia y da paso a la siguiente.

En el lenguaje, desde luego Krüger domina el arte de la narración, y se le notan también sus cualidades de poeta y hasta de buen ensayista. Como poeta tiene mucha ternura y brillantes momentos líricos. Y como pensador, se expresa como un concentrado autor reflexivo con algunos toques aquí y allá de escéptico. Con esta alternancia de cosas, parece ir pasando del andante al presto y luego al allegretto y al largo.

Otra de las historias tiene como protagonista a un intelectual que recuerda sus vacaciones en Grecia, donde sentado en un sillón de mimbre en la playa mira fijamente al agua. Y allí se queda extático, delante del mar, rodeado por el santuario del silencio y poseído por una sensación tan intensamente abrumadora que le mantiene allí petrificado y como atornillado al lugar, incapaz de alterar su inmovilidad. En otro momento, describe cómo sube por una montaña para ver desde allí la salida del sol. La subida es ardua, por lo que acepta encantado la invitación de una excursionista para compartir la merienda. Es una mujer hermosa que afloja los botones de su blusa, se quita después los zapatos pesados, e incluso los pantalones de cuero. Parece iniciarse una escena pre-erótica, pero un giro inesperado hace que la narración continúe, en realidad, con la comida: huevos duros, salchichas, tomates y pepinos, y para beber una botella de aguardiente de arándanos. A consecuencia de lo mucho que ha comido y bebido, el protagonista se queda dormido y cuando despierta el sol ya está bajo y la chica ha desaparecido.

Krüger es un autor de ingenio también brillante, como contrapunto a su melancolía. Porque a veces es satírico e incluso cómico, para a continuación volver a ser elegíaco de nuevo. Todo esto hace que se lean sus historias con sumo placer, tanto por el contenido de lo que cuenta como por el dominio magistral que tiene del lenguaje. Sus historias no son deudoras del patrón del cuento clásico. A veces parecen como preludios de novelas no escritas, por lo que ofrecen esos giros tan extraños que parecen seguir un tipo de lógica de ensueño. Es una impresión reforzada por el uso minucioso del lenguaje: cada palabra es cuidadosamente sopesada y puesta en su sitio, de modo que siempre da en el blanco aunque no apunte específicamente a él.

El último de sus libros publicados, titulado Das Irrenhaus (El manicomio) -Haymon Verlag, Innsbruck-Wien 2016-, es una novela escrita en un estilo menos fresco, a veces incluso hasta un poco perezoso y con ciertos ribetes de pedantería. Sin índice y los capítulos sin títulos, su lectura realmente requiere la máxima atención porque la historia no es fácil de seguir, aunque abunden en ella las conversaciones ingeniosas y las escenas divertidas. Por supuesto sigue en primer plano su extensa cultura filosófica, su elegancia lingüística, pero también un evidente cansancio y hastío propios, que aparecen en consonancia con el tema del aburrimiento del que va el libro.

 

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Das Irrenhaus (El manicomio) -Haymon Verlag, Innsbruck-Wien 2016-

 

El protagonista, de profesión archivista de un periódico, pierde su trabajo cuando, a causa de la digitalización, ya no es necesario y se queda en paro y sin dinero. Se convierte entonces en un escritor un tanto obsesivo porque, providencialmente, hereda de una tía desconocida una casa de vecinos, un edificio de apartamentos en una buena zona residencial de Múnich que le permite vivir holgadamente. Los inquilinos residentes allí son todos sin excepción gente extraña.

En uno de los apartamentos, ahora vacío, se instala él y empieza a vivir como un vecino más junto a aquella gente rara. La persona que había vivido antes de él en ese apartamento, un poeta llamado Georg Faust, había desaparecido pero aún le llegaban cartas a esa dirección, cartas de su familia, de una admiradora, así como también manuscritos rechazados por los editores, que el protagonista lee obsesivamente intentando penetrar cada vez con más intensidad en la biografía y en la identidad del anterior inquilino de su apartamento. Para ello copia sus escritos, relee sus poemas y sus cuentos e incluso lee las lecturas que sabe que el poeta había hecho. De este modo, la figura del anterior inquilino ocupa cada vez más el espacio en su apartamento de seis habitaciones ahora casi vacío (una mesa, un estante, dos sillas y una cama), que se llena tan sólo con la presencia de una ausencia. En las paredes donde antes debieron colgar algunos cuadros e imágenes aparecen ahora, sobre un fondo cada vez más amarillo, citas de algunos pensadores. El protagonista, que se describe a sí mismo como un filósofo libre, no vive la vida. Tan sólo deja que suceda. La suya es una filosofía de la nada, y su tema preferido es el aburrimiento. Había leído todo lo que se había escrito sobre el aburrimiento, y quería hacer por él mismo "con devoción" la experiencia del "vacío de mundo", tener la experiencia existencial dominante de no tener nada que hacer.

Al mismo tiempo, este individuo se dedica a la observación cada vez más intrusiva de la vida de los otros inquilinos, cuyas excentricidades describe con minuciosidad. De ello resulta que la casa heredada se muestra como un mundo en miniatura, y el escritor que se había mudado a vivir allí aprende de múltiples formas lo que es el aburrimiento, un tedio únicamente suavizado y protegido por buenas lecturas y la audición de la música de Sibelius.

La ubicación del narrador es tan premeditadamente confusa que en un momento significativo de la novela se ofrece una imagen llamativa de su estado en el laberinto enmarañado de los espaguetis en un plato. El relato tiene bastante de kafkiano, a base de individuos que se sienten extraños y perplejos en la vida. Y también porque la trama es complicada en su simpleza, aunque esté salpicada de detalles agudos, ingeniosas reflexiones y momentos líricos sorprendentes. Lo que domina es una especie de humor sombrío con el que se describe de manera misántropa la mezquindad de hombres repugnantes y de mujeres repulsivas, vistos como formando una galería de monstruos por los que no se siente la más mínima compasión ni comprensión. Si con esto se quiere dar una imagen del mundo en que vivimos, el lector ha de extraer sus propias consecuencias.

Krüger conoce bien las ideas y tratamientos del sentimiento de vacío de la vida y de aburrimiento desde los griegos hasta Heidegger. Esa experiencia cotidiana de no tener nada que hacer y las obsesiones que propicia, abriendo el horizonte de un vivir desesperado, desdichado, insoportable, se expresa en párrafos como éste: "Estar de pie con mi cesta de la compra en una cola, obligado a moverme gradualmente a medida que avanza, siempre con un hombre o una mujer delante, mirando las cestas de los otros, el yogur bajo en calorías, las galletas, los cigarrillos, los frascos de desodorante... Imagino la vida de estas personas e instantáneamente me invade el sentimiento de una privación vertiginosa y abrumadora de vida, hasta el punto de que tengo que dejar mi cesta a un lado y salir de la tienda".

Es significativo que con esa palabra Irrenhaus, manicomio, Krüger designe una casa de vecinos en la que residen individuos que no son locos, sino seres más o menos excéntricos y lunáticos, y que por tanto esa palabra como título quiera ser una metáfora para describir algunos aspectos del mundo actual tal como lo ve el autor. Un mundo en el que la desdicha, bajo rostros distintos o bien oculta detrás de muchas máscaras, envolviendo los recuerdos del pasado o traspasando las vivencias del presente, constituye para este autor la tarjeta de visita de ese huésped inquietante del que nos parece imposible deshacernos.

 

- Variaciones sobre la desdicha -                                                  - Alejandra de Argos -

Son varios los sueños que han estimulado al hombre a viajar lejos: la búsqueda de oro y materiales preciosos, las especias o las medicinas. A estas ambiciones se remonta el origen de los jardines botánicos. En un primer tiempo los jardines eran lugares que reconstruían el paraíso terrestre, en ellos se trataba de reunir "todas las plantas y flores dispersas en el momento del pecado original". La forma y disposición de los jardines hacía referencia a símbolos religiosos. Más tarde llegarían los auténticos jardines botánicos, aquellos dotados de vocación científica. La palabra "paraíso" viene del griego paradeisos, que tiene su origen en la palabra pairidaeza, que significa "espacio cerrado", "parque" en el iranio anterior a la lengua persa.

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Inauguración del Jardín Botánico por Carlos III. Paret y Alcázar. Museo Lázaro Galiano. Madrid.

 

Son varios los sueños que han estimulado al hombre a viajar lejos: la búsqueda de oro y materiales preciosos, las especias o las medicinas. A estas ambiciones se remonta el origen de los jardines botánicos.

En un primer tiempo los jardines eran lugares que reconstruían el paraíso terrestre, en ellos se trataba de reunir "todas las plantas y flores dispersas en el momento del pecado original". La forma y disposición de los jardines hacía referencia a símbolos religiosos. Más tarde llegarían los auténticos jardines botánicos, aquellos dotados de vocación científica.

La palabra "paraíso" viene del griego paradeisos, que tiene su origen en la palabra pairidaeza, que significa "espacio cerrado", "parque" en el iranio anterior a la lengua persa. La estructura del jardín paradisiaco es simple. Se reproduce bajo una forma idealizad: el Chahar Bagh es un jardín dividido en cuatro partes representantes del agua, el fuego, la tierra y el aire. En el centro, una fuente de la que corre el agua, simboliza el orden.

 

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Chahar Bargh del Taj Mahal. Smithsonian Institution Museum. Washington

 

Un microedén

En su libro, Jardinosofía, (Turner) Santiago Beruete define la necesidad del ser humano de convertir un pequeño trozo de tierra en un microedén: "Es nuestra necesidad de paz, serenidad y equilibrio, sometidos como estamos a la permanente contradicción entre nuestro destino mortal y nuestra vocación de permanencia".

Hay una corriente subterránea que une la felicidad con el jardín desde el comienzo de la civilización. Hace unos 5.500 años surgieron en los valles del Tigris y el Éufrates las primeras ciudades. Paralelamente al proceso de sedentarización nacieron el estado, la escritura y también los jardines. El proceso tuvo lugar de manera independiente en seis zonas distintas del planeta: Mesopotamia, el valle del Nilo, del Indo, el del río Amarillo y la zona andina del Perú, con una diferencia a veces de cientos de miles de años. Herodoto atribuye el origen de la geometría en Egipto a la necesidad periódica de recuperar las lindes de los campos tras cada crecida del Nilo. Podría decirse que el jardín hizo su aparición en el Creciente Fértil de las tierras de aluvión de los grandes ríos creadores de las civilizaciones.

Fealdad y atraso

Posteriormente, el valor de las especies condujo a la fundación de jardines botánicos en las regiones tropicales, mientras que la instauración de los jardines botánicos en Europa debería atribuirse a la necesidad de medicinas extraídas de las plantas. El primer jardín botánico del mundo occidental fue, probablemente el de Salerno en el siglo XIV. En España seguimos celebrando aún el tercer aniversario de Carlos III (1716-1788), monarca fundador del madrileño Jardín Botánico.

Carlos III llegaba a Madrid el 19 de diciembre de 1759 en medio de una comitiva de colaboradores. Entre los que estaba el arquitecto Francesco Sabatini, operarios de la fábrica de porcelana de Capodimonte, a los que pronto se unirían pintores: Mengs,Tiepolo... El rey quedó atónito ante la fealdad, suciedad y atraso de Madrid. Con los años, empedraría sus calles, ordenaría una red de alcantarillado, la recogida de desperdicios en carromatos mientras ponía en marcha la iluminación de la ciudad.

La arquitectura fue la asignatura privilegiada del rey. Una de las obras en las que concentró mayor entusiasmo fue el proyecto del Salón del Prado. Desde que un incendio, en 1734, destruyera el Alcázar, Felipe V e Isabel de Farnesio se habían trasladado al palacio del Buen Retiro. La aristocracia buscó entonces solares en el paseo del Prado para construir sus palacios frente al Buen Retiro, al tiempo que terminaban las obras del Palacio Real y del Hospital General (hoy Museo Reina Sofía).

 

 

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Carlos III niño. Jean Ranc. Museo del Prado. Madrid

 

 

Álamos negros

Desde el Consejo de Castilla, presidido por el conde de Aranda, se promovió la creación del Salón Del Prado que consistía en ensanchar el paseo entre Cibeles y Atocha plantando una arboleda de álamos negros y acacias, embelleciéndolo con fuentes y edificios nuevos. El encargado del trazado y desmonte del terreno fue José de Hermosilla quien había estudiado en Roma y recordaba el diseño de Bernini para la Piazza Navona, con sus tres fuentes mitológicas y su planta con forma de hipódromo. Ventura Rodríguez tuvo aquí la oportunidad de diseñar las fuentes de Cibeles, Apolo y Neptuno.

La Puerta de Alcalá se concibió como una magnífica entrada a la ciudad pero también como una pieza insertada en el proyecto del Prado. Sabatini se inspiró en los arcos triunfales efímeros hechos en Nápoles y Roma para recibir a Carlos III. Aquellas arquitecturas temporales sirvieron de campo de experimentación en el lento proceso de evolución del barroco a la aparente sencillez del Neoclásico en el que se enmarca la arquitectura del urbanismo de este nuevo barrio de Madrid.

 

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Vista de la carrera de San Jerónimo y del Paseo Del Prado con cortejo de carrozas. (1680). Atribuido a Jan van Kessel III.

 

Carlos III pensó en crear en el Salón del Prado un gran conjunto dedicado al estudio de la Naturaleza. El Jardín Botánico fue su proyecto clave. El rey se ocupó minuciosamente de los detalles del Jardín, ordenando, rectificando, aprobando todo cuanto tuviera relación con su obra. El 25 de julio de 1774 ordenó trasladar a esta zona el antiguo vivero del Soto de Migas Calientes, creado por Fernando VI, a la vera del Manzanares. Para ello fue necesario comprar las huertas situadas en el olivar de Atocha perteneciente a los Jerónimos. También incluyó una gran avenida como homenaje a la razón, con su espina dorsal construida por edificios destinados al ejercicio científico: el Gabinete de Historia Natural (futuro Museo del Prado) o el Observatorio Astronómico.

Barroco tardío

Sabatini se encargó del primer dibujo del Botánico, de gran belleza pero que evidenciaba todos los defectos de un barroco tardío. Sin embargo el plano actual, de 1781, responde al trazado de Villanueva con una concepción geométrica, definida y una sensación inequívoca de orden. En 1785, cuando Villanueva comenzó las obras del museo del Prado, se planteó la necesidad de crear una nueva entrada que estableciera la relación entre ambos proyectos. Es la actual Puerta de Murillo.

Lo más ambicioso de la política científica del reinado de Carlos III, en relación con la botánica, es el proyecto de inventariado de la flora nacional y ultramarina. Las plantas, semillas y bulbos procedían de Perú, Chile, Nueva Granada, Nueva España... y eran enviadas por expedicionarios encargados de buscar nuevos ejemplares botánicos que tuvieran alguna utilidad para la medicina, la industria o destacaran simplemente por su belleza. Así, llegaron de América, nardos, dalias, orquídeas y heliotropos. También ejemplares del árbol de la canela o de la quina, la planta de la cochinilla con su precioso tinte rojo o los cedros, los ébanos del Perú y los palisandros.

 

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La puerta del Jardín Botánico desde el museo Del Prado. F.D. Marqués (1780). Museo de Historia.

 

En estos días de heladas en el Botánico, las copas de los olmos negros parecen brazos danzantes. Algunos árboles deben tener vidas secretas entre sus raíces. Ayer, aparecían los primeros despuntes de los lirios bajo el bicentenario ciprés que, según la leyenda, plantó Carlos III al borde de la "Terraza del plano de la flor". Uno de los carteles responde a un lirio que en primavera se viste de azul, blanco y color ciruela, se llama "Stairway to Heaven": podría ser un nombre de la antigua Persia, pero hoy, esa escalera celestial nos hace tararear la canción de Led Zeppelin: "Hay una dama que cree que todo lo que brilla es oro. Y compra una escalera hasta el cielo".

 

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Lirios en el Jardín Botánico de Madrid.

 

 - Un paseo de invierno por el Jardín Botánico -                                                           - Alejandra de Argos -