- Detalles
- Escrito por Dr. Diego Sánchez Meca
Una idea que dio mucho que hablar entre finales del siglo XVIII y comienzos del XIX fue la de que el arte podría armonizar la racionalidad y la sensibilidad humanas enfrentadas y en discordia en el individuo moderno. Este era un conflicto generado y profundizado por la represión de la instintividad y de la dimensión sentimental humana que se había producido paralela y concomitante al auge y al protagonismo casi exclusivo que alcanzaba por entonces ya el racionalismo de la ciencia, la técnica y la economía. Por eso, algunos autores de este momento histórico reflexionaban, entre otras cosas, sobre la importancia de la imaginación, de la creatividad y de la experiencia estética como fuerzas capaces de reunir lo que la razón lógico-analítica separaba y disociaba.
Una idea que dio mucho que hablar entre finales del siglo XVIII y comienzos del XIX fue la de que el arte podría armonizar la racionalidad y la sensibilidad humanas enfrentadas y en discordia en el individuo moderno. Este era un conflicto generado y profundizado por la represión de la instintividad y de la dimensión sentimental humana que se había producido paralela y concomitante al auge y al protagonismo casi exclusivo que alcanzaba por entonces ya el racionalismo de la ciencia, la técnica y la economía. Por eso, algunos autores de este momento histórico reflexionaban, entre otras cosas, sobre la importancia de la imaginación, de la creatividad y de la experiencia estética como fuerzas capaces de reunir lo que la razón lógico-analítica separaba y disociaba. Y de ahí derivaban la capacidad del arte para abrir a una nueva manera de ver el mundo, inaccesible al pensamiento puramente lógico, instrumental y calculador. Por otro lado, prosigue también a lo largo del siglo XIX la insistencia, continuamente reiterada, en la necesidad para la modernidad (ante el debilitamiento del importante papel político y social que desde la Edad Media había venido cumpliendo en Europa la religión cristiana) de recrear un marco institucional en el que nuevas fuerzas religadoras entre los individuos pudieran cumplir ahora la función que la fe cristiana con más o menos eficacia cumplía: fundamentar las normas morales de la convivencia, legitimar el poder político y ordenar, en definitiva, una sociedad mediante la solidaridad y la adhesión colectiva a unos principios, normas y valores supremos ampliamente compartidos.
Toda esta temática se concentra, por ejemplo en Friedrich Schiller y en los primeros pensadores románticos alemanes, en la discusión sobre si valdría la pena intentar poner en marcha en Europa una especie de nueva "religión estética" en analogía con la que tuvieron los antiguos griegos mucho antes de la irrupción del cristianismo. Hoy, después de más de un siglo, cuando se releen los textos de estos autores sobre esta propuesta, es inevitable advertir cómo, en determinados aspectos importantes, ellos no podían prever aquello en lo que finalmente iba a llegar a convertirse esa religión estética. En relación a estos autores que trataron de promoverla -tanto clasicistas como románticos-, nuestra ventaja como hombres del siglo XXI es que nosotros sí podemos saber en qué ha venido a concretarse esa nueva religión, puesto que vivimos ya, en buena medida, en medio de su plena realización. Qué duda cabe de que ahora tenemos, por fin, una religión “estética” que se ha convertido, quizás, en la única y universal, que por ello seguramente acabará con todas las demás -si es que no lo ha hecho ya-, y que cuenta con la adhesión apasionada (no racional) de todos los individuos. Es el capitalismo con su dios omnipotente, el dinero.
Pero, ¿por qué es esta una religión "estética"? Es claro que el capitalismo en cuanto religión, ya casi planetaria, avanza con rapidez en su imposición de nuevos valores comunes y de un sentir común. Su paradoja dialéctica consiste en reforzar, por un lado, el individualismo, es decir, ahondar en la atomización de los individuos, su separación y enfrentamiento social al fomentar el egoísmo particularista, el hedonismo y la competitividad, todas ellas actitudes y valores imprescindibles para aumentar la productividad, el consumo y la ganancia económica. Mientras, por otra parte, cohesiona a esas masas de individuos atomizados inoculando en ellos el sentir común de la pasión por el dinero y la atracción irresistible por el lujo. De lo cual se encargan justamente el arte y la estética. Pues la nueva religión estética capitalista ha desplegado, y lo sigue haciendo, una enorme cantidad de recursos estético-artísticos cuyo fin no es otro que producir esa unificación y conjuntar a su manera a los individuos mediante la pasión por el consumo y el deseo de la riqueza.
La figuración de la salvación (que la religión cristiana representaba en su multisecular despliegue artístico e iconológico como la vida eterna ganada por el adepto mediante los méritos logrados en ésta) se lleva a cabo ahora en las nuevas obras de arte de la publicidad y de la exhibición del lujo, por ejemplo en los impresionantes rascacielos de los financial district de las grandes ciudades (los nuevos templos del gran dios), en cómo se decoran y envuelven los productos del consumo, en cómo se diseñan y embellecen las tiendas de las grandes marcas, en los perfornances de los desfiles de moda, en el encanto y apariencia de los supercoches, etc. Los grandes ejecutivos, banqueros y empresarios, agentes económicos en general, siempre van lujosa y uniformente vestidos como corresponde a su magisterio sagrado. Ellos son ahora los sumos sacerdotes que, con sus estrategias, rituales y actividades ofician cada día el culto al único dios omnipotente, el dinero y su absoluta glorificación. Es la religión que nos une en el sentir de que debemos vivir y sacrificar nuestras vidas a la mayor gloria de este omnipotente e indiscutido dios.
Aquella bella idea filosófica, pues, del arte como medio en el que el género humano podía formarse para la verdadera libertad política ha tenido así, en su desarrollo contemporáneo, una deriva determinante en la configuración de la ideología del capitalismo actual y de sus estrategias de consolidación y expansión. Este proceso de formación se refiere tanto a la vida colectiva de la gente como al individuo particular en cuanto integrante de ella. Lo que, según los pensadores de hace un siglo, el arte tendría que transformar era la forma de vida que los individuos compartimos al vivir en sociedad. Porque el carácter público del arte implica, como su virtualidad propia, una fuerza fundadora de comunidad y creadora de solidaridad al promover y suscitar formas de percibir y sentimientos comunes compartidos. Se veía por ello en el arte y en la postulada religión estética el instrumento para producir el reino de la libertad, frente a la antigua religión cristiana o la antigua moral como reinos del miedo y la dependencia.
La idea, pues, de una religión estética era, por esta razón, la de una totalidad que aparentemente no reprime ningún impulso ni ningún sentimiento, sino que permite un desarrollo cada vez más armónico de la propia libertad y autorrealización. Como he dicho, este poder unificador de la belleza se comprendía todavía según el ejemplo de la antigua religión griega, una religión que penetró el espíritu y las costumbres de su sociedad, que estaba presente en las instituciones del Estado y en la praxis cotidiana, y que sensibilizaba la forma de pensar y las motivaciones éticas y morales de una forma estética, es decir, se las inculcaba a los individuos, no por la coacción, sino mediante la seducción que la belleza ejercía en su ánimo por sus realizaciones artísticas y sus procedimientos estéticos.
Se puede decir, por todo ello, que una de la funciones principales del arte y la estética hoy es, de hecho, la realización práctica del capitalismo contemporáneo al ofrecerse como instrumento esencial al servicio de la ilusión liberadora de lo bello proyectada en el ámbito del lujo, del disfrute y de la riqueza. En qué medida sea éste un empeño paradójico y contradictorio -puesto que la belleza así presentada no puede introducir, en realidad, nada más que una libertad "ilusoria" y engañosa- es algo sobre lo que no se ha pensado todavía tal vez lo suficiente. Si la religión cristiana usaba el miedo a la condenación eterna y la coacción del pecado para dirigir a las masas e inducirlas a la obediencia y la estandarización de sus comportamientos, hoy la nueva religión estética del dinero y del consumo utiliza igualmente para lo mismo la coacción del miedo a no salvarse como miedo a no participar de esta fascinante utopía del lujo, del derroche y de la riqueza con cuyas imágenes estetizadas se nos seduce continuamente, se nos hechiza y se nos manipula psicológicamente.
En todo caso, el debate teórico mismo que conecta nuestra actualidad con la discusión de clasicistas y románticos contiene elementos que permiten desplegar una reflexión interesante por encima, o colateralmente, al uso mismo que de él ha hecho la contemporánea ideología del capitalismo. Destaca, por ejemplo, la importante idea de que la realización de la razón, la necesaria racionalización de la vida colectiva, sigue pasando por la resurrección en la contemporaneidad del destruido sentido comunitario a través de una educación estética. Porque este orden no puede surgir ni de la sola espontaneidad autorreguladora de las tendencias naturales de los individuos ni del único impulso voluntarista de su libertad, sino que sólo puede ser fruto de un proceso de formación que tiene que atenuar tanto la contingencia de la naturaleza como la libertad de la voluntad. El medio de este proceso de formación no puede ser otro que el arte, porque suscita ese sentimiento de armonía en el que el ánimo no se ve forzado ni física ni moralmente, actuando, sin embargo, de ambas formas. A la fragmentación e interna autoescisión del individuo sólo el arte puede proporcionar una conciliación, o sea, un carácter social amigable. Esta es una idea que aún no ha dado de sí todo el potencial que contiene. Porque esta utopía estética no tiene por qué tener necesariamente como única meta embellecer y estetizar la existencia, como enseña interesadamente para sus objetivos el capitalismo. Podría orientarse también, por ejemplo, a revolucionar la relación de entendimiento entre los sujetos, a poner armonía en la sociedad, o a crear ese Estado moral que, desde supuestos hoy revisables, proponía Kant.
Y de nuevo la pregunta, ¿por qué "nueva religión estética"? "Nueva religión" porque los lazos de vinculación interna entre los ciudadanos no puede anudarlos ya la religión cristiana, incompatible con la autonomía y la libertad individual conquistadas por la modernidad. Hay que pensar en una nueva "religación" en la que esa adhesión a los valores comunes, ese sumarse al propósito y a la causa final de todos no esté determinada por la coacción y el miedo, sino que sea voluntaria y libre. Y "estética" porque lo que más profundamente unifica a los individuos no es nunca algo racional (contra Kant y otros pensadores ilustrados), sino algo afectivo, un sentir común, la adhesión apasionada a unos valores que se comparten. Sólo la educación estética, por tanto, es capaz de articular convicciones básicas de valor e instituir una especie de "unidad del sentir" y una "solidaridad de vida" entre los miembros de una sociedad moderna. De ahí la importancia que adquiere, en este marco teórico, la idea de belleza en el uso publicitario y seductor que de ella hace, para sus fines de autoexpansión y consolidación, el sistema capitalista ya globalizado. Las obras de arte y las estrategias estetizantes se utilizan como símbolo utópico de una idealizada y fascinante realización de la libertad, en la que podemos ver intuitivamente encriptada una imagen de cómo podría ser nuestra vida si esa plenitud de la posesión de la riqueza, del lujo y del disfrute se realizara. Sólo podemos verlo de esta forma, a causa de que lo que la imaginación es capaz de proyectar, no puede explicarse racional y argumentativamente mediante el discurso de la razón lógico-analítica.
En todo caso, lo que subyace a todas estas reflexiones es, como he señalado al principio, un grave problema político: el Estado-máquina, la falta de legitimación, la disolución de los vínculos sociales, la fragmentación, el aislamiento, incomunicación y angustia del individuo moderno. El problema es que se aprovechan todas estas necesidades para generar la ilusión de un falso modo de superación. El uso de una nueva religión estética es, en este contexto, también él un programa político que para nada pretende salir al paso del carácter mecanicista inherente a la concepción analítica y racionalista de la interacción social. La tradicional visión religiosa del mundo garantizaba la permanencia y constitución de una sociedad mediante la consagración de un determinado valor supremo. Es decir, remitía a la esfera de lo sagrado algo existente en la naturaleza o entre los hombres, y de ese modo quedaba fundamentado y justificado el orden social. Fundamentar algo en sentido político no es remitirlo a su causa eficiente, sino referirlo a un valor indiscutible para los hombres de una determinada sociedad. Nuestra realidad capitalista ha logrado establecer que, para los hombres de esta sociedad globalizada, lo único indiscutible, en sentido radical, sea lo que pasa por ser sagrado, todopoderoso, omnipresente, incontestable: el dinero. En virtud de la referencia a lo sagrado (creada simbólica o figurativamente por el arte y las estrategias de estetización), el valor, la actitud y el comportamiento quedan así fijados y justificados socialmente.
Por otra parte, otra de las principales características de la nueva religión estética del capitalismo es su capacidad comunicativa, su poder de conseguir el acuerdo entre los individuos por encima de su nacionalidad, sus creencias o sus historias pasadas. De este modo, por su capacidad de aunar voluntades y lograr el acuerdo intersubjetivo, la seducción de sus valores justifican, a su vez, la adopción generalizada de determinados modos de vida a nivel planetario dentro de instituciones sociales tendencialmente equiparables.
- La nueva religión estética - - Página principal: Alejandra de Argos -
- Detalles
- Escrito por Dr. Diego Sánchez Meca
Es posible que a algunas personas no les sean espontáneamente comprensibles ciertos personajes de Borges. Tienen sensibilidades encauzadas hacia terminales con las que no es fácil conectar muchas veces. Un psicoanalista diría que su principio del placer incluye códigos estrictos de un principio de realidad formado de peculiares gustos y buenas maneras que los identifican y distinguen, entre los cuales destacaría cierto tipo de mundaneidad refractaria a los disfrutes secretos de la espiritualidad. No se puede albergar la menor duda, en cambio, de que Borges tiene una espectacular habilidad para el deporte dialéctico y para la autoexposición de las más inopinadas construcciones imaginarias, todo ello presentado generalmente con grandes dosis de sentido del humor.
Es posible que a algunas personas no les sean espontáneamente comprensibles ciertos personajes de Borges. Tienen sensibilidades encauzadas hacia terminales con las que no es fácil conectar muchas veces. Un psicoanalista diría que su principio del placer incluye códigos estrictos de un principio de realidad formado de peculiares gustos y buenas maneras que los identifican y distinguen, entre los cuales destacaría cierto tipo de mundaneidad refractaria a los disfrutes secretos de la espiritualidad. No se puede albergar la menor duda, en cambio, de que Borges tiene una espectacular habilidad para el deporte dialéctico y para la autoexposición de las más inopinadas construcciones imaginarias, todo ello presentado generalmente con grandes dosis de sentido del humor. En suma, son innegables en él una inteligencia elevada, un saber sólido, y el poder de argumentar.
Borges es, por todo ello, un autor complejo. A veces incluso, para algunos, algo complicado. ¿Será porque, en el fondo, más que un literato es un filósofo?, se han preguntado sus críticos y comentaristas. Así enunciado no es ese mi punto de vista. Desde luego que es un autor complejo, pero no hasta el punto de resultar complicado. Si nos atenemos a los temas que llenan sus relatos y ensayos, es verdad que encontramos una inmensidad de cuestiones y problemas típicamente filosóficos, como, por ejemplo, el tiempo, en concreto su obsesión por el tiempo circular y por la proyección de éste en el espacio y en la causalidad, un tema que se conecta con el del laberinto y con el de la creación recurrente. Y estos, a su vez, inspiran las simetrías, los juegos de espejos, los sistemas de correspondencia y equivalencias de signos, los números y los nombres, las compensaciones y equilibrios secretos que subyacen a lo escrito, la memoria, la identidad, el conocimiento, en fin, la inmensidad de Borges capaz de admirar y sobrecoger a cualquiera. Así, mientras que en los mismos años que Borges escribía sus obras, la literatura alemana seguía la tradición de su Bildungsroman -por ejemplo, en un autor tan representativo en ese momento como era Thomas Mann-, y la literatura francesa e inglesa desarrollaban la literatura de crítica social -como hacían, por ejemplo, un Zola o un Oscar Wilde-, la obra de Borges muestra que el tema de la literatura puede ser, ¿por qué no?, el universo o el conocimiento o el tiempo o el lenguaje, en vez del yo enfermo o la sociedad decadente. Pues bien, mi opinión es que eso no le convierte en un filósofo en sentido convencional.
Añadiría además que se podría ver en Borges un curioso giro literario "contracopernicano", en la medida en que, para él, no es el universo el que gira alrededor del hombre, como pretende la Bildungsroman alemana o la novela de crítica social francesa e inglesa, sino que es el hombre el que gira alrededor del universo. Y eso es de lo que, entre otras cosas, se ocupa mayoritariamente su literatura. Puedo entender que muchos intérpretes y críticos, ante la pregunta de si Borges es un filósofo, se hayan apresurado a contestar demasiado rápidamente que sí. Incluso que lo hayan adscrito a múltiples corrientes filosóficas concretas, por ejemplo a la platónica, a la aristotélica, a la fenomenología, al nominalismo, al idealismo, etc. Mi opinión, matizando lo que he dicho antes -y para ello me apoyo en su propio testimonio-, es que Borges no es un filósofo propiamente hablando, sino un literato que encuentra en la filosofía una fuente continua y recurrente de inspiración.
¿Cuál es la diferencia?, se me podría preguntar. ¿No es eso ser, en buena medida, un filósofo? Pues no, en modo alguno. Porque el movimiento de las obras de Borges no es ir de la literatura a la filosofía para quedarse en el ámbito de ésta, sino, al contrario, ir de la filosofía a la literatura ya que lo que en realidad le interesa de la filosofía es utilizarla como un material con el que diseñar y construir su literatura. Para comprobar esta afirmación basta con preguntarse lo siguiente: ¿qué es lo que hace Borges con la filosofía en cualquiera de sus obras, visto que, si no le consideramos un filósofo, la filosofía inunda buena parte de su literatura? O más resumidamente: ¿qué valor tiene para él la filosofía? Esto lo contesta él mismo de una manera inequívoca.
En su "Historia de la eternidad", en un momento determinado dice refiriéndose a él: "No soy filósofo ni metafísico; lo que he hecho es explotar, o explorar –es una palabra más noble–, las posibilidades literarias de la filosofía. (...) Yo no tengo ninguna teoría del mundo. En general, como he usado los diversos sistemas metafísicos y teológicos para fines literarios, los lectores han creído que yo profesaba esos sistemas, cuando realmente lo único que he hecho ha sido aprovecharlos para esos fines, nada más". Y en otro pasaje de su libro "Ficciones" vuelve a insistir: "Quiere hacerse de mí un filósofo y un pensador; pero es cierto que repudio todo pensamiento sistemático porque siempre tiende a trampear".
En este último texto Borges añade una precisión importante, al referirse a su rechazo del pensamiento sistemático, que me parece conveniente matizar. Pienso que lo que probablemente quiere dar a entender es que no se toma en serio las conclusiones de los filósofos. O sea, que no está dispuesto a aceptar sus soluciones sistemáticas con las que muchos de ellos pretenden cerrar la inquietud del pensamiento en respuestas dogmáticas y definitivas. No se las toma en serio en la medida en que todas estas respuestas "tienden a trampear", dice. Ahora bien, cabe preguntarse: ¿hace lo mismo con las preguntas? Algo fundamental en la literatura de Borges son justamente los interrogantes de la filosofía, sus aporías, su búsqueda incesante de sentido, la mayoría de las veces sin resultado exitoso y concluyente.
No se trata, por tanto, de que Borges no se tome en serio la filosofía sin más, como alguien podría inferir a partir, por ejemplo, de su famosa definición de la metafísica como "una rama de la literatura fantástica". Expresiones como ésta no significan que opte, frente a la filosofía, por un escepticismo radical y absoluto. Al definir así la filosofía, o la metafísica, lo que está queriendo dar a entender es que la filosofía, como la literatura, son ambas operaciones de creación simbólica y conceptual, ninguna de las cuales alcanza una verdad indudable y definitiva. De modo que la literatura no la entiende Borges como la herramienta de un visionario que, en el fondo, está movido por inquietudes filosóficas; al contrario, la filosofía es el material de un escritor cuyo deseo es, ante todo, lúdico, al hacer uso de los problemas filosóficos en sus textos de creación literaria.
Y así volvemos a la tesis que proponía al principio, o sea, que Borges utiliza continuamente la filosofía y los temas filosóficos como material interesante y sugerente para su creación literaria. Lo cual significa que, para él, la filosofía tiene un valor bien determinado, a saber: el de su capacidad para engendrar estéticamente universos paralelos reorganizando las piezas de las diversas ontologías. Pero vuelvo a insistir para que no se me malinterprete: este valor concierne a la literatura y no a la filosofía, cuyas preguntas están dirigidas a este universo. Lo cual, por añadidura, es una demostración de que también en la literatura puede haber filosofía.
Además creo que ésta podría ser una de las claves posibles para entender lo que Borges pretende en muchos de sus relatos y ensayos. Cada uno de ellos abriría al lector a un vértigo, a una magia problemática e inagotable al situarlo ante una multiplicidad indefinida de hechos, de sugerencias, de significados, de enumeraciones que se proyectan y se alargan en una perspectiva infinita. ¡Eso sería su literatura!: la comprensión más original que él tiene de lo que es y debe ser "la" literatura. Por lo tanto, el verdadero tema de la literatura de Borges, más allá de la ficción y de la metafísica que la funda, no es otro que la literatura misma, entendida, en vez de como una manera de conocimiento distinta o tal vez contrapuesta al de la filosofía o al de la ciencia, como el único modo de conocer posible. Eso le lleva a una conclusión bastante cercana, por ejemplo, al pensamiento de la deconstrucción derridiana, en el sentido de que ninguna literatura refleja el mundo o un estado o proceso del mundo, sino que eso sólo lo puede hacer reflejándose a sí misma. Por lo que, en último término, como dicen hoy los textualistas, la literatura no habla más que de ella misma.
Esta es la gran modernidad de Borges. Pues su planteamiento implica la deconstrucción de las pretensiones tradicionales del lenguaje, en general, de expresar un trozo de mundo, o de narrar la subjetividad de un yo. Lo que el lenguaje hace, y por tanto "la literatura" -en especial y de modo paradigmático la suya-, es sustituir el mundo real ordinario por los laberintos ficticios, la multiplicación de las imágenes en los espejos, los enigmas y los símbolos, y sustituir al autor por el narrador o el crítico.
- ¿Borges un filósofo? - - Página principal: Alejandra de Argos -
- Detalles
- Escrito por Dr. Diego Sánchez Meca
Seguramente muchos de ustedes ya sabrán lo que son los mantras. Se trata de sílabas sagradas, esotéricas, que no tienen ningún significado en el lenguaje común y ordinario, pero que pueden, sin embargo, permitir el acceso a los aspectos metafísicos del universo. Este es el caso privilegiado del probablemente más famoso grupo de estas sílabas mántricas, om mani padme hum, sin duda la frase más usada para la meditación y de la que vamos a hablar limitándonos, por esta vez, sólo a su sílaba inicial OM.
En el budismo tántrico tibetano, OM representa la totalidad del universo, o mejor dicho, la esencia mística de ese UNO-TODO que es la no dualidad y que es, en consecuencia, innombrable. OM, por lo tanto, no es una palabra, sino sólo un sonido articulado. O sea -y esto es muy importante- no sirve para designar, para nombrar el TODO-UNO, sino que simplemente es una voz que alude a él, que indica o que simboliza esa no dualidad.
Una palabra, tal como la definen hoy todos los profesores actuales de lengua, es la unión de un significante (que es el sonido) y un significado (que es su contenido semántico, lo que significa), existiendo entre ambos un vínculo convencional por el que tal sonido designa o nombra tal cosa. El mantra, por el contrario, es, como digo, sólo un significante que no nombra ningún significado, sino que sólo lo sugiere, lo recuerda, lo evoca.
Aun así, para que el mantra pueda mostrar, sugerir o permitir el acceso a ese significado al que alude hacen falta estas dos condiciones. La primera es que no basta con que simplemente cualquiera diga OM para que automáticamente, de forma inmediata y como por arte de magia, su sentido metafísico último se haga presente. Para que ese sentido metafísico y místico del mantra se muestre es preciso que OM se pronuncie con una determinada forma de respiración, con un determinado modo de recitarla que únicamente se consigue tras una larguísima y complicadísima práctica de entrenamiento meditativo.
O sea, para captar, intuir y realizar el poder del mantra, no basta simplemente con pronunciarlo, sino que hay que hacerlo vibrar físicamente dentro del propio cuerpo. O dicho esto de otra manera: hay que producir, con la participación de todo nuestro ser -cuerpo y mente-, un canto que se manifieste como un sonido absoluto. Y absoluto aquí quiere decir el hecho de que, al cantarse, el mantra OM tiene que anular cualquier otra percepción que no sea la de su propio sonar. Mientras suena OM todo lo demás debe quedar borrado, cancelado, omitido y olvidado. O en otras palabras: todo debe quedar transformado, transfigurado en ese único sonido que suena excluyente y exclusivamente como OM.
Por lo tanto -y esta es la segunda condición-, el individuo que pronuncia el mantra OM en la meditación no puede tener ya ni otras palabras ni otras sensaciones ni otros pensamientos. Si en el momento de recitar el mantra se logra que todo lo que existe quede condensado, fundido en el sonido OM, entonces ya no se distingue un sí mismo del individuo que canta frente a un mundo de cosas y de ideas como ser del universo pensado o contemplado en la meditación. El sí mismo del que medita se vuelve también sonido OM, desde el momento en el que todo el universo se resume, se condensa y se manifiesta como ese canto o ese sonido OM.
Y así es como la identidad del individuo con el universo, la no dualidad o unidad de los contrarios, se hace real y presente cuando OM vibra como el sonido de la unidad que reúne y que contiene, dentro de sí, la diferencia entre sujeto y objeto, entre yo y mundo. Por ello, y en conclusión: OM como mantra puede realizar esa coincidencia entre yo y mundo, aboliendo la dualidad, porque su canto concreto, vibrante, concentrado durante la meditación puede hacer real y presente de manera verdadera esa coincidencia metafísica entre el sí mismo (Atman) y el ser del universo (Braman).
A la vista de esto resulta interesante proponer alguna explicación de por qué y de cómo un determinado modo de recitar OM puede lograr tal estado de no dualidad. Mi opinión es que eso se consigue porque esa forma de recitar el mantra OM logra vencer la antinomia o la paradoja que existe entre el silencio (que es el dominio de la unidad) y la palabra (que es la expresión de la dualidad). Esta antinomia entre silencio y palabra es, por ejemplo, la que explica por qué sólo el hombre tiene lenguaje y los animales no.
El animal vive siempre en un estado de no escisión, o sea, de unidad de su ser mismo con la naturaleza. No tiene las dualidades que tenemos los seres humanos: en el plano de nuestro pensamiento (dualidad entre palabra y cosa, entre concepto y ser) y en el plano de nuestro comportamiento (dualidad entre ser y deber-ser). Por eso los animales no tienen lenguaje articulado propiamente dicho, sólo emiten sonidos que son como significantes, ni tienen tampoco moral, es decir, no viven la diferencia entre ser y deber-ser, sino que son lo que son y por eso son amorales.
Pues bien, puesto que el ser humano vive consustancialmente siempre en la dualidad del lenguaje hablado, una de las posibles formas de intentar expresar su no dualidad originaria, su unidad o identidad metafísica con el Uno-Todo puede ser el mantra, que no es otra cosa que la paradoja de una palabra silenciosa. Una palabra silenciosa en el sentido de que no dice nada, de que no transmite ningún contenido distinto a su sonido mismo, pero que funciona en el individuo que la recita y en su acto de meditación como un símbolo de transformación
¿Qué es esto de un símbolo de transformación? Pues es un símbolo capaz de superar -de ir más allá de- la diferencia que el lenguaje introduce siempre, por sí mismo, entre significante (sonido presente) y significado (contenido semántico ausente). Lo característico de un símbolo de transformación, como el mantra OM, es realizar la unidad concreta de estas dos cosas. Lo característico del símbolo de transformación es que eso a lo que alude (la no dualidad) -y que es una realidad ausente, desconocida y no alcanzada para el individuo ordinario-, se llega a manifestar en él produciéndole un determinado efecto de transformación y de metamorfosis, un nuevo estado de conciencia.
La sílaba OM no es sólo, por tanto, un símbolo como metáfora que evoca el UNO-TODO, sino que es, debidamente pronunciada y cantada, metamorfosis, transformación del individuo que la recita, en cuanto hace posible la realización de la unidad entre su yo y el universo.
Naturalmente, esta coincidencia se produce sólo de manera instantánea, o sea, sólo como un momento, como un instante en el que algo que antes no se producía, se produce y se experimenta para dejar enseguida otra vez de producirse, cuando el individuo vuelve a su estado de conciencia normal. La experiencia de la coincidencia de yo y mundo no se inmoviliza en una especie de detención atemporal de ese estado como algo definitivamente ya alcanzado, sino que necesita, para continuarse, de la reactualización, de la reiteración una y otra vez de la experiencia de la unidad a través de la producción de símbolos siempre nuevos en la práctica diaria de la meditación.
Me gustaría acabar con un corolario de todo lo dicho a modo de conclusión: para el punto de vista de las filosofías orientales (indias y chinas, en concreto), la verdad no es sólo asunto de la parte intelectual del individuo, es decir, de su razón. Afecta y concierne también, de un modo igualmente importante, a toda su realidad existencial, incluido, de manera esencial, su cuerpo. O sea, la búsqueda de la verdad implica tanto a la mente como al cuerpo. Y eso es lo que significa la idea de que, para alcanzar el estado de no dualidad, el pensamiento tiene de algún modo que salirse del lenguaje -que es el reino propiamente humano de la dualidad-, para hacerse pensamiento del individuo en toda su realidad existencial, cuerpo y mente.
- El canto de lo innombrable- - Página principal: Alejandra de Argos -
- Detalles
- Escrito por Dr. Diego Sánchez Meca
Nuestro mundo -ahora ya globalizado- se mueve y avanza nerviosamente impulsado por la utopía del crecimiento económico y tecnológico indefinidos. Pues mucha gente espera de este avance, con mayor o menor conciencia, la solución de todos los problemas que nos plantean nuestras limitaciones físicas y psíquicas, y los retos que surgen de nuestra vida en sociedad. De un modo u otro se cree que este crecimiento indefinido permitirá por fin a la humanidad, en algún momento futuro más o menos próximo, alcanzar la completa satisfacción de su continua búsqueda de felicidad. Y aunque esto pueda ser sólo un mito, o una fantasía, se trata, en realidad, del mito más extendido y operativo de nuestra época, y el que goza de mejor salud en una civilización que se jacta de haber dejado atrás las supersticiones y los autoengaños para guiarse sólo por la luz de la razón.
Nuestro mundo -ahora ya globalizado- se mueve y avanza nerviosamente impulsado por la utopía del crecimiento económico y tecnológico indefinidos. Pues mucha gente espera de este avance, con mayor o menor conciencia, la solución de todos los problemas que nos plantean nuestras limitaciones físicas y psíquicas, y los retos que surgen de nuestra vida en sociedad. De un modo u otro se cree que este crecimiento indefinido permitirá por fin a la humanidad, en algún momento futuro más o menos próximo, alcanzar la completa satisfacción de su continua búsqueda de felicidad. Y aunque esto pueda ser sólo un mito, o una fantasía, se trata, en realidad, del mito más extendido y operativo de nuestra época, y el que goza de mejor salud en una civilización que se jacta de haber dejado atrás las supersticiones y los autoengaños para guiarse sólo por la luz de la razón.
El desarrollo del modelo capitalista y los espectaculares avances científico-técnicos que se han producido en los dos últimos siglos han transformado de manera importante a las sociedades actuales, pues han hecho que aumenten los niveles de vida allí donde han logrado desarrollarse con éxito. Los índices de bienestar material se han visto elevados muy considerablemente si se los compara con los de los países no capitalistas, o que han permanecido en sus formas de producción y de distribución tradicionales. El logro de la riqueza, por lo tanto, el disfrute de los productos de consumo cada vez nuevos que ofrecen los mercados y la competitividad han impulsado esta utopía de un crecimiento económico y tecnológico indefinidos presentándose como los medios definitivos para conseguir una vida feliz. No es discutible, pues, que la tecno-ciencia, por un lado, y el capitalismo por otro han creado un entorno nuevo en el que las condiciones materiales han mejorado de manera constante.
También es cierto, sin embargo, que este desarrollo ha tenido efectos menos positivos que forman parte del funcionamiento mismo del sistema, como la lucha de clases, la inestabilidad, las crisis, las desigualdades actuales, los riesgos de todo tipo que se siguen de los mismos avances científicos y tecnológicos, en particular la destrucción imparable y cada vez más preocupante del medio ambiente. Al servicio del mercado, el objetivo último de la tecnología es transformar el mundo natural, refractario o indiferente a nuestros deseos, en otro que resulte tan coincidente con nuestras aspiraciones y caprichos que no notemos diferencia alguna entre éstos y lo que podamos obtener de ese nuevo mundo tecnológicamente transfigurado. Un mundo, por tanto, de confort, de comodidad, que nos obedezca sin esfuerzo por nuestra parte, y que se adapte en todo a nuestra imaginación y a nuestra voluntad. Un mundo constituido, en suma, tan sólo por la satisfacción continua de lo que se nos pueda ocurrir y de lo que podamos querer, incluso de aquellas cosas que hubiéramos podido considerar con toda razón inalcanzables.
Todo el conjunto de artefactos tecnológicos o electrónicos comercializados, objetos que nos permiten, por ejemplo, acumular inmensas cantidades de música, películas, fotografías o una biblioteca digital de 25.000 volúmenes en un chismecito que cabe en cualquier bolsillo y cuyas páginas podemos ir pasando con sólo mover un dedo. Toda la variedad de productos informáticos cada vez con más prestaciones y funciones, y cada vez más fáciles de usar, dóciles, sumisos, obedientes, prometen, expresan y ofrecen una felicidad consistente en sensaciones de placer, conmociones de alegría y de sorpresa distribuidas en dosis frecuentes. Todo ello por el módico precio que implica su adquisición y posesión cuando se los compra.
El consumismo, pues, impulsado por la propaganda comercial, ha convertido el poder adquisitivo y los niveles de compra de los ciudadanos de un país en la mejor medida de su grado objetivo de felicidad y de proximidad a la utopía. Porque el poder adquisitivo logrado es lo que justifica el esfuerzo y el duro trabajo, la competitividad y la lucha por la ganancia económica. Ese poder de compra se siente entonces como la justa compensación obtenida para alcanzar y disfrutar de la así merecida felicidad. De ahí el intenso placer que nos produce tirar a la basura las cosas que poseemos y que ya no nos resultan atractivas para comprarnos otras que ahora deseamos. Esta plenitud del disfrute del consumidor es lo que se identifica hoy con la plenitud de la vida.
Andreas Gursky. diptych 99 cent store II. 2001. C Print. © Andreas Gursky
O sea, el volumen de nuestra actividad consumista y la posibilidad de adquirir continuamente nuevos objetos en sustitución de otros, aunque no los necesitemos para nada, es el principal índice con el que se suelen medir hoy distintos elementos de nuestra plenitud de vida, tales como nuestra posición social, nuestra autoestima en el marco de la competición por el éxito, y nuestro mayor o menor sentimiento de autorrealización. En suma, se generaliza la convicción de que las posibilidades de una vida digna, gratificante, una vida que valga la pena vivirse, depende, ante todo y sobre todo, de todo eso que miden las cifras oficiales del crecimiento económico. Las imágenes de la publicidad comercial llenan la pantalla infinita de la sociedad de consumo. El espectador vive en una realidad saturada de imágenes que subordinan su deseo a los fines de la economía del consumo: no hay nada que desear más allá de un cuerpo joven, de la ostentación de un coche de lujo, del glamour de un perfume de impacto. Y los que no compran quedan relegados a la infelicidad.
El problema es que esta utopía tiene consecuencias importantes: la persecución desenfrenada del crecimiento genera un productivismo que destruye el medio ambiente y amenaza con socavar las condiciones de nuestra supervivencia en el futuro. En la declaración final de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente, celebrada en Río de Janeiro en 1992, se puede leer esto: "La causa principal de la degradación continua del planeta es un esquema de consumo y de producción no viable, en particular en los países industrializados". Las propuestas que se hicieron, a partir de esta constatación, para preservar la Tierra se quedaron desde entonces en simple papel mojado. Y veintidós años después las cosas han empeorado mucho: las emisiones de CO2 han aumentado un 10% de media, siendo las de EEUU de un 18%. Con la industrialización de China e India, el CO2 aumenta cada año en 8.000 millones de toneladas. El clima se recalienta, el agua potable empieza a escasear, los bosques desaparecen, muchas especies vivas están en vías de extinción, se disuelve la capa de ozono, proliferan las lluvias ácidas, se agotan y contaminan las aguas subterráneas...
En suma, nuestra mentalidad consumista hoy dominante y cada vez más globalizada, tanto en economía como en política, no es capaz de responder a los retos globales que pesan sobre el futuro del planeta. Se tiene la sensación de que la máquina de producción y consumo marcha incontroladamente hacia la destrucción progresiva de las condiciones materiales de supervivencia, y es ingenuo pensar que vaya a detenerse para cambiar su velocidad y su rumbo.
¿Significa esto una crítica retrógrada a la tecnificación y al progreso socioeconómico? Pues no necesariamente. Lo que se debería plantear es la cuestión de cómo continuar mejorando las condiciones de vida de más gente sin hundirla en un modelo productivista-consumista "utópico", y este adjetivo significa en este contexto entonces disparatado, engañoso, mítico y nefasto para la humanidad y para el planeta. Hoy la protección del medio ambiente es un problema mundial, como lo es también la necesidad de justicia social, la paz entre las naciones, la defensa de los derechos humanos, y tantas otras cosas más. Por ello los retos son grandes, porque no se trata sólo de cambiar la mentalidad, sino, más aún, de cambiar la forma de vivir de casi todo el mundo. Y esto no es en absoluto probable que vaya a suceder. No obstante, es urgente mirar hacia delante y buscar alternativas, trabajar en medidas de reorganización y de autoprotección, y combatir esta especie de tanatopolítica anti-ecológica que se practica desde la inconsciencia y desde la miopía que mira sólo el corto plazo.
- Mirar hacia delante - - Página principal: Alejandra de Argos -
- Detalles
- Escrito por Maira Herrero
Archive of Svetlana Alexievich
Svetlana Alexievich es el nombre de la ganadora del último Premio Nobel de literatura, una mujer nacida hace 68 años en Stanislaviv (Ucrania). A finales de los 60 se trasladó a la capital de Bielorrusia, Minsk, donde estudió periodismo y donde ha desarrollado gran parte de su actividad profesional. Su lengua materna, el ruso, es el vehículo de todo su trabajo y forma parte de los escasos ejemplos de un Nobel de Literatura asociado a una obra de no-ficción. Theodor Mommsen, Winston Churchill y Solzhenitsyn fueron igualmente galardonados por sus investigaciones históricas.
Su obra denuncia desde las voces de sus protagonistas algunas de las crisis más importantes ocurridas en la Unión Soviética durante el siglo XX - La Segunda Guerra Mundial, la guerra en Afganistán, el desastre nuclear de Chernobyl o el Colapso de la Unión Soviética- . Alexievich inventa un nuevo género literario donde el lector se topa con la verdad descarnada desde lo más profundo del dolor del alma humana.
La Guerra no tiene rostro de mujer es prácticamente una tesis doctoral sobre la actuación de las mujeres de la Unión Soviética en el campo de batalla durante La Segunda Guerra Mundial. El libro se compone de microrrelatos y pequeñas historias de aquellas mujeres que se jugaron la vida por su país pero que nadie hasta ahora se había acordado de ellas. Alexievich recuerda como siendo ella una niña escuchaba a las mujeres del pueblo contar historias de la guerra. Aquello se le quedó grabado y quiso saber más. Siendo ya periodista comenzó a entrevistar a cientos de esas mujeres que habían servido en el ejército rojo durante la Segunda Guerra Mundial y sus monólogos fueron construyendo una cartografía riquísima sobre el papel y la visión de las mujer durante este periodo tan terrible de nuestra reciente historia. Mujeres supervivientes a situaciones terriblemente difíciles, trágicas y dolorosas que nos resultan inimaginables hoy en día. Todas esas vivencias contadas desde la memoria de lo más íntimo de sus protagonistas, conforman una obra coral cuyo resultado es una única historia – lo que significó la guerra contra el invasor alemán para las mujeres rusas y el sentido que ellas tenían de la patria -. Alexievich consciente de la dureza del relato y de la veracidad de cada una de las palabras que concatenan las historias concede alguna tregua al lector frivolizando sobre las pequeñas cosas que conforman la vida cotidiana de cualquier ser humano, incluso en la guerra. Una prosa limpia y sin artificios resuelve con brillantez las dificultades que entraña hablar de sentimientos, siendo capaz de transmitir una empatía con sus entrevistadas que no dejan duda de la veracidad de sus relatos y que impregnan todo el libro de una fuerza incontestable.
World War II Soviet female snipers, unknown author
La Guerra no tiene rostro de mujer, escrito en 1983, se publicó en Rusia en 1985 con la llegada de la perestroika y su éxisto en la Unión Soviética fue espectacular. En España su publicación ha coincidido con la concesión del Premio Nobel de Literatura.
Este no es un libro más sobre la guerra, ni sobre la barbarie de nuestro tiempo, sino una reflexión sobre muchas de las esperanzas puestas en una ilustración frustrada por los acontecimientos que van conformando la historia. Cuando Lyotad habló en 1979 de la crisis de los grandes relatos frente a la multiplicidad de las pequeñas historias cuya variedad resulta irreductible, puso de manifiesto lo que Alexievich hace a diario, mantener la identidad de cada uno de sus interlocutores sin quebrar la credibilidad de la narración.
Recomendar su lectura me parece una osadía por mi parte, pues como dijo Kafka, este es un libro que merece nuestra atención, se nos clava como un hacha, resquebrajando lo que está congelado en nuestro cerebro y en nuestro espíritu.
World War II sniper Roza Shanina with her rifle, 1944. Photo by A. N. Fridlyanski
- La guerra no tiene rostro de mujer. Svetlana Alexievich - - Alejandra de Argos -