Alejandra de Argos por Elena Cue

Siete siglos después de su paso por este mundo, la figura de Guillermo de Ockham ha ido creciendo hasta adquirir el carácter de leyenda. Ha contribuido a ello “El nombre de la rosa”, la novela de Umberto Eco, llevada al cine, en la que el fraile franciscano investiga una serie de crímenes en la abadía de Melk y se enfrenta al poder papal y al inquisidor dominico.

 Guillermo Ockham

El franciscano Guillermo de Ockham sostuvo que no existen las ideas universales, sino la experiencia de los seres únicos e irreductibles

Siete siglos después de su paso por este mundo, la figura de Guillermo de Ockham ha ido creciendo hasta adquirir el carácter de leyenda. Ha contribuido a ello “El nombre de la rosa”, la novela de Umberto Eco, llevada al cine, en la que el fraile franciscano investiga una serie de crímenes en la abadía de Melk y se enfrenta al poder papal y al inquisidor dominico.


Ockham nació en un pequeño pueblo cercano a Londres en torno al año 1285, tomó los hábitos y estudió teología en Oxford. Fue acusado de herejía y probablemente salvó su vida gracias a la protección de Luis de Baviera. No sólo se atrevió a cuestionar el dogma de la infalibilidad del Papa, sino que además atacó a Juan XXII y a los dominicos por su afán de acumular riquezas. Murió de peste en Munich en 1339.

 

Guillermo de Ockham

Guillermo de Ockham. Vidriera Iglesia de Surrey, via Wikimedia Commons

 

Dejo una vasta obra en latín, publicada en 17 volúmenes en los años 70 por una universidad católica de Nueva York. A pasar de la menguada difusión de sus escritos, no es exagerado decir que su influencia en el empirismo inglés fue enorme, al igual que en otros pensadores como Leibniz y Kant.


El pensamiento de Ockham supone una ruptura radical con la escolástica de Santo Tomás de Aquino, que había muerto 70 años antes del nacimiento del fraile franciscano. La idea central de la filosofía de Santo Tomás, basada en Aristóteles, reside en que la realidad es cognoscible por el entendimiento. Ockham impugna esta tesis. Pero todavía va mucho más lejos al negar que exista un derecho natural, basado en la razón. No es extraño que provocara tal rechazo en la jerarquía eclesiástica, que veía en él un peligroso heterodoxo en unos tiempos en los que quienes se apartaban del dogma eran enviados a la hoguera.


El llamado Doctor Invincibilis era un sabio que abarcaba todos los conocimientos de su época, un hombre austero y frugal que desdeñaba cualquier lujo o comodidad. Pero nunca aceptó ninguna autoridad por encima de su propio criterio, lo que le llevó a reivindicar el derecho subjetivo, es decir, la autonomía del individuo frente a una autoridad superior.


Ockham sostuvo que no existen ideas de validez universal, ya que el conocimiento es una mera abstracción a partir de la experiencia. Lo único que percibimos son las cosas concretas, la pluralidad de los seres a los que ponemos nombres. Por tanto, no es posible afirmar que hay un género humano con unos atributos que englobe a toda la especie. Lo que existe es Sócrates como ser irrepetible y único.


En este sentido, los conceptos no son más que la denominación que damos a las cosas: “Non plus quam vox est sui significati”. Lo que se puede traducir como que sólo existen signos en nuestra mente que nos permiten ordenar la realidad, pero no ninguna idea universal que nos ayude a comprender la naturaleza humana o la esencia de Dios. Dirá, por ello, que “el universo no es producido, sino que resulta de una operación abstractiva, que no es otra cosa que una especie de ficción”.


A esto se le ha llamado nominalismo, aunque Ockham no encaja en este movimiento porque cree que sí que existe una verdad superior, que reside en Dios. A ella podemos acceder mediante la fe, la única fuente de conocimiento seguro. Afirma que el Supremo es el creador del orden existente, pero podría haber creado otro porque su voluntad no está atada a ningún mandato. De forma provocativa, pero muy expresiva, señalará que el Hijo de Dios podría haberse encarnado en un asno. Luego matiza este enunciado al subrayar que Dios no puede contradecirse ni destruir el mundo que él ha creado.


Ya se observa que hay un rechazo a la metafísica dominante en la época y a la herencia de Aristóteles y Platón. Fue este fraile franciscano el que dio nombre a la famosa “Navaja de Ockham”, que, dicho de forma simplificada, consiste en que la explicación más acertada es siempre la más simple. Esta idea quedó formulada en una máxima a la que recurrió también Bertrand Russell: “Entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem”. Ello significa que no hay invocar hipótesis más complejas cuando existe una causa suficiente de los fenómenos.


La concepción de la ética de Ockham se aproxima al imperativo categórico de Kant al sustentar que no existe un orden natural que justifique una norma positiva, por lo que el hombre tiene que actuar en base a los designios de Dios. Esa voluntad es interpretable y no depende de la autoridad papal ni eclesiástica. Lutero estuvo muy influido por esta noción que implicaba una relación directa entre el hombre y el Supremo Hacedor.


Ockham fue un pensador singular que cuestionó los dogmas dominantes en su tiempo y se adelantó cuatro siglos a filósofos como Locke o Hume, que siguieron el camino que este franciscano había trazado con su escepticismo sobre la escolástica medieval. Su legado sigue vivo.

 

 

Grandes Filósofos - Guillermo de Ockham

 

https://www.youtube.com/watch?v=ZlBtXYubyow

 

 

 

- Guillermo de Ockham. Las cosas son palabras -                                - Alejandra de Argos -

A quien conocemos hoy como Marco Aurelio nació el 6º día de las calendas de mayo del año 121 de nuestra era. Pertenecía a la gens Annia, una familia de la nobleza romana cuyos antepasados habían ocupado en varias ocasiones el consulado, la máxima magistratura de Roma. Su padre, Annio Vero, murió siendo pretor cuando Marco era niño, por lo que su abuelo, del mismo nombre, se hizo cargo de su educación.

Marco Aurelio Louvre

El caso Marco Aurelio

A quien conocemos hoy como Marco Aurelio nació el 6º día de las calendas de mayo del año 121 de nuestra era. Pertenecía a la gens Annia, una familia de la nobleza romana cuyos antepasados habían ocupado en varias ocasiones el consulado, la máxima magistratura de Roma. Su padre, Annio Vero, murió siendo pretor cuando Marco era niño, por lo que su abuelo, del mismo nombre, se hizo cargo de su educación.

El futuro heredero del Imperio se interesó por la filosofía siendo aún un niño gracias a algunos profesores que le introdujeron en la lectura de los filósofos estoicos y peripatéticos. En el libro I de la única obra suya que escribió, las Meditaciones, se muestra agradecido especialmente con Junio Rústico, filósofo estoico que le regaló un ejemplar de las Disertaciones de Epicteto (Med. 1. 7), y con Claudio Severo, peripatético que le enseñó «que el gobierno debe basarse en la libertad de expresión y la igualdad ante la ley y que el gobierno del principado debe respetar sobre todo la libertad de sus súbditos» (Med. 1. 14). Junto a la filosofía, cultivó también las habilidades retóricas con el sofista Herodes Ático y con el rétor latino Marco Cornelio Frontón, cuya relación conocemos muy bien tras el descubrimiento de la correspondencia entre ambos a principios del siglo XIX.

A los doce años comenzó a vestirse como los filósofos: usaba el manto griego, más tosco que el romano, y solía acostarse en el suelo, hábito este que hubo de cambiar, ante la insistencia de su madre, por un lecho cubierto con pieles. Desde muy pronto el emperador Adriano se había mostrado interesado por este niño sencillo y apegado a los estudios. La simpatía que sintió por él fue tal que persuadió a su sucesor, Antonino Pío, para que lo adoptara y le ofreciera a su hija Faustina como esposa.

Marco Aurellio Museo Metropolitano

 

Durante el principado de Antonino Pío (138-161), colaboró con su padrastro en algunas labores de gobierno, ocupando en varias ocasiones el consulado. Sin embargo, su carácter no se interesó por la formación militar y apenas salió de Italia. Profundamente piadoso, su administración se caracterizó por la recuperación de las antiguas tradiciones de los romanos. A su vez, fue consciente de la importancia de facilitar a los esclavos la máxima cantidad posible de oportunidades para conseguir la libertad y favoreció las instituciones de ayuda a huérfanos.

En 166 d. C., cinco años después de convertirse en emperador, se produjo la invasión de la zona oriental del imperio por los partos. Desde ese momento y hasta el final de su vida, Marco Aurelio hubo de convertirse en el caudillo militar que había evitado ser. La pacificación de las fronteras orientales fue un éxito, pero el regreso de las tropas a Roma trajo consigo una epidemia de peste devastadora. En 175, Avidio Casio, que ocupaba el cargo de gobernador de Siria, se declaró emperador de la parte oriental del Imperio. Dion Casio, historiador romano del s. II d.C., nos transmite que Faustina alentó la rebelión. Tras unos meses inciertos, el rebelde fue asesinado por un centurión y su cabeza presentada al emperador como prueba de su muerte. Marco Aurelio rechazó verla y se ocupó de que la correspondencia del gobernador sublevado fuese quemada al instante, quizá para no dejar pruebas de la implicación de su esposa en la rebelión.

 

Marco Aurelio ofreciendo sacrificio

Marco Aurelio ofreciendo sacrificio en el templo de Jupiter en agradecimiento por los exitos contra las tribus germanicas

 

Marco Aurelio falleció en algún lugar cercano a la frontera norte del Imperio el 17 de marzo de 180 a. C. a la edad de 59 años. Desconocemos la causa de su muerte, sobre la que se ha especulado mucho, incluso en el cine. De acuerdo con uno de sus más ilustres biógrafos, Anthony Birley, lo más verosímil es que cayera víctima de la peste, pero no puede descartarse el envenenamiento infligido por un cercano partidario de su hijo y sucesor, Cómodo. Sea como fuere, nuestro filósofo no gozaba de buena salud, la cual podría haberse visto agravada por los largos periodos de guerra en el norte.  

Marco Aurelio ha sido un personaje simpático para la historiografía hasta hace algunos años y, en general, puede decirse que la tentación de ver en él la realización práctica del ideal platónico de gobernante filósofo ha sido imposible de refrenar. Sin embargo, la tendencia ha cambiado, quizá de manera extrema, en los últimos años. En 1954, dos psiquiatras franceses, Robert Dailly y Henri Van Effenterre, analizaron los rasgos psicológicos de Marco Aurelio en lo que denominaron Le cas Marc Aurèle: essai de psichosomatique historique (El caso Marco Aurelio: un ensayo de psicosomática histórica). Para los dos analistas, el emperador fue un hombre débil, indeciso, con una imperiosa necesidad de rodearse de hombres fuertes y seguros de sí mismos. Otros autores, como T. W. Africa, han defendido que las Meditaciones se encuentran impregnadas de ideas que el emperador escribió bajo los efectos del opio. En su biografía,  publicada en 2008 bajo el título Marco Aurelio. La miseria de la filosofía, Augusto Fraschetti nos muestra un emperador ambicioso y despiadado, obsesionado con el exterminio de los cristianos y filosóficamente hipócrita. Para el historiador de la filosofía cuyo objetivo es interpretar con rigor los textos filosóficos, su posición como emperador quizá pueda ayudarnos a comprender algunas de las tensiones existentes entre el discurso filosófico y el ejercicio del poder. Por ello, expuestos someramente los acontecimientos más significativos de su vida, conviene detenerse ahora en el contexto filosófico en el que Marco Aurelio creció y alcanzó su madurez intelectual.

 Marco Aurelio

El estoicismo romano entre los ss. II a. C. y II d. C.

Una de las primeras preguntas que debemos formular al introducirnos en la obra de Marco Aurelio es qué tipo de filosofía nos encontramos en sus páginas. Tradicionalmente, la historiografía ha señalado con mucho acierto a nuestro autor como representante del estoicismo imperial romano. Sin embargo, esta apreciación resulta tan cierta como insuficiente. La razón de esto es que la etiqueta «estoicismo» resulta confusa a la altura del s. II d. C. porque no permite apreciar las transformaciones habidas en esta filosofía derivadas de las inevitables transferencias entre las distintas corrientes filosóficas de la época. Por otro lado, parecería que el estoicismo era una teoría homogénea, cuando se trata de una filosofía que en Roma tuvo distintos usos e interpretaciones. Entre ellos, un uso político que influyó fuertemente en nuestro emperador. En la concreción de estos dos aspectos es donde vamos a hallar las especificidades de un texto tan peculiar como el de las Meditaciones.

Al entrar en contacto con Roma como consecuencia del proceso de helenización producido en el siglo II a. C. (Rawson, 1985, 3-18), la filosofía estoica resultaba una buena candidata entre las distintas propuestas griegas por ofrecer algunos vínculos con el carácter profundamente puritano y piadoso de la sociedad romana. Este hecho no evitó, sin embargo, que el ajuste del estoicismo con las tradiciones romanas fuera en un primer momento conflictivo. Esto se debe a que en su origen la filosofía estoica había sufrido una fuerte influencia del estilo y la concepción del mundo cínicos. Su fundador, Zenón de Citio, había sido discípulo de Crates, un filósofo que, a su vez, se declaraba continuador de las enseñanzas del cínico Diógenes de Sínope. Aunque Zenón recibió también las enseñanzas de Polemón, escolarca de la academia platónica, acusó la influencia de su maestro cínico sobre todo en el plano de la filosofía moral y política. La extrema forma de vida cínica, que concebía al ser humano como un animal más entre los existentes, se despreocupaba por las convenciones sociales y hacía gala de una libertad de expresión corporal y de palabra que ninguna otra escuela quiso o supo imitar. Los cínicos eran, además, estrictos moralistas que apelaban a los hombres y mujeres de su tiempo para vivir una vida acorde con la naturaleza y despreocupada de las convenciones sociales. En una obra que trataba de dar respuesta a la República de Platón, Zenón planteaba una ciudad de sabios en la que los valores estoicos, muy impregnados de estos elementos cínicos, constituían el ideal de vida buena. Si bien es cierto que los sucesores de Zenón, fundamentalmente Crisipo de Solos, concedieron menos importancia a estos aspectos, es al entrar en contacto con la cultura romana cuando se producirá una modificación sustancial del ideario ético estoico.

El primer contacto del estoicismo griego con las elites gobernantes romanas es un fenómeno tan interesante como desconocido. Carecemos de textos que confirmen o desmientan muchas de nuestras intuiciones. Su primer impulso fue de recelo hacia la filosofía y la retórica griegas, pues parecían estar abiertas a cuestionar muchos principios y tradiciones que los romanos consideraban fundamentales para el mantenimiento del equilibrio político de la República. La reacción del Senado tras la embajada del 155 a. C. es prueba de esta desconfianza (García Fernández 2001, Mas 2020). Pese a ello, la cultura griega caló de manera muy profunda entre las familias patricias, que comenzaron a frecuentar Atenas y otros lugares de Grecia como un periodo más de su proceso formativo. En el siglo II a. C. algunos filósofos griegos fueron admitidos en los círculos de la clase dirigente romana. Uno de los más importantes fue Panecio de Rodas, escolarca estoico que vivió durante años en Roma en contacto estrecho con el llamado Círculo de los Escipiones. La versión paneciana del estoicismo, que conocemos fundamentalmente por Cicerón, nos presenta una ética despojada totalmente de elementos cínicos. Una ética que fundamenta filosóficamente las viejas tradiciones romanas (los mores maiorum), convertidas en criterio para la determinación de todo comportamiento virtuoso. Donde Zenón hablaba de una república de sabios, Panecio hablará de un gobierno mixto, esto es, de la versión de la República patrocinada por el Círculo de los Escipiones, y donde los estoicos hablaban de los deberes para con el logos providente (los katorthomata), el filósofo de Rodas hablará de los deberes medios (los kathekonta), esto es, los deberes sociales que todo ciudadano romano ha de cumplir con la patria y con sus conciudadanos. Es en este momento cuando la ética estoica alcanza ese rigorismo conservador y piadoso que observamos en el discurso de Marco Porcio Catón, el Joven, en el libro III del Del supremo bien y del supremo mal de Cicerón.

 

Marco Aurelio a Caballo

Marco Aurelio escribiendo filosofía a su hijo 

La de Catón es una figura esencial para el estoicismo romano posterior. Nieto de Marco Porcio Catón, el Censor, referente del tradicionalismo romano, vinculó su posición estoica con la defensa de los mores maiorum y las instituciones republicanas. A partir de entonces, en la literatura y la filosofía romanas, Catón pasó a ser la versión más acabada del modelo de sabio estoico nunca antes encarnado, ni siquiera en la figura del fundador de la escuela. Fue a través de este modelo como durante el s. I d. C., ya en época imperial, el estoicismo se erigió en la filosofía que atesoraba la nostalgia por los valores republicanos perdidos. Prueba de ello son las obras de autores muy cercanos al estoicismo como Tácito o Lucano. El modelo de sabio no fue nunca en Roma el habitante de la Politeia de Zenón, sino un romano virtuoso que, como Catón, había dado su vida por las libertades y tradiciones romanas. En la práctica, estas ideas se hallaban vinculadas con la defensa de las atribuciones del Senado. Por ello, no debe extrañarnos que estoicos declarados protagonizaran revueltas y conspiraciones contra algunos emperadores poco virtuosos y de tendencias tránicas. Personajes como Trasea Peto, Helvidio Prisco o los mismos Séneca y Lucano jugaron de una u otra forma este papel de defensa de las libertades republicanas en época de Nerón o Domiciano. Recogían el testigo de la lucha contra la tiranía, que en el imaginario estoico habían recibido del ejemplo de Catón, pero también de Bruto o de Casio, todos ellos resistentes ante la tiranía de César. Aunque los estoicos de época imperial a los que he hecho referencia perdieron su vida por liderar o participar en este tipo de conspiraciones, sus ideas sobre las libertades y virtudes tradicionales romanas fueron asumidas, al menos en parte y con matices distintos, por Nerva y sus sucesores. De manera que Marco Aurelio, al entrar en contacto con la tradición estoica, recibió también una determinada tradición política que sus inmediatos antecesores, si no aprobaban, habían en parte tolerado.

Evidentemente, ningún emperador romano podía ni quería instaurar los poderes que el Senado había ostentado en tiempos de la República, tampoco Marco Aurelio. Pero es interesante comprobar cómo el estoicismo, además de una doctrina filosófica, implicaba para él una conexión con cierta tradición política alejada de pretensiones tiránicas. La comparación de Nerón con una bestia en Med. 3. 16 confirma esta idea.

 

Marcus Aurelius. AR Denarius 793591

 

Junto a esta vertiente política, conviene destacar un segundo elemento que va a resultar decisivo para clarificar qué entendemos por estoicismo a la altura del siglo II d. C. Durante los dos siglos anteriores, la filosofía estoica no solo había ofrecido inspiración a un determinado ideal político, sino que había mostrado, por su ductilidad, un extraordinario influjo en otros ámbitos de la cultura como la literatura, el arte o el derecho. Este ascendiente se encontraba ya en época de Marco Aurelio en claro declive. El estoicismo del s. II se encuentra impregnado de elementos procedentes de la recepción romana de otras filosofías, no solo la platónico-aristotélica, que es constitutiva de la versión paneciana del estoicismo, sino de otras corrientes místicas y religiosas como el pitagorismo, el gnosticismo, el hermetismo o el cristianismo (Pohlenz, 2022, 459 y ss.).

Es imposible analizar en este momento con precisión todas estas corrientes filosóficas y religiosas cuyas intersecciones, préstamos y controversias fueron abundantísimas. Como ha señalado E. R. Dodds (1975, 28), cuando Marco Aurelio define la vida como un punto en el tiempo infinito o el filo de un cuchillo entre dos eternidades y el estruendo de las armas como una riña de cachorros por un hueso está expresando una idea general que encontramos en el magma filosófico-religioso de su época: el tópico que esboza la condición humana como una representación, como algo irreal similar a las recepciones llenas de la pompa y el boato de la corte. Las discusiones gnósticas y pitagóricas acerca de la materia como origen del mal y la imperfección del mundo que recibimos por medio de los sentidos frente a un mundo ideal trascendente, que tanto repercutirán en la filosofía cristiana, tienen en el s. II d. C. un amplio desarrollo teórico.

 

 Estatua Marco Aurelio

 

Las «Meditaciones»

Meditaciones, Soliloquios o A sí mismo han sido las formas en que los numerosos traductores de Marco Aurelio han vertido al castellano el manuscrito que este nos legó bajo el título Τὰ εἰς ἑαυτόν. Sabemos que el texto fue elaborado durante los últimos años de su vida, a menudo en los periodos más intensos de la Guerra de los Marcomanos y, estilísticamente, es un claro ejemplo de lo que en griego suele llamarse hypomnema, una serie de notas personales temáticamente variadas y sin orden cronológico. Pero, sin duda, lo más peculiar de las Meditaciones, que es el título más generalizado, es que se encuentran escritas en forma de un diálogo cuyo interlocutor es él mismo.

La obra está ordenada en doce libros divididos en kephalai o epígrafes breves. Cada uno de ellos contiene una reflexión sobre temas muy diversos, como veremos a continuación. A pesar de su cuidado estilo, el texto contiene múltiples repeticiones y abordajes excesivamente reiterativos que en general pueden hacer de su lectura una experiencia tediosa, aspecto este que no reduce su enorme interés para el pensamiento romano.

Pierre Hadot, uno de los analistas más interesantes de esta obra, concibe las Meditaciones como ejercicios espirituales elaborados por escrito. Para este estudioso, el estoicismo romano consistiría en una sabiduría práctica destinada a guiar a los individuos hacia una forma de vida cuyo horizonte es el ideal de sabio. Entre esos ejercicios, que conocemos gracias a Filón de Alejandría, se encuentran las meletai (meditaciones) y la enkrateia o dominio de uno mismo (Hadot, 2006, 27). La tesis de Hadot resulta muy interesante y, en su momento, abrió una fructífera línea de investigación que ponía el foco en el carácter práctico de una filosofía cuyo interés para los estudiosos modernos había sido fundamentalmente teórico. Ahora bien, es evidente que ejercitarse como estoico no fue la única motivación para redactar las Meditaciones. Como trataré de mostrar, estamos ante un texto extremadamente complejo y con muchos niveles de lectura.

 

marco aurelio redactando las meditaciones

Marco Aurelio redactando las meditaciones

 

Entendamos o no las Meditaciones como ejercicios espirituales, lo que no se puede negar es que, pese a su tendencia a la reflexión abstracta, conciben la filosofía como un instrumento para conservar la tranquilidad en un mundo frecuentemente hostil. Así lo expresa nuestro autor cuando afirma:

¿Qué queda pues para acompañarnos?: una sola cosa, la filosofía. Es decir, mantener a nuestro genio interior (δαίμων) sin que sufra afrenta ni daño alguno, por encima de placeres y dolores […] Y, sobre todo, que aguarde la muerte con entereza de ánimo, porque la muerte no supone sino la disolución de los elementos que constituyen un ser vivo. Si para estos elementos no resulta terrible estar en continuo cambio, ¿por qué hemos de temer el cambio y la disolución de todo? Todo ello está regido por la naturaleza; y nada es malo si es conforme a la naturaleza (Med. 2. 17).

La filosofía tiene por objeto preservar el genio interior, que actúa como nuestro soberano. «Una mente libre de pasiones» -dice nuestro autor- «es una verdadera ciudadela: nadie tiene una fortificación más sólida donde refugiarse y permanecer libre por siempre» (Med. 8. 48). La filosofía nos recuerda que, ante todo, nos debemos fidelidad a nosotros mismos, a nuestro hegemonikon, la parte del nous (que es la palabra que Marco Aurelio utiliza para referirse al logos) portadora del pensamiento que nos guía siempre conforme a nuestra constitución y nos preserva de los males exteriores: «Pues aunque hemos nacido por causa de los demás, nuestra conciencia interior posee su propia y peculiar soberanía» (Med. 8. 56).  La vía para conseguir este objetivo pasa por las tres acciones a las que se refiere el texto citado:

a) Negar el asentimiento a los placeres y los dolores.

b) Someter la propia actuación a la legislación de la naturaleza.

c) Considerar la muerte como una transformación más de los elementos de los que estamos compuestos en orden a aguardarla con entereza de ánimo.

¿Qué significa negar el asentimiento a placeres y dolores? La Estoa enseñaba a distinguir entre los hechos que suceden y su interpretación. Observemos un hecho dado, por ejemplo, una casa ardiendo. El hecho en sí mismo no tiene por qué perturbarme, pues puede haber sido provocado por una explosión controlada. Ahora bien, imaginemos que esa casa es nuestra casa y que el fuego se ha producido de manera incontrolada y negligente. Lo más probable es que nuestra reacción al ver la casa en llamas sea muy distinta, a pesar de que se trata del mismo hecho. El estoico no niega el hecho en sí, sino esa determinada interpretación que permite nacer en el alma una pasión. Para él, asentir significa que el hegemonikon da paso a una interpretación, en este caso un sentimiento de miedo y tristeza, ante la visión de las llamas. Asentir o no a una interpretación implica por tanto un ejercicio de voluntad: el estoico recibirá una fuerte impresión tras una primera visión del hecho, pero inmediatamente se repondrá y decidirá impedir el acceso a aquella interpretación que haga surgir en él una pasión. De esta manera, no verá su hogar ardiendo, sino sencillamente algo tan natural y cotidiano como piedras, madera, tela y plástico formando una gran hoguera.

Marco Aurelio reflexiona en muchas ocasiones sobre la conveniencia o no de prestar asentimiento a ciertas interpretaciones habitualmente válidas entre los humanos. Antes de hacerlo, conviene preguntarse sobre el carácter de los hechos, esto es, sobre qué significa realmente conforme a su naturaleza. Solo así estaremos en disposición de discernir si tales interpretaciones son correctas o erróneas:

Así como tenemos cierta idea aproximada de lo que son las carnes, los pescados y otros alimentos semejantes y sabemos que esto es un pescado, un ave o un cerdo; y también que el vino falerno es mosto fermentado, y la toga pretexta es lana de oveja teñida de púrpura; y que la relación sexual es una fricción del bajo vientre a la que acompaña la eyaculación de una secreción y cierto movimiento espasmódico; ¡y lo bien que alcanzan estos conceptos a definir sus objetos y penetrar en ellos hasta hacernos ver lo que son!; pues de igual modo hay que actuar a lo largo de la vida: cuando te parezca que las cosas merecen la pena, desnúdalas y observa su valor así desnudas, y despójalas de la descripción de que tanto se jactan (Med. 6. 13).

El lector actual de las Meditaciones hallará dificultades en descubrir en cada caso concreto cuál sea la interpretación correcta según la naturaleza de cada cosa. Marco Aurelio contestaría que no es fácil saberlo, pero que precisamente para eso sirve la filosofía. A través de ella, como hemos visto, aprendemos a conocer precisamente nuestra naturaleza propiamente humana, distinta de la de los dioses y los animales. Solo los asuntos que afectan a la naturaleza del ser humano nos competen, y los demás, esto es, aquellos que no afectan ni perfeccionan dicha naturaleza, deben causarnos indiferencia. Pero ¿cuáles son estos asuntos? Para Marco Aurelio, aquellos que nos permiten alcanzar el fin, que no es otro que el bien.

La tradición del estoicismo romano a la que he hecho antes referencia concretó el supremo bien del hombre en un sentido moral, de manera que, ya desde tiempos de Cicerón, este bien al que nuestro emperador se refiere ha de entenderse en sentido práctico como honestas o integridad moral. El ser humano cumple su fin -que es lo mismo que afirmar que actúa conforme a su naturaleza- comportándose de manera virtuosa. El criterio para discernir esto es cognitivo y requiere someter nuestra actuación siempre a la razón (Med. 3. 9, 4. 29).

 

 Marcus Aurelius writing

 

Siguiendo a Platón, los estoicos romanos concretaron el comportamiento honesto en cuatro virtudes específicas: la sabiduría, la prudencia, la valentía y la justicia. Marco Aurelio hace referencia a ellas, pero no de una manera sistemática. La definición moral del supremo bien del ser humano nos lleva a rechazar no solo los comportamientos moralmente reprobables como la mentira, la vanidad o la injusticia, sino que nos ofrece útiles indicaciones sobre la importancia que deben tener aquellas situaciones o comportamientos que, sin resultar contrarios a la virtud, en nada contribuyen a la perfección moral, tales como la fama, el estatus social o la riqueza. En la medida en que resultan indiferentes para la realización del supremo bien humano debemos observarlos con total impasibilidad.

Con la misma actitud hemos de afrontar todas las transformaciones que se suceden en la vida humana. Cada uno de nosotros formamos parte de un engranaje dirigido por el logos providente. Asimismo, cada movimiento del universo conlleva un reajuste de estas piezas y una pequeña, a veces imperceptible, modificación. Para el ser humano, la más importante se produce al nacer y al morir, pero es la muerte la que normalmente nos aflige, pues somos conscientes de la finitud de nuestra existencia. Esta interpretación de un hecho inevitable como es la muerte resulta para nuestro filósofo contraria a nuestra naturaleza finita. ¿Por qué afligirnos ante la idea de la muerte si la vida es por naturaleza limitada? ¿No estamos con ello caminando en sentido contrario a la virtud? Para Marco Aurelio la propia muerte es un indiferente: algo que nos ocurrirá como ha ocurrido a todos los humanos que nos antecedieron y ocurrirá a todos los que nos sucedan.

Parece un mensaje duro e insensible, pero Marco Aurelio no deja espacio a ninguna clase de debilidad emocional: todo lo que sucede -afirma en muchos pasajes de las Meditaciones, como 4. 3, 6. 10, 7. 32, 8. 17- puede explicarse como un fruto de la fortuna o de un complejo plan del logos. Frente a la querencia epicúrea por el fortuito choque de átomos, Marco Aurelio opina que la explicación providencial resulta mucho más convincente. Nada es casual, sino que somos como actores que interpretamos un papel en esta representación planificada por la divinidad racional. Él es muy consciente del suyo: liderar al pueblo romano para conservar e, incluso, aumentar su grandeza.

Ahora bien, ¿es posible compatibilizar lo hasta aquí expuesto con el ejercicio del poder imperial? Para responder a esta pregunta, que guarda relación con la vieja cuestión, ya planteada en la República de Platón, sobre la compatibilidad entre la dogmática filosófica y el ejercicio efectivo del poder, es necesario leer las Meditaciones con mucha atención, pues en ellas las cuestiones políticas no se abordan de manera frontal. Este hecho ha llevado a no pocos estudiosos a rechazar cualquier atisbo de reflexión política en sus páginas. Sin embargo, teniendo en cuenta que quien las escribió era el emperador de Roma, y sabía y aceptaba el papel que la Razón providente le había adjudicado, sería extraño no hallar en ellas fragmentos que contuvieran alusiones políticas o sobre los que pudiera hacerse una lectura en clave política. Y, en efecto, los hay, pues Marco Aurelio reflexiona en ellas sobre la virtud de la justicia o el papel del ser humano en tanto que ciudadano. Así, partiendo de un planteamiento típicamente estoico, afirma:

Si la inteligencia nos es común a todos, también lo es la razón, que nos hace racionales. Siendo esto así, será común esa razón que nos dice lo que debemos hacer y lo que no. En consecuencia, también la ley es común y, por ello, somos ciudadanos. Por tanto, somos miembros de una misma comunidad ciudadana; y en tal caso todo el mundo es como una ciudad (Med. 4. 4).

 

Marco Aurelio repartiendo comida

Marco Aurelio distribuyendo pan a la gente. Joseph-Marie Vien en museo de Picardie

 

Las múltiples referencias a la comunidad del género humano que contienen las Meditaciones se han entendido tradicionalmente como expresión del ideal cosmopolita estoico y, en efecto, muchas de ellas poseen este sentido. En otras ocasiones, sin embargo, la interpretación exclusivamente cosmopolita parece poco realista y, desde luego, contradictoria con la actuación de nuestro filósofo en tanto que emperador. Como muy bien ha señalado Fraschetti, ¿acaso los bárbaros contra los que hizo la guerra no eran ciudadanos de esa comunidad universal? Por ello, aunque frecuentemente las consideraciones generales sobre la comunidad de ciudadanos han de entenderse referidas, como en el texto anterior, al género humano en su conjunto, no faltan las que aluden a Roma como la entidad política más grande y fundamental. Así, cuando afirma: «Y lo conveniente es lo que se ajusta a la constitución y naturaleza de cada uno: mi naturaleza es racional y cívica; mi ciudad y mi patria -como Antonino que soy- es Roma; como hombre, el mundo. Lo que es bueno para estas ciudades es para mí el único bien» (Med. 6. 44), Marco Aurelio es muy consciente de su estatuto jurídico romano y de las obligaciones que conlleva para con sus conciudadanos. Y cuando se dice a sí mismo: «tras hacer algo útil a la comunidad, cambia a hacer algo útil a la comunidad» (Med. 6. 7), así como cuando rechaza como impiedad la doctrina epicúrea según la cual los dioses no intervienen en los asuntos humanos (Med. 6. 44), escribe como emperador que sirve a su ciudad y preserva los rituales religiosos romanos.

Frecuentemente se queja de que sus obligaciones como gobernante le impiden centrarse en llevar una vida filosófica y le obligan a afrontar con buen ánimo las convenciones sociales, y no deja de repetirse que su papel es o bien enseñar a los hombres la virtud pese a las dificultades que esto entraña, o bien sencillamente soportarlos. En Med. 6. 14, utilizando el procedimiento estoico de la scala naturae, hallamos una curiosa clasificación de los seres humanos en cuatro categorías de acuerdo con el mérito que conceden a las cosas que les rodean. En primer lugar, tenemos al vulgo o a la gente corriente, que aprecia los objetos más comunes como la madera, las piedras, las viñas o los olivos; un segundo tipo de personas aprecian los seres animados como el ganado y los rebaños; aquellos que son más refinados forman un tercer grupo que se caracteriza por interesarse por los seres racionales en tanto que poseen habilidades técnicas que les proporcionan beneficios económicos. Por último, tenemos a aquel que honra el alma racional, universal y social, esto es, política, que procura mantener su alma atenta a la razón y al bien común, ayudando a sus semejantes a alcanzar este objetivo. Este último es el sabio, que en Marco Aurelio es quien dirige la comunidad. En otras palabras: él mismo.

Este vínculo tenaz que se establece entre el ideal del sabio y el servicio a la comunidad revela hasta qué punto el estoicismo de Marco Aurelio se encuentra impregnado de elementos de otras filosofías, fundamentalmente el platonismo medio y el aristotelismo. Cuando en Med. 5. 16 leemos: «hace tiempo que ha quedado demostrado que hemos nacido para vivir en comunidad», los ecos aristotélicos parecen imponerse a los ideales de la política estoica, fundamentada en un modelo de sabio centrado en su yo interior y, en último término, solipsista. La estricta coherencia de la filosofía estoica, basada en una racionalidad radical, flaquea en los parágrafos en los que Marco Aurelio se refiere a la comunidad. Y, así, podemos leer:

Por una u otra razón, cualquier hombre está estrechamente emparentado conmigo, de modo que a todos debemos hacerles el bien y soportarlos. Pero tan pronto como un individuo obstaculiza los actos que me son propios, desde ese mismo instante, se convierte en alguien completamente indiferente para mí, igual que el sol, el viento o cualquier bestia (Med. 5. 20).

 

 

 

Qué hacer cuando nuestros intereses entran en conflicto con los de otros ciudadanos es una cuestión que las Meditaciones no aborda. Nuestro emperador filósofo se limita a encadenar aforismos o reflexiones que parecen a este respecto contradictorios. Por un lado, dice querer el bien para la comunidad en los términos ya indicados. Por otro, pretende preservar la naturaleza propia de las acciones de los demás hombres, edificando una «ciudadela interior» en la que su hegemonikon disfrute de la máxima libertad. A cualquiera de nosotros nos resultaría conflictivo aplicar ambos principios a nuestra vida diaria; más aún debía de serlo para un emperador. Por ello, cuando declara que «si mi ciudad no resulta perjudicada, tampoco yo sufro daño alguno» (Med. 5. 22) o «si esto no es una maldad mía, ni resultado de una maldad personal, ni tampoco supone un daño para la comunidad ¿por qué tengo que preocuparme?» (Med. 5. 35), es fácil comprender que la mano que escribe estas palabras no es solo la del filósofo estoico, sino la del gobernante que interpreta y decide qué es bueno o malo en cada momento para sus semejantes.

Las referencias igualitarias de tono cosmopolita que encontramos en las Meditaciones no solo han de matizarse por las consideraciones anteriores, sino por las apelaciones al mérito de las cosas. Para Marco Aurelio, la inteligencia universal (nous koinikos) ha creado las partes que integran el cosmos según el criterio del mérito o valor (axia): «examina tu interior: no dejes que se te escape la cualidad peculiar ni el mérito de nada» (Med. 6. 3).

La correcta conciencia del valor de cada cosa o cada hecho es, en consecuencia, el elemento que distingue al sabio, pues supone dar importancia en su vida solo a aquello que contribuye a la virtud. De manera que, aunque no explícitamente, Marco Aurelio, en coherencia con la filosofía estoica, jerarquiza a los humanos, todos ellos ciudadanos de una ciudad abstracta, en dos grupos: los sabios y todos los demás. Cómo se materializó este principio en la práctica política de su principado es algo que no nos corresponde examinar aquí. Sí podemos afirmar que las Meditaciones parecen dibujar a Marco Aurelio como un gobernante cuyo ideal no es la República de Platón, sino un gobierno moderado y una política realista, lo que resultaría muy característico tanto del ideal político estoico como de la cosmovisión tradicional romana, deudora de la filosofía griega (no solo estoica, sino también, como hemos visto, platónica y aristotélica fundamentalmente) y de la vieja aequitas romana.

 

Delacroix Marc Aurèle MBA Lyon

Últimas palabras del emperador Marco Aurelio. Delacroix en el museo Beaux-Arts de Lyon

 

Bibliografía básica:

Birley, A. Marco Aurelio. Gredos: Barcelona, 2019.

Dodds, E. R. Paganos y cristianos en una época de angustia. Ediciones Cristiandad: Madrid, 2010.

Fraschetti, A. Marco Aurelio. La miseria de la filosofía. Marcial Pons: Madrid, 2014.

García Fernández, E. «Doctrina transmarina: La recepción de la filosofía griega en la Roma Republicana», en L. Vega, E. Rada, S. Mas (eds.) Del pensar y su memoria. Ensayos en homenaje al profesor Emilio Llledó. Tirant Lo Blacnch: Valencia, 2001, pp. 299-312.  

Hadot, P. La ciudadela interior. Alpha Decay: Barcelona, 2013.

Marco Aurelio, Meditaciones. Trad. de Antonio Guzmán Guerra. Alianza Ed.: Madrid 1985.

Mas Torres, S. «La embajada del 155 a. C.: Carnéades, Cicerón y Lactancio sobre la justicia y la injusticia», Anales del Seminario de Historia de la Filosofía, nº 37 (3), pp. 357-368.

Pohlenz, M. La Stoa. Historia de un movimiento spiritual. Taurus: Barcelona, 2022.

Rawson, E. Intellectual Life in Late Roman Republic. John Hopkins Universiity Press: Baltimore, 1985.

 

- Marco Aurelio: Biografía, Pensamiento y Obras -                                - Alejandra de Argos -

Spinoza sostuvo que el mundo es la expresión de una sustancia divina que determina las leyes de la física y las acciones humanas. No dudaría. Si tuviera que llevarme un libro a una isla desierta: sería la Ética de Spinoza. Cuando leí la obra en mi juventud, creía en un universo iluminado por la sabiduría divina. Las palabras del filósofo eran como un bálsamo en la herida provocada por lo real: Dios no sólo ha creado lo que perciben nuestros ojos, sino que además todo lo que existe está impregnado por su esencia.

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Spinoza sostuvo que el mundo es la expresión de una sustancia divina que determina las leyes de la física y las acciones humanas.

No dudaría. Si tuviera que llevarme un libro a una isla desierta: sería la Ética de Spinoza. Cuando leí la obra en mi juventud, creía en un universo iluminado por la sabiduría divina. Las palabras del filósofo eran como un bálsamo en la herida provocada por lo real: Dios no sólo ha creado lo que perciben nuestros ojos, sino que además todo lo que existe está impregnado por su esencia. Y no en un sentido figurado o ideal sino material porque, como concluye, los atributos del Ser Supremo se manifiestan en el mundo y todo lo que vemos, pensamos y tocamos es una extensión de la divinidad. No hay nada fuera de Dios, ni siquiera el mal.

Spinoza no tuvo una vida fácil. Nació en Amsterdam en 1632 en el seno de una familia judía que probablemente había huido de la Inquisición en España. A una edad temprana, fue excomulgado como hereje y, pese a los ruegos de sus parientes y sus amigos, nunca se retractó. Fue calumniado y tachado de impío, pero jamás salió de su boca un reproche a sus semejantes. Vivió solamente 44 años y murió en soledad tras haberse ganado el sustento como pulidor de lentes. Los últimos años de su existencia los dedicó a escribir en La Haya su Ética demostrada según el orden geométrico.

Hoy puede sorprendernos ese enunciado, pero Spinoza creía que la geometría era una ciencia cuyos postulados podían demostrarse con certeza. Pretendía que los axiomas, proposiciones, corolarios y escolios de su obra tuvieran la misma consistencia lógica que las líneas y los ángulos que se proyectan sobre un plano. Para él, la geometría era la encarnación más perfecta de la racionalidad.

Fue Spinoza quien afirmó que “el afán del hombre es perseverar en su propio ser”, ya que entendía que el deseo es voluntad de conocimiento de sí mismo y, más allá de esto, la naturaleza humana es expresión de la infinita bondad de Dios, que es omnisciente y eterno.

No hay muchas más referencias al hombre en la Ética, en la que la humanidad está curiosamente ausente. Spinoza reflexiona sobre la sustancia, los atributos, las afecciones y Dios, pero no dice casi nada sobre el ser humano. Me llevo tiempo comprender que el concepto de hombre es una simple extensión de la sustancia que, según la proposición VIII, es “necesariamente infinita”. Lo real es una sustancia única que impregna todo lo que existe y de la cual participan todas las cosas. Pero lo real es plural porque está dotado de los infinitos atributos y afecciones de la sustancia. Como nuestro entendimiento es limitado, no podemos comprender la infinitud del Universo.

No hay que caer en el error de confundir en la filosofía de Spinoza sustancia con la materia física porque el mundo existente no es más que el despliegue de Dios en la historia, una noción que no deja de ofrecer una perspectiva temporal engañosa porque todo empieza y acaba en un Ser Supremo que contiene el principio y el final de todas las cosas. “Todo cuanto es, es en Dios y sin Dios nada puede concebirse”, dice en la proposición XV.

Eso comporta que cumplimos la voluntad de Dios incluso cuando hacemos el mal. El pecado no deja de ser un extravío insignificante en los designios divinos y, en todo caso, es una acción producida por la ignorancia de la esencia bondadosa del Todopoderoso. Lo bueno y lo malo, lo noble y lo vil, lo generoso y lo egoísta se subsumen en el devenir de una sustancia que, en el fondo, niega el libre albedrío.

Spinoza no creía en las normas morales dictadas por los rabinos o los pastores luteranos, pensaba --al igual que Kant-- que cada hombre debe ser autónomo para actuar según su conciencia. Eso implicaba una defensa radical de la libertad de pensamiento en una Europa que acaba de sufrir una cruenta guerra religiosa. Pero a la vez sostenía, de una forma un tanto contradictoria, que la libertad consiste en asumir las leyes que nos dicta la razón y conducen a la virtud.

 

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Excomulgado Spinoza. Samuel Hirszenberg,1907


Si Descartes distinguía entre el espíritu y el cuerpo, que forma parte de la res extensa, Spinoza rompe esa dualidad al afirmar que el hombre y Dios son la misma cosa o, mejor dicho, que somos extensiones imperfectas de una realidad superior. Sin embargo, el alma es inmortal e imperecedera en la medida que emana de la sustancia divina, lo que le aproxima mucho al panteísmo, como han subrayado los estudiosos de la Ética.

Más allá de su coherencia, la obra de Spinoza, el pensador más heterodoxo de su época, posee una belleza que atrapa a quienes se adentran en ella. Siempre vivió conforme a sus principios, renunciando a la celebridad y la fortuna y dedicando sus esfuerzos a la construcción de un sistema que intenta responder a las grandes preguntas sobre la existencia. Su Ética sigue siendo un reto para quienes todavía asumen el riesgo de pensar.

 

 

Spinoza: This is philosophy | La 2

 

 

 

- Spinoza: Todo es Dios y Dios es todo -                                - Alejandra de Argos -

Gottfried Leibniz, nacido en 1646 en Leipzig, fue tal vez el último de los genios que dominó las matemáticas, la física, la geometría, el derecho, la historia y la filosofía. Su insaciable curiosidad intelectual lo abarcó todo. No sólo fue el gran pensador que llegó a las cotas de influencia alcanzadas por Descartes y Spinoza, sino que, además, fue el padre del cálculo diferencial e introdujo el concepto de algoritmo.

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Gottfried Leibniz sostuvo que las mónadas son la fuerza espiritual de la materia en un universo armónico predeterminado por Dios

Gottfried Leibniz, nacido en 1646 en Leipzig, fue tal vez el último de los genios que dominó las matemáticas, la física, la geometría, el derecho, la historia y la filosofía. Su insaciable curiosidad intelectual lo abarcó todo. No sólo fue el gran pensador que llegó a las cotas de influencia alcanzadas por Descartes y Spinoza, sino que, además, fue el padre del cálculo diferencial e introdujo el concepto de algoritmo. La matemática moderna no se entendería sin sus aportaciones.

Leibniz no sólo fue un hombre consagrado a la reflexión, ya que dedicó buena parte de su vida a la diplomacia y la política. Ya de joven entró al servicio del príncipe elector de Maguncia y luego trabajó para la casa Hannover. Conoció las grandes capitales europeas en sus viajes como representante de sus señores e intercambió correspondencia con los grandes científicos de su tiempo.

Era, por decirlo en términos actuales, un cosmopolita que escribía en latín, en francés y en alemán. Era hijo de una devota familia luterana y se sabe muy poco de su vida privada. Su padre murió prematuramente y fue un joven autodidacta que se formó en la biblioteca que heredó de su progenitor. Estudió derecho, pero nunca ejerció como letrado.

Leibniz fue un filósofo original y heterodoxo cuya obra todavía se sigue reinterpretando. Algunos le consideran un místico, mientras que otros ven en él un precursor de la física contemporánea. Pero no fue ni una cosa ni otra. Lo que intentó fue hacer una síntesis entre el mecanicismo que explicaba el movimiento por causas materiales, como propugnaba Descartes, y el pensamiento metafísico platónico y aristotélico, que apuntaba a las formas puras como razón última de las cosas.

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El concepto central de la filosofía de Leibniz son las mónadas. Todo su edificio conceptual está construido sobre esta palabra griega, que hace referencia a una unidad no divisible (monos). Si Descartes establecía una diferenciación entre la materia o res extensa y el espíritu, que reside en el alma, Leibniz concibe las mónadas como sustancias simples e inextensas, no divisibles. “Son los elementos de las cosas”, dirá.

En una carta de 1714 a su amigo Remond, poco antes de su muerte, señala que “las mónadas son sustancias simples y las únicas verdaderas, mientras que las cosas materiales no son más que fenómenos, aunque bien fundados y coordinados”. Las mónadas son eternas e indestructibles, ya que han sido creadas por Dios y son de naturaleza espiritual.

Siguiendo el desarrollo de este concepto, Leibniz sostiene que las mónadas son pura fuerza, origen y causa eficiente del movimiento. Ello explica tanto el afán de conocimiento de los hombres como el permanente cambio que perciben nuestros sentidos. Y a la vez las mónadas son parte integrante de un todo, por lo que sólo pueden ser comprensibles en el marco de una totalidad que queda reflejada en cada uno de los elementos. En este sentido, las cosas son a la vez únicas y plurales.

“Las mónadas no tienen ventanas”, subrayará Leibniz en la más célebre frase de su extensa obra. Lo que significa que las mónadas no se pueden comunicar entre sí ni con el entorno exterior. Simplemente son pura potencia: un esse (ser) del que emana un agere (actuar).

No hay un solo tipo de mónadas. Por el contrario, cada una de ellas es diferente de las demás. Las plantas y los animales son la expresión de mónadas imperfectas y primitivas. En cambio, el hombre es capaz de pensar y tener conciencia de sí mismo porque sus mónadas son superiores. En el último escalón, se encuentra Dios, que es acto puro. Ser y pensamiento se identifican en su omnisciencia.

Llegados a este punto, Leibniz sostendrá que vivimos en el mejor de los universos posibles porque Dios en su infinita sabiduría y bondad no podría haber hecho otra cosa. El Ser Supremo es la causa eficiente del mundo, el relojero universal que ha creado las leyes que rigen los movimientos de los planetas y las estrellas. Una tesis muy discutible porque no es difícil imaginar un mundo mejor que el que conocemos. 

Para conciliar esta idea de un Dios previsor y omnipotente con la libertad humana, Leibniz señalará que las mónadas son imperfectas. El mal y el dolor existen, pero pueden servir para que los hombres se rediman. Con sentido común, argumenta que no podría existir el bien sin la capacidad de hacer el mal.

Al profundizar en su filosofía, se puede llegar a la conclusión de que, a pesar de las apariencias, su teoría de las mónadas confluye con la idea de la sustancia única de Spinoza. Es verdad que Leibniz salva la pluralidad de los entes que niega su colega, pero ambos coinciden en que el mundo material y los fenómenos –sea cual sea su naturaleza– son la consecuencia de una voluntad divina que impregna el ser. Lo real existe a modo y semejanza de Dios porque las mónadas son partes de un todo creado por el Ser Supremo. Ese todo de Leibniz se parece mucho a la sustancia spinoziana, de lo que se deduce que ambos llegan al mismo final por muy distintos caminos. 

 

 

Gottfried Leibniz - Historia de la Matemática

 

 

 

Leibniz - La Aventura del Pensamiento. Fernando Savater

 

 

 

- Leibniz. El mejor de los mundos posibles -                                - Alejandra de Argos -

San Agustín nació en Tagaste (actualmente Shouk Ahras, Argelia) en el año 354. Era hijo de Patricio, un pagano romano oriundo del norte de África que terminó convirtiéndose al catolicismo, y de Mónica, una católica devota a la que Agustín describe con todo lujo de detalles en sus Confesiones y que acompañó a su hijo a lo largo de su lento proceso de conversión al cristianismo.

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Saint Augustine. 1650. Philippe de Champaigne. Los Angeles County Museum of Art

 

San Agustín nació en Tagaste (actualmente Shouk Ahras, Argelia) en el año 354. Era hijo de Patricio, un pagano romano oriundo del norte de África que terminó convirtiéndose al catolicismo, y de Mónica, una católica devota a la que Agustín describe con todo lujo de detalles en sus Confesiones y que acompañó a su hijo a lo largo de su lento proceso de conversión al cristianismo. En el año 373, la lectura del Hortensio de Cicerón, que no ha llegado hasta nosotros, le descubrió la Filosofía. Desde entonces, ante todo, Agustín quiso ser filósofo.


Una de las primeras cuestiones que le preocupó fue la causa del mal en las acciones de los hombres. Esta pregunta le llevó al maniqueísmo, secta cristiana caracterizada por una posición dualista que confrontaba de manera radical el bien y el mal, el «reino de la luz» y el «reino de las tinieblas». En la «Carta de Fundación» de Manes, nuestro filósofo halló una respuesta a la pregunta que le inquietaba: el ser humano no era libre, tan solo podía identificarse con una parte de sí mismo, el «alma buena». Todo lo demás, las pasiones, el apetito sexual o la degeneración física provenían de una fuerza extremadamente poderosa y amenazante, el «reino de las tinieblas», que actuaba como un principio activo que trataba de invadir el «reino de la luz». A pesar de este primer hallazgo, Agustín fue progresivamente desilusionándose con dicha doctrina, pues se basaba en una idea muy simplista de la naturaleza del hombre y de su conducta. Desde el punto de vista moral, el maniqueo se contentaba con liberar la parte buena de sí mismo sin tener en cuenta el proceso de toma de decisiones o las dudas que amenazan a la voluntad. El mal siempre constituía una amenaza activa, mientras que el bien adoptaba una posición defensiva y, en último término, pasiva. Desde el punto de vista intelectual, Agustín acabó viendo en las doctrinas maniqueas una gnosis dominada por elementos esotéricos cuya sabiduría procedía de una revelación secreta.


Hacia el año 384 Agustín llegó a Milán como profesor de Retórica. Allí conoció a Ambrosio, obispo del lugar, cuya influencia intelectual fue crucial para su conversión al catolicismo. Desde el punto de vista personal, la vida de Agustín anterior a su conversión constituye una curiosa peripecia en la que la amistad y el amor poseen una importancia difícil de exagerar. A lo largo de esta primera etapa de su vida tuvo amigos cuya muerte le llevó a tomar decisiones trascendentales, varias concubinas a las que amó profundamente, un hijo, Adeodato, que murió siendo muy joven, una esposa a la que abandonó por un estilo de vida monacal y una compleja relación con su madre. Vivió siempre en pequeñas comunidades de amistad en las que se debatía sobre cuestiones filosóficas y religiosas. La más célebre es la que formó en torno a una villa cercana a Milán llamada Casiciaco.

 

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San Agustín en oración. Juan de Ribera. Primera mitad del siglo XVII. Museo del Prado. Web Agustinos Recoletos


Desde el punto de vista filosófico, el hecho determinante de su vida fue su encuentro con el neoplatonismo y, más específicamente, con Plotino. Fue a través de este filósofo como descubrió la posibilidad de conjugar su apetito de conocimiento racional con una creciente fe religiosa. De vuelta a su África natal, fue ordenado sacerdote y, poco después, consagrado obispo de Hipona (actualmente Annaba, Argelia) en 395. Durante su obispado, vivió un periodo de gran agitación, tanto a nivel político como en relación con la formación del dogma católico, con múltiples discusiones y teorías enfrentadas. Fue una época convulsa marcada por la definitiva división del Imperio Romano en una parte oriental y otra occidental, producida a la muerte del emperador Teodosio (finales del siglo IV), y el comienzo del declive definitivo del Imperio Romano de occidente.


El Edicto de Milán de 313 había convertido de facto al cristianismo en la religión preeminente del Imperio, situación que se elevará a oficial con el Edicto de Tesalónica de 391. Los valores propios de la civilización clásica pagana se muestran extenuados como fuente de respuestas a los problemas del periodo. Agustín es un pensador en la frontera de estos dos mundos: su formación fue estrictamente clásica, a pesar de la profunda fe de su madre, y su actitud investigadora sigue los esquemas intelectuales de las escuelas filosóficas de los periodos helenístico e imperial. Sin la tradición clásica, Agustín no habría llegado al catolicismo -o lo habría hecho de una forma muy distinta- y, sin embargo, a partir de su obra, la tradición clásica perderá durante siglos su motor originario: la búsqueda de la verdad basada en el estricto ejercicio de la razón sin condiciones.


Este recorrido intelectual y espiritual desde el pensamiento clásico hasta el catolicismo se encuentra magistralmente descrito en la obra más personal y significativa de su producción: las Confesiones. Agustín la escribió a los cuarenta y tres años, cuando ya era obispo de Hipona. Se trata de una auténtica autobiografía intelectual, muy distinta a las anteriores que conocemos, de una sorprendente profundidad psicológica. Como ha señalado Peter Brown en su espléndida biografía, las Confesiones son un «manifiesto del mundo interior» que Agustín redacta para arreglar cuentas consigo mismo: «escribir las Confesiones fue una acción terapéutica; los muchos intentos que se han hecho para explicar el libro solo como una provocación externa, o como una idea fija filosófica, ignoran toda la vida que corre a través de él» (Brown 2001: 175). A lo largo de sus páginas, Agustín muestra cómo el estudio de las obras de Plotino supuso para él el hallazgo de las respuestas que buscaba como católico:


Pues cuando buscaba la causa que me permitía apreciar la belleza de las cosas materiales de la tierra o del cielo, y cuando tomaba decisiones sobre asuntos sujetos a cambio […] descubrí la verdad por encima de mi mente mudable. Y así, paso a paso, mis pensamientos fueron ascendiendo desde la consideración de las cosas materiales al alma, que percibe a través de los sentidos del cuerpo. De aquí pasé a la parte más interior del alma, a la que los sentidos del cuerpo anuncian las cosas externas. Por encima de aquí no pueden llegar las bestias. El paso siguiente fue a la potencia raciocinante, que juzga de los datos entrados por los sentidos corporales. Por su parte, esta potencia de la razón, juzgándose ella misma mudable, se elevó hasta su propia inteligencia. Apartó mis pensamientos de su discurso habitual y se sustrajo de las imágenes contradictorias que la asediaban. De este modo podría descubrir qué luz le inundaba cuando con toda seguridad anunciaba que lo inmutable ha de ser preferido a lo mudable. Podría saber también cómo había llegado a conocer lo inmutable -pues de no conocerlo, no podría preferirlo con certeza a lo mudable-. Y así en un golpe de vista trepidante, mi alma alcanzó la visión del Dios que es (Confesiones, 7. 17).

 

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San Agustín en su gabinete.1480. Sandro Botticelli. Iglesia de Ognissanti, Florencia.  Web Agustinos Recoletos

 

Las posibilidades de la fe cuando se une a la razón


Para Agustín no hay rivalidad entre fe y razón, pues la razón lleva al humano siempre a la fe. Una vez que la tiene, la razón debe usarse para profundizar en la fe. Es así como debemos entender la sentencia agustiniana «entiende para creer, cree para entender». Por lo tanto, razón y fe se complementan.


El conocimiento de la verdad debe buscarse como consecuencia de una necesidad íntima, pues aporta la verdadera felicidad. Solo el sabio puede ser feliz y la sabiduría requiere el conocimiento de la verdad. La afirmación escéptica según la cual no existe la verdad se contradice al señalar la verdad de dicho juicio. De ahí que hasta los escépticos han de afirmar el principio de no contradicción que enunció Parménides. La cuestión no es si existe o no la verdad, sino cómo obtener certezas. La respuesta ha de buscarse en el autoconocimiento: si dudo, existe un sujeto que duda y, en consecuencia, puedo afirmar que dicho sujeto existe: si fallor, sum.


Siguiendo una interpretación neoplatónica, Agustín distingue varios tipos de conocimiento: el conocimiento sensible, que es un conocimiento cambiante y cuya utilidad para la vida práctica diaria es innegable, está al alcance tanto de los humanos como de las bestias. Sin embargo, el conocimiento propiamente humano es el racional, en el que Agustín distingue dos niveles: el conocimiento racional inferior, que nos permite juzgar las cosas sensibles de acuerdo con los modelos eternos, y el conocimiento racional superior, también llamado Filosofía o Sabiduría, que posibilita el conocimiento de las verdades eternas, inmutables, universales y necesarias que fundamentan nuestros juicios. Estas verdades son para el de Hipona de dos tipos: las ideas ejemplares (belleza, bondad o justicia, entre otras) y las verdades eternas (axiomas matemáticos, ideas geométricas y otras de este tipo).


Ahora bien, si realmente existen estos modelos ¿dónde se encuentran? Agustín responde que las ideas son esencias objetivas y se encuentran en la mente de Dios. El hecho de que el ser humano sea capaz de acceder a ellas no significa que pueda captar la esencia de Dios, sino que estas verdades se perciben por estar iluminadas como por un Sol. Una metáfora de clara inspiración platónica que Agustín tomó muy probablemente del Sol que deslumbra al personaje que logra escapar en el Mito de la Caverna. De acuerdo con la llamada Teoría de la Iluminación, no es posible acceder a estas verdades eternas a través de los sentidos, debiéndose buscar en la intimidad de la conciencia como un proceso de autoconocimiento. Todo ser humano las posee dentro de sí y, por tanto, cada cual es responsable de esta labor de introspección. La verdad no se encuentra en el mundo externo, sino en el alma, y se capta por medio de la iluminación divina.


Como puede verse, la Teoría de la Iluminación de Agustín reemplaza la teoría platónica de la reminiscencia para favorecer la intervención divina en el proceso de conocimiento. Las ideas filosóficas poseen siempre antecedentes y con seguridad podrían rastrearse los de esta tesis agustiniana en el estoicismo, pero la operación resulta en gran medida innovadora, pues traslada el problema del conocimiento de la realidad desde el objeto al sujeto, a la vez que incorpora en el pensamiento cristiano, a través de Platón, el proyecto de racionalidad de la filosofía griega.


Siguiendo la tradición judeocristiana, Agustín defendió que Dios creó el mundo junto con el tiempo (por lo tanto, de manera instantánea) por medio de un acto de libre voluntad. El acto de la creación se realizó desde la nada (ex nihilo), pero a partir de las ideas eternas que se encuentran en la mente divina: las ideas ejemplares y verdades eternas, que Agustín también denomina arquetipos y que Dios, como un demiurgo platónico, ha realizado en la materia. Las cosas del mundo existen en la medida en que Dios les ha otorgado existencia. Además, la divinidad depositó en la materia los gérmenes de todos los seres futuros para que fueran desarrollándose de manera progresiva en el tiempo. Así, todo ser creado está formado de materia (que, como en el estoicismo, puede ser corpórea o espiritual) y forma (la esencia que le hace ser lo que es). Esta tesis, conocida como la teoría de las rationes seminales, permite a nuestro filósofo fundamentar la existencia de un plan divino, emplazado en la mente de Dios, por el que el ser supremo tiene conciencia de lo que fueron, son y serán todas las cosas por él creadas.

 

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Jaime Huguet. Consagración de San Agustín. 1470. Museu Nacional D’art de Catalunya.  Web Agustinos Recoletos


Para Agustín, la existencia de Dios es evidente, lo que no le impidió desarrollar algunos argumentos que respondían a las legítimas pretensiones del ser humano de ofrecer cobertura racional a esta obviedad. Con tales argumentos nuestro filósofo no pretendía convencer a los que aún no creen, sino más bien reafirmar en ellos una creencia oculta preexistente. Por ello, sus demostraciones no poseen un carácter ordenado y sistemático, como sí ocurrirá posteriormente en la Escolástica. El primero de ellos lo encontramos ya en el pensamiento clásico formulado de distintas maneras: es el conocido como argumento del «consenso universal». Teniendo en cuenta los caracteres propios del Dios cristiano, único y omnipotente, no puede quedar escondido totalmente a los seres humanos una vez que estos hacen uso de la razón. Por eso, salvo raras excepciones, todos afirman su existencia, ya que portan en la mente la idea de un ser que sobrepasa en dignidad a todos los demás. Es un argumento típico de la Antigüedad, donde las posturas ateas eran muy excepcionales.


La existencia de Dios puede demostrarse también partiendo del mundo como creación y, por tanto, como algo contingente. A la vista de la creación, se hace necesario una causa eficiente, de la misma manera que de nuestros actos corporales se deriva la existencia de nosotros mismos. La necesidad de esta causa eficiente remite directamente a Dios. Pero el argumento preferido de Agustín procede de su propio recorrido intelectual y, por tanto, de una profunda labor de introspección, que, como ya he indicado, él mismo nos relata en sus Confesiones: caso de existir las verdades eternas, se hace imprescindible la presencia de un ser eterno e inmutable responsable de su creación. Dada la naturaleza humana, mudable y finita, estas ideas no pueden haber sido creadas por nuestra mente y, en consecuencia, han de ser obra de un ser eterno e inmutable: Dios, a quien conocemos de manera imperfecta a través de las huellas que ha dejado en sus criaturas. Como ha afirmado Ettienne Gilson, este sería el argumento más personal de Agustín para mostrar la existencia de Dios.


Nuestra imperfección limita gravemente la posibilidad de afirmar características concretas de este ser eterno e inmutable, pero Agustín se aventura a señalar algunas que se derivan de su capacidad para introducir en nosotros las ideas ejemplares. Dios ha de trascender el espacio y el tiempo, su esencia ha de ser la bondad, la sabiduría (es omnisciente) y el poder (es omnipotente). Agustín concibe a Dios como necesariamente simple, en el sentido de no constar de partes. Las razones de las cosas creadas se mantienen inmutablemente en él, pues en su mente radica el plan sobre el mundo cuya ejecución describe las distintas etapas de la historia universal. Todas las cosas poseen verdad ontológica en la medida en que encarnan o ejemplifican el modelo radicado en la mente divina.

 

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Claudio Coello. El triunfo de San Agustín. 1664. Museo del Prado.  Web Agustinos Recoletos

 

La cumbre de la creación divina es el ser humano, que consta de un cuerpo material y de un alma inmortal. Agustín recurre nuevamente al neoplatonismo para definir al ser humano como un alma racional que se sirve de un cuerpo mortal y terreno. El alma humana es un principio inmaterial. Aunque esta perspectiva es, insisto, deudora del dualismo platónico, nuestro filósofo no adopta la teoría platónica del alma en su totalidad, ya que no distingue en ella tipos ni clases y pone en valor el cuerpo en tanto que obra de Dios. Tampoco se sirve de esta teoría, como sí hace el filósofo griego, para construir una jerarquía con consecuencias políticas. Más bien, la idea de Agustín es sentar las bases de la demostración de la inmortalidad del alma. Para este objetivo utiliza el argumento platónico de los contrarios, aunque con matices. Si es cierto que el alma es principio de vida, dado que dos contrarios son incompatibles, el alma no puede recibir la muerte. Dicho de otra forma: si la esencia del alma es la vida, ¿cómo puede darse en ella la esencia contraria? Además, como ya se ha indicado, el alma aprehende verdades indestructibles, lo que prueba que ella es a su vez indestructible.


El alma es creada por Dios y se une al cuerpo, pero no por un castigo como ocurre en Platón. La creación divina es fruto de la bondad, pues tal es la esencia de Dios. Coherente con sus postulados acerca del conocimiento de la verdad y de la experiencia personal en el encuentro con las verdades ejemplares y las ideas eternas, a Agustín le interesa la cuestión de si Dios creó separadamente cada alma individual o las creó todas en la de Adán, lo que conllevaría que todas las almas desciendan del primer hombre por herencia. No debe sorprender que Agustín opte finalmente por la segunda explicación, pues a la vez que el permite confirmar la existencia de un plan divino, le sirve para justificar la transmisión del pecado original tal y como se describe en las Escrituras. Una vez más, observamos cómo para Agustín razón y fe, lejos de contraponerse, pueden trabajar en una misma dirección.

 


Una ética clásica de la felicidad que culmina en el amor a Dios


Como todas las éticas de la Antigüedad, la de Agustín es eudemonista, esto es, afirma la felicidad como el fin de la conducta humana. La felicidad es un estado al que se llega cuando se produce el encuentro con Dios. Pero ¿qué significado posee este encuentro? Agustín no se refiere a la máxima expresión de una vida teorética que se conforma con la contemplación de la divinidad, al modo aristotélico, sino a una unión amorosa y sobrenatural como culminación cristiana al esfuerzo humano ayudado por la gracia. La ética de Agustín es una ética del amor que requiere el concurso de dos voluntades, la humana y la divina, pero es esta última la que graciosamente concede al humano ese don. Reformulando el principio estoico que residencia el supremo bien del hombre en la integridad moral, Agustín afirmará que únicamente puede darse una vida buena y honesta mediante el amor a Dios y al prójimo.


Otro vínculo de unión entre el estoicismo y la filosofía de Agustín lo hallamos en la cuestión del libre albedrío, que experimenta en esta escuela notables avances al menos desde el siglo II d. C. Como ya he indicado, fue una de las cuestiones que más preocupó a nuestro filósofo desde su juventud. Peter Brown ha señalado con acierto que Agustín «combatió una terca batalla perdida contra aquellos quienes consideraban a los hombres como seres totalmente desvalidos» (Brown 2001: 161). Siguiendo una tradición específicamente romana, para el filósofo de Hipona la responsabilidad por los propios actos resultaba ineludible. Por ello, tras un primer momento de deslumbramiento, se opuso al determinismo maniqueo y defendió la primacía de la libre voluntad, pero no hasta el extremo que lo hizo posteriormente Pelagio. El problema resultaba complejo, pues además de la vertiente filosófica, se unía una discrepancia de las distintas sectas cristianas en la interpretación de algunos pasajes de san Pablo. Agustín hizo frente a las críticas de quienes consideraban que las acciones humanas se encuentran frecuentemente condicionadas por numerosos obstáculos y circunstancias vitales combinando el principio general de la libre voluntad con la gracia divina: «para resolver la incógnita» -dice- «traté concienzudamente antes de defender la libertad de elección de la voluntad humana; pero la gracia de Dios tiene la decisión» (Retractaciones, 2. 27). En definitiva, Agustín defendió el libre albedrío entendido como ejercicio y expresión de la propia voluntad. Ahora bien, la voluntad está obligada a reconocer al mismo tiempo el deber de amar a Dios. Toda acción humana debe juzgarse en relación con la intención que la guía: si es conforme a la ley de Dios será buena; en caso contrario, será considerada pecado. Esto significa que la voluntad es libre de apartarse del bien inmutable y adherirse a los bienes mudables, pero todos los hombres son conscientes de uno u otro modo de las normas morales, reflejo de la Ley eterna, pues Dios las ha impreso en el alma de todos los seres humanos; prueba de ello es que incluso los impíos son capaces de juzgar justamente. Sin duda, se trataba de una solución que un estoico podría matizar, pero no negar con rotundidad.

 

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Bartolomé Esteban Murillo. San Agustín entre Cristo y la Virgen. 1664. Museo del Prado.  Web Agustinos Recoletos

 

Si convenimos en que Agustín tiene razón, cabe preguntarse qué es el mal y qué papel juega. Nuestro filósofo distingue tres clases de mal: en primer lugar, nos encontramos con el mal físico, esto es, con el dolor y con la enfermedad. Afecta fundamentalmente a los cuerpos y es consecuencia del pecado original. El mal también puede concebirse en sentido moral, es decir, como pecado. Se trata de un mal absoluto en cuanto que puede conducir al castigo eterno. El mal moral ha de conciliarse con la bondad divina, lo que implicaría, como he señalado, la existencia de la libertad. Si el mal físico es consecuencia del pecado original, el mal moral lo es de un acto de soberbia del ser humano y se encuentra ligado a una mala voluntad.


Por último, ¿puede hablarse de un mal metafísico u ontológico? Agustín opina que no, puesto que en tal caso deberíamos afirmar que Dios, creador del mundo, es la causa última del mal. De nuevo, acudirá al neoplatonismo y, en concreto, a Plotino para tomar la idea del mal ontológico como mera privación: el mal es privación del bien, entendida como alejamiento de Dios. Esta tesis será muy discutida por los filósofos posteriores, sean o no cristianos.

 


La Historia y la construcción de un Estado cristiano


Como ya he señalado, la Historia es para Agustín el tiempo en el que se desarrolla el plan divino. Su perspectiva es primordialmente moral y espiritual. Los hechos que en ella se suceden han de ser tomados a la luz de dicho plan, aunque en muchas ocasiones no sea posible comprender su significado completo. Al concebir así la Historia, Agustín es el primer pensador que estudia las acciones humanas como un continuo desde el punto de vista temporal, ofreciendo un sentido unificado a los distintos momentos del pasado para vincularlos con el presente. Su interés no es, por tanto, analítico o científico, sino estrictamente espiritual.


El pensamiento político agustiniano ha de entenderse desde esta premisa. Para Agustín, los seres humanos se dividen entre aquellos que aman a Dios sobre todas las cosas y los que se aman a sí mismos antes que a Dios. El acicate que estimula la Historia hacia su objetivo final es la dialéctica entre estos dos tipos de hombres. Los primeros forman lo que Agustín denomina la Ciudad de Jerusalén, o Ciudad de Dios, basada en el amor a Dios a través de la Iglesia. Los segundos forman la Ciudad de Babilonia, o Ciudad terrenal, basada en el amor de los hombres a sí mismos. Las encarnaciones históricas de esta última son los imperios paganos de Asiria y Roma. La confrontación entre ambas ciudades posee un poderosísimo atractivo moral, pero también retórico. Ya Cicerón había disociado en sus discursos políticos dos clases de humanos: los que se aman a sí mismos sobre las demás cosas y los que aman en primer lugar a la patria. Ese lector infatigable del orador romano que fue Agustín vuelve sobre esta dicotomía, aunque formulada en un sentido muy distinto, ya que presenta al Imperio Romano como ejemplo de la Ciudad de Babilonia.

 

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Guercino. San Agustín meditando sobre la Trinidad. 1636. Museo del Prado. Web Agustinos Recoletos

 

Lo esencial de la distinción de Agustín es que ninguna de las ciudades posee una base material o institucional real, es decir, no estamos hablando de ciudades o Estados reales, sino que se presentan como ideales de moralidad y espiritualidad. En la práctica, ambas ciudades están mezcladas en cualquier sociedad y sus componentes mantienen una lucha ética tenaz. Los imperios paganos a los que alude Agustín se caracterizan por el triunfo de unos ideales espirituales alejados de los valores cristianos, pero no del plan divino: todo ello está previsto en la mente omnisciente de Dios. La separación y el triunfo definitivo de la Ciudad de Dios no se producirá hasta el fin de los tiempos, por lo que la historia humana avanza inexorablemente hacia un doble objetivo: la salvación de los integrantes de la Ciudad de Dios y el castigo de lo que integran la Ciudad de Babilonia.


La sociedad es para Agustín una multitud de criaturas racionales asociadas de común acuerdo en cuanto a las cosas que aman. La finalidad de este planteamiento es señalar que el Estado no será moral si no es un Estado cristiano, es decir, un Estado que hoy denominaríamos confesional. Agustín no se muestra en ningún momento contrario al Estado; reconoce su utilidad intrínseca como instrumento de coacción ante la persistencia en las sociedades del pecado original y sus consecuencias.


La política agustiniana posee, al menos, tres consecuencias directas: la primera es el papel de la Iglesia como garante de la forma moral del Estado o, como dice Agustín, como «levadura de la tierra» de la sociedad. La segunda consecuencia, derivada de la anterior y ampliamente debatida por la filosofía política medieval, consiste en situar a la Iglesia en un nivel jerárquicamente superior a los distintos reinos terrenales, puesto que le compete expedir el certificado último que acredita la adecuación moral de su actuación política. De aquí se deriva una tercera e importante consecuencia: no solo la Iglesia como institución, sino cualquier ciudadano puede posicionarse contra el Estado cuando este actúa de forma inmoral, esto es, sin fundamento en la fe y en el amor a Dios. He aquí la formulación, en términos cristianos, de lo que en la filosofía política moderna se conocerá como el «derecho de resistencia».

 


Agustín: un filósofo en la frontera de dos mundos


Quizá como en ningún otro pensador del periodo tardoantiguo, en Agustín de Hipona se aprecia cómo la operación de vincular la tradición clásica grecorromana con los principios cristianos resulta tan exitosa como imposible. Para concluir quisiera explicar esta aparente paradoja. Por un lado, Agustín demostró que autores como Platón, Cicerón, Plotino o los estoicos podían ser leídos a beneficio de inventario por un pensador que quisiera fundamentar teóricamente los textos cristianos, solo aparentemente alejados del grado de abstracción y de la altura intelectual que había alcanzado la filosofía grecorromana. Desde que, en su juventud, leyó el Hortensio de Cicerón, Agustín siempre se consideró un filósofo, y lo cierto es que su obra habría sido imposible, o muy distinta, sin el Timeo platónico o las Enéadas plotinianas. Sin embargo, esta labor de apropiación persigue unos objetivos que, en gran medida, hacen irreconocible el espíritu filosófico clásico. Pondré un ejemplo de este diálogo imposible haciendo referencia al pasaje final de Contra los académicos de Agustín, donde nuestro autor cree haber refutado el probabilismo defendido por Cicerón en los Académicos:

- Pues bien, para que conozcáis en pocas palabras todo mi plan sea cual fuere el estado en que la humana sabiduría se halle, veo que no la conozco aún. Pero, no teniendo más que treinta y tres años, creo que no debo perder la esperanza de conseguirla un día, porque he decidido dedicarme a su investigación, despreciando cuanto los mortales tienen por bienes en este mundo. No obstante, las razones de los académicos trataban de disuadirme no poco de mi proyecto, pero he procurado hacerme fuerte contra ellas con esta disertación. Pues todo el mundo sabe que existen dos caminos que nos impulsan al conocimiento: la autoridad y la razón. Ahora bien, para mí es evidente que jamás debo apartarme de la autoridad de Cristo, ya que no encuentro otra más fuerte. En cuanto a lo que ha de buscarse con la fuerza de la razón […] espero entretanto poder encontrar en los platónicos una doctrina que no se oponga a nuestros sagrados misterios […]
Entonces él dijo:
- Confieso que jamás me ha impactado nada tanto como el hecho de tener que retirarme vencido por la discusión de hoy. Y pienso que esta alegría no debe ser únicamente mía. Por lo mismo la compartiré con vosotros, mis rivales o nuestros jueces. Porque los mismos académicos desearon tal vez ser vencidos de esta manera por sus sucesores. […] Compañeros míos, convertid vuestra ansiada curiosidad con que me incitabais a responderle en una más firme esperanza de instruirnos conmigo. Tenemos un guía para conducirnos, bajo la providencia del mismo Dios, hasta el mismo interior del sagrado santuario de la verdad (Contra los académicos, 3. 43 – 45).

Agustín inaugura un método de investigación filosófica que podríamos calificar como retrospectivo: ya conocemos la verdad, pues se halla expuesta en las Escrituras. La Filosofía es un instrumento para entenderla a través de la limitada capacidad de nuestra razón. La vida dedicada a la investigación ya no es la socrática, sino la cristiana; no tiene por objeto la verdad, sino la fundamentación racional de una verdad ya dada. Dicho en otras palabras: Agustín es discípulo Sócrates para comprender, con todas sus consecuencias, el magisterio de Cristo. Una inversión de la finalidad de la Filosofía de enorme productividad para el pensamiento cristiano posterior, medieval y moderno, que propició la conservación de una buena parte de los textos clásicos a la vez que clausuraba su sentido originario y el mundo en el que vieron la luz.

 

San Agustin - Película 

 

 


Bibliografía


Agustín de Hipona. Obras completas. (41 volúmenes). Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.
Agustín de Hipona (1998). Confesiones. Prólogo, traducción y notas de Pedro Rodríguez de Sanchidrián. Madrid: Alianza Ed.
Agustín de Hipona (2009). Contra los Académicos. Edición bilingüe. Introducción de Jaime García Álvarez. Traducción de Julio García Álvarez y Jaime García Álvarez. Madrid: Ediciones Encuentro.
Agustín de Hipona. Qué es el tiempo. Edición bilingüe y traducción de Agustín Corti. Madrid: Trotta.
Brown, Peter (2001). Agustín de Hipona. Traducción de Santiago Tovar y Mª Rosa Tovar. Madrid: Acento.
Brown, Peter (2016). Por el ojo de una aguja. La riqueza, la caída de Roma y la construcción del cristianismo en Occidente (350-550 d. C.). Traducción de Agustín Luengo. Barcelona: Acantilado.
Brown, Peter (2021). El mundo de la Antigüedad tardía. De Marco Aurelio a Mahoma. Traducción de Antonio Piñeiro. Barcelona: Taurus.
Gilson, Étienne (2014). La Filosofía en la Edad Media. Traducción de Arsenio Pacios y Salvador Caballero. Madrid: Gredos.
Nixey, Catherine (2018). La edad de la penumbra. Cómo el cristianismo destruyó el mundo clásico. Traducción de Ramón González Férriz. Barcelona: Taurus.
Pohlenz, Max (2022). La Stoa. Historia de un movimiento espiritual. Traducción de Salvador Mas, con la colaboración de Iker Martínez. Prólogo de Emilio Lledó. Epílogo de Iker Martínez. Barcelona: Taurus.
Plotino. Enéadas. Traducción, introducción y notas de Jesús Igal. Madrid: Biblioteca Clásica Gredos.

 

 

- Agustín de Hipona: vida, pensamiento y obras -                             - Alejandra de Argos -