Alejandra de Argos by Elena Cué

San Agustín de Hipona: vida, pensamiento y obras

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San Agustín nació en Tagaste (actualmente Shouk Ahras, Argelia) en el año 354. Era hijo de Patricio, un pagano romano oriundo del norte de África que terminó convirtiéndose al catolicismo, y de Mónica, una católica devota a la que Agustín describe con todo lujo de detalles en sus Confesiones y que acompañó a su hijo a lo largo de su lento proceso de conversión al cristianismo.

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Saint Augustine. 1650. Philippe de Champaigne. Los Angeles County Museum of Art

 

San Agustín nació en Tagaste (actualmente Shouk Ahras, Argelia) en el año 354. Era hijo de Patricio, un pagano romano oriundo del norte de África que terminó convirtiéndose al catolicismo, y de Mónica, una católica devota a la que Agustín describe con todo lujo de detalles en sus Confesiones y que acompañó a su hijo a lo largo de su lento proceso de conversión al cristianismo. En el año 373, la lectura del Hortensio de Cicerón, que no ha llegado hasta nosotros, le descubrió la Filosofía. Desde entonces, ante todo, Agustín quiso ser filósofo.


Una de las primeras cuestiones que le preocupó fue la causa del mal en las acciones de los hombres. Esta pregunta le llevó al maniqueísmo, secta cristiana caracterizada por una posición dualista que confrontaba de manera radical el bien y el mal, el «reino de la luz» y el «reino de las tinieblas». En la «Carta de Fundación» de Manes, nuestro filósofo halló una respuesta a la pregunta que le inquietaba: el ser humano no era libre, tan solo podía identificarse con una parte de sí mismo, el «alma buena». Todo lo demás, las pasiones, el apetito sexual o la degeneración física provenían de una fuerza extremadamente poderosa y amenazante, el «reino de las tinieblas», que actuaba como un principio activo que trataba de invadir el «reino de la luz». A pesar de este primer hallazgo, Agustín fue progresivamente desilusionándose con dicha doctrina, pues se basaba en una idea muy simplista de la naturaleza del hombre y de su conducta. Desde el punto de vista moral, el maniqueo se contentaba con liberar la parte buena de sí mismo sin tener en cuenta el proceso de toma de decisiones o las dudas que amenazan a la voluntad. El mal siempre constituía una amenaza activa, mientras que el bien adoptaba una posición defensiva y, en último término, pasiva. Desde el punto de vista intelectual, Agustín acabó viendo en las doctrinas maniqueas una gnosis dominada por elementos esotéricos cuya sabiduría procedía de una revelación secreta.


Hacia el año 384 Agustín llegó a Milán como profesor de Retórica. Allí conoció a Ambrosio, obispo del lugar, cuya influencia intelectual fue crucial para su conversión al catolicismo. Desde el punto de vista personal, la vida de Agustín anterior a su conversión constituye una curiosa peripecia en la que la amistad y el amor poseen una importancia difícil de exagerar. A lo largo de esta primera etapa de su vida tuvo amigos cuya muerte le llevó a tomar decisiones trascendentales, varias concubinas a las que amó profundamente, un hijo, Adeodato, que murió siendo muy joven, una esposa a la que abandonó por un estilo de vida monacal y una compleja relación con su madre. Vivió siempre en pequeñas comunidades de amistad en las que se debatía sobre cuestiones filosóficas y religiosas. La más célebre es la que formó en torno a una villa cercana a Milán llamada Casiciaco.

 

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San Agustín en oración. Juan de Ribera. Primera mitad del siglo XVII. Museo del Prado. Web Agustinos Recoletos


Desde el punto de vista filosófico, el hecho determinante de su vida fue su encuentro con el neoplatonismo y, más específicamente, con Plotino. Fue a través de este filósofo como descubrió la posibilidad de conjugar su apetito de conocimiento racional con una creciente fe religiosa. De vuelta a su África natal, fue ordenado sacerdote y, poco después, consagrado obispo de Hipona (actualmente Annaba, Argelia) en 395. Durante su obispado, vivió un periodo de gran agitación, tanto a nivel político como en relación con la formación del dogma católico, con múltiples discusiones y teorías enfrentadas. Fue una época convulsa marcada por la definitiva división del Imperio Romano en una parte oriental y otra occidental, producida a la muerte del emperador Teodosio (finales del siglo IV), y el comienzo del declive definitivo del Imperio Romano de occidente.


El Edicto de Milán de 313 había convertido de facto al cristianismo en la religión preeminente del Imperio, situación que se elevará a oficial con el Edicto de Tesalónica de 391. Los valores propios de la civilización clásica pagana se muestran extenuados como fuente de respuestas a los problemas del periodo. Agustín es un pensador en la frontera de estos dos mundos: su formación fue estrictamente clásica, a pesar de la profunda fe de su madre, y su actitud investigadora sigue los esquemas intelectuales de las escuelas filosóficas de los periodos helenístico e imperial. Sin la tradición clásica, Agustín no habría llegado al catolicismo -o lo habría hecho de una forma muy distinta- y, sin embargo, a partir de su obra, la tradición clásica perderá durante siglos su motor originario: la búsqueda de la verdad basada en el estricto ejercicio de la razón sin condiciones.


Este recorrido intelectual y espiritual desde el pensamiento clásico hasta el catolicismo se encuentra magistralmente descrito en la obra más personal y significativa de su producción: las Confesiones. Agustín la escribió a los cuarenta y tres años, cuando ya era obispo de Hipona. Se trata de una auténtica autobiografía intelectual, muy distinta a las anteriores que conocemos, de una sorprendente profundidad psicológica. Como ha señalado Peter Brown en su espléndida biografía, las Confesiones son un «manifiesto del mundo interior» que Agustín redacta para arreglar cuentas consigo mismo: «escribir las Confesiones fue una acción terapéutica; los muchos intentos que se han hecho para explicar el libro solo como una provocación externa, o como una idea fija filosófica, ignoran toda la vida que corre a través de él» (Brown 2001: 175). A lo largo de sus páginas, Agustín muestra cómo el estudio de las obras de Plotino supuso para él el hallazgo de las respuestas que buscaba como católico:


Pues cuando buscaba la causa que me permitía apreciar la belleza de las cosas materiales de la tierra o del cielo, y cuando tomaba decisiones sobre asuntos sujetos a cambio […] descubrí la verdad por encima de mi mente mudable. Y así, paso a paso, mis pensamientos fueron ascendiendo desde la consideración de las cosas materiales al alma, que percibe a través de los sentidos del cuerpo. De aquí pasé a la parte más interior del alma, a la que los sentidos del cuerpo anuncian las cosas externas. Por encima de aquí no pueden llegar las bestias. El paso siguiente fue a la potencia raciocinante, que juzga de los datos entrados por los sentidos corporales. Por su parte, esta potencia de la razón, juzgándose ella misma mudable, se elevó hasta su propia inteligencia. Apartó mis pensamientos de su discurso habitual y se sustrajo de las imágenes contradictorias que la asediaban. De este modo podría descubrir qué luz le inundaba cuando con toda seguridad anunciaba que lo inmutable ha de ser preferido a lo mudable. Podría saber también cómo había llegado a conocer lo inmutable -pues de no conocerlo, no podría preferirlo con certeza a lo mudable-. Y así en un golpe de vista trepidante, mi alma alcanzó la visión del Dios que es (Confesiones, 7. 17).

 

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San Agustín en su gabinete.1480. Sandro Botticelli. Iglesia de Ognissanti, Florencia.  Web Agustinos Recoletos

 

Las posibilidades de la fe cuando se une a la razón


Para Agustín no hay rivalidad entre fe y razón, pues la razón lleva al humano siempre a la fe. Una vez que la tiene, la razón debe usarse para profundizar en la fe. Es así como debemos entender la sentencia agustiniana «entiende para creer, cree para entender». Por lo tanto, razón y fe se complementan.


El conocimiento de la verdad debe buscarse como consecuencia de una necesidad íntima, pues aporta la verdadera felicidad. Solo el sabio puede ser feliz y la sabiduría requiere el conocimiento de la verdad. La afirmación escéptica según la cual no existe la verdad se contradice al señalar la verdad de dicho juicio. De ahí que hasta los escépticos han de afirmar el principio de no contradicción que enunció Parménides. La cuestión no es si existe o no la verdad, sino cómo obtener certezas. La respuesta ha de buscarse en el autoconocimiento: si dudo, existe un sujeto que duda y, en consecuencia, puedo afirmar que dicho sujeto existe: si fallor, sum.


Siguiendo una interpretación neoplatónica, Agustín distingue varios tipos de conocimiento: el conocimiento sensible, que es un conocimiento cambiante y cuya utilidad para la vida práctica diaria es innegable, está al alcance tanto de los humanos como de las bestias. Sin embargo, el conocimiento propiamente humano es el racional, en el que Agustín distingue dos niveles: el conocimiento racional inferior, que nos permite juzgar las cosas sensibles de acuerdo con los modelos eternos, y el conocimiento racional superior, también llamado Filosofía o Sabiduría, que posibilita el conocimiento de las verdades eternas, inmutables, universales y necesarias que fundamentan nuestros juicios. Estas verdades son para el de Hipona de dos tipos: las ideas ejemplares (belleza, bondad o justicia, entre otras) y las verdades eternas (axiomas matemáticos, ideas geométricas y otras de este tipo).


Ahora bien, si realmente existen estos modelos ¿dónde se encuentran? Agustín responde que las ideas son esencias objetivas y se encuentran en la mente de Dios. El hecho de que el ser humano sea capaz de acceder a ellas no significa que pueda captar la esencia de Dios, sino que estas verdades se perciben por estar iluminadas como por un Sol. Una metáfora de clara inspiración platónica que Agustín tomó muy probablemente del Sol que deslumbra al personaje que logra escapar en el Mito de la Caverna. De acuerdo con la llamada Teoría de la Iluminación, no es posible acceder a estas verdades eternas a través de los sentidos, debiéndose buscar en la intimidad de la conciencia como un proceso de autoconocimiento. Todo ser humano las posee dentro de sí y, por tanto, cada cual es responsable de esta labor de introspección. La verdad no se encuentra en el mundo externo, sino en el alma, y se capta por medio de la iluminación divina.


Como puede verse, la Teoría de la Iluminación de Agustín reemplaza la teoría platónica de la reminiscencia para favorecer la intervención divina en el proceso de conocimiento. Las ideas filosóficas poseen siempre antecedentes y con seguridad podrían rastrearse los de esta tesis agustiniana en el estoicismo, pero la operación resulta en gran medida innovadora, pues traslada el problema del conocimiento de la realidad desde el objeto al sujeto, a la vez que incorpora en el pensamiento cristiano, a través de Platón, el proyecto de racionalidad de la filosofía griega.


Siguiendo la tradición judeocristiana, Agustín defendió que Dios creó el mundo junto con el tiempo (por lo tanto, de manera instantánea) por medio de un acto de libre voluntad. El acto de la creación se realizó desde la nada (ex nihilo), pero a partir de las ideas eternas que se encuentran en la mente divina: las ideas ejemplares y verdades eternas, que Agustín también denomina arquetipos y que Dios, como un demiurgo platónico, ha realizado en la materia. Las cosas del mundo existen en la medida en que Dios les ha otorgado existencia. Además, la divinidad depositó en la materia los gérmenes de todos los seres futuros para que fueran desarrollándose de manera progresiva en el tiempo. Así, todo ser creado está formado de materia (que, como en el estoicismo, puede ser corpórea o espiritual) y forma (la esencia que le hace ser lo que es). Esta tesis, conocida como la teoría de las rationes seminales, permite a nuestro filósofo fundamentar la existencia de un plan divino, emplazado en la mente de Dios, por el que el ser supremo tiene conciencia de lo que fueron, son y serán todas las cosas por él creadas.

 

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Jaime Huguet. Consagración de San Agustín. 1470. Museu Nacional D’art de Catalunya.  Web Agustinos Recoletos


Para Agustín, la existencia de Dios es evidente, lo que no le impidió desarrollar algunos argumentos que respondían a las legítimas pretensiones del ser humano de ofrecer cobertura racional a esta obviedad. Con tales argumentos nuestro filósofo no pretendía convencer a los que aún no creen, sino más bien reafirmar en ellos una creencia oculta preexistente. Por ello, sus demostraciones no poseen un carácter ordenado y sistemático, como sí ocurrirá posteriormente en la Escolástica. El primero de ellos lo encontramos ya en el pensamiento clásico formulado de distintas maneras: es el conocido como argumento del «consenso universal». Teniendo en cuenta los caracteres propios del Dios cristiano, único y omnipotente, no puede quedar escondido totalmente a los seres humanos una vez que estos hacen uso de la razón. Por eso, salvo raras excepciones, todos afirman su existencia, ya que portan en la mente la idea de un ser que sobrepasa en dignidad a todos los demás. Es un argumento típico de la Antigüedad, donde las posturas ateas eran muy excepcionales.


La existencia de Dios puede demostrarse también partiendo del mundo como creación y, por tanto, como algo contingente. A la vista de la creación, se hace necesario una causa eficiente, de la misma manera que de nuestros actos corporales se deriva la existencia de nosotros mismos. La necesidad de esta causa eficiente remite directamente a Dios. Pero el argumento preferido de Agustín procede de su propio recorrido intelectual y, por tanto, de una profunda labor de introspección, que, como ya he indicado, él mismo nos relata en sus Confesiones: caso de existir las verdades eternas, se hace imprescindible la presencia de un ser eterno e inmutable responsable de su creación. Dada la naturaleza humana, mudable y finita, estas ideas no pueden haber sido creadas por nuestra mente y, en consecuencia, han de ser obra de un ser eterno e inmutable: Dios, a quien conocemos de manera imperfecta a través de las huellas que ha dejado en sus criaturas. Como ha afirmado Ettienne Gilson, este sería el argumento más personal de Agustín para mostrar la existencia de Dios.


Nuestra imperfección limita gravemente la posibilidad de afirmar características concretas de este ser eterno e inmutable, pero Agustín se aventura a señalar algunas que se derivan de su capacidad para introducir en nosotros las ideas ejemplares. Dios ha de trascender el espacio y el tiempo, su esencia ha de ser la bondad, la sabiduría (es omnisciente) y el poder (es omnipotente). Agustín concibe a Dios como necesariamente simple, en el sentido de no constar de partes. Las razones de las cosas creadas se mantienen inmutablemente en él, pues en su mente radica el plan sobre el mundo cuya ejecución describe las distintas etapas de la historia universal. Todas las cosas poseen verdad ontológica en la medida en que encarnan o ejemplifican el modelo radicado en la mente divina.

 

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Claudio Coello. El triunfo de San Agustín. 1664. Museo del Prado.  Web Agustinos Recoletos

 

La cumbre de la creación divina es el ser humano, que consta de un cuerpo material y de un alma inmortal. Agustín recurre nuevamente al neoplatonismo para definir al ser humano como un alma racional que se sirve de un cuerpo mortal y terreno. El alma humana es un principio inmaterial. Aunque esta perspectiva es, insisto, deudora del dualismo platónico, nuestro filósofo no adopta la teoría platónica del alma en su totalidad, ya que no distingue en ella tipos ni clases y pone en valor el cuerpo en tanto que obra de Dios. Tampoco se sirve de esta teoría, como sí hace el filósofo griego, para construir una jerarquía con consecuencias políticas. Más bien, la idea de Agustín es sentar las bases de la demostración de la inmortalidad del alma. Para este objetivo utiliza el argumento platónico de los contrarios, aunque con matices. Si es cierto que el alma es principio de vida, dado que dos contrarios son incompatibles, el alma no puede recibir la muerte. Dicho de otra forma: si la esencia del alma es la vida, ¿cómo puede darse en ella la esencia contraria? Además, como ya se ha indicado, el alma aprehende verdades indestructibles, lo que prueba que ella es a su vez indestructible.


El alma es creada por Dios y se une al cuerpo, pero no por un castigo como ocurre en Platón. La creación divina es fruto de la bondad, pues tal es la esencia de Dios. Coherente con sus postulados acerca del conocimiento de la verdad y de la experiencia personal en el encuentro con las verdades ejemplares y las ideas eternas, a Agustín le interesa la cuestión de si Dios creó separadamente cada alma individual o las creó todas en la de Adán, lo que conllevaría que todas las almas desciendan del primer hombre por herencia. No debe sorprender que Agustín opte finalmente por la segunda explicación, pues a la vez que el permite confirmar la existencia de un plan divino, le sirve para justificar la transmisión del pecado original tal y como se describe en las Escrituras. Una vez más, observamos cómo para Agustín razón y fe, lejos de contraponerse, pueden trabajar en una misma dirección.

 


Una ética clásica de la felicidad que culmina en el amor a Dios


Como todas las éticas de la Antigüedad, la de Agustín es eudemonista, esto es, afirma la felicidad como el fin de la conducta humana. La felicidad es un estado al que se llega cuando se produce el encuentro con Dios. Pero ¿qué significado posee este encuentro? Agustín no se refiere a la máxima expresión de una vida teorética que se conforma con la contemplación de la divinidad, al modo aristotélico, sino a una unión amorosa y sobrenatural como culminación cristiana al esfuerzo humano ayudado por la gracia. La ética de Agustín es una ética del amor que requiere el concurso de dos voluntades, la humana y la divina, pero es esta última la que graciosamente concede al humano ese don. Reformulando el principio estoico que residencia el supremo bien del hombre en la integridad moral, Agustín afirmará que únicamente puede darse una vida buena y honesta mediante el amor a Dios y al prójimo.


Otro vínculo de unión entre el estoicismo y la filosofía de Agustín lo hallamos en la cuestión del libre albedrío, que experimenta en esta escuela notables avances al menos desde el siglo II d. C. Como ya he indicado, fue una de las cuestiones que más preocupó a nuestro filósofo desde su juventud. Peter Brown ha señalado con acierto que Agustín «combatió una terca batalla perdida contra aquellos quienes consideraban a los hombres como seres totalmente desvalidos» (Brown 2001: 161). Siguiendo una tradición específicamente romana, para el filósofo de Hipona la responsabilidad por los propios actos resultaba ineludible. Por ello, tras un primer momento de deslumbramiento, se opuso al determinismo maniqueo y defendió la primacía de la libre voluntad, pero no hasta el extremo que lo hizo posteriormente Pelagio. El problema resultaba complejo, pues además de la vertiente filosófica, se unía una discrepancia de las distintas sectas cristianas en la interpretación de algunos pasajes de san Pablo. Agustín hizo frente a las críticas de quienes consideraban que las acciones humanas se encuentran frecuentemente condicionadas por numerosos obstáculos y circunstancias vitales combinando el principio general de la libre voluntad con la gracia divina: «para resolver la incógnita» -dice- «traté concienzudamente antes de defender la libertad de elección de la voluntad humana; pero la gracia de Dios tiene la decisión» (Retractaciones, 2. 27). En definitiva, Agustín defendió el libre albedrío entendido como ejercicio y expresión de la propia voluntad. Ahora bien, la voluntad está obligada a reconocer al mismo tiempo el deber de amar a Dios. Toda acción humana debe juzgarse en relación con la intención que la guía: si es conforme a la ley de Dios será buena; en caso contrario, será considerada pecado. Esto significa que la voluntad es libre de apartarse del bien inmutable y adherirse a los bienes mudables, pero todos los hombres son conscientes de uno u otro modo de las normas morales, reflejo de la Ley eterna, pues Dios las ha impreso en el alma de todos los seres humanos; prueba de ello es que incluso los impíos son capaces de juzgar justamente. Sin duda, se trataba de una solución que un estoico podría matizar, pero no negar con rotundidad.

 

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Bartolomé Esteban Murillo. San Agustín entre Cristo y la Virgen. 1664. Museo del Prado.  Web Agustinos Recoletos

 

Si convenimos en que Agustín tiene razón, cabe preguntarse qué es el mal y qué papel juega. Nuestro filósofo distingue tres clases de mal: en primer lugar, nos encontramos con el mal físico, esto es, con el dolor y con la enfermedad. Afecta fundamentalmente a los cuerpos y es consecuencia del pecado original. El mal también puede concebirse en sentido moral, es decir, como pecado. Se trata de un mal absoluto en cuanto que puede conducir al castigo eterno. El mal moral ha de conciliarse con la bondad divina, lo que implicaría, como he señalado, la existencia de la libertad. Si el mal físico es consecuencia del pecado original, el mal moral lo es de un acto de soberbia del ser humano y se encuentra ligado a una mala voluntad.


Por último, ¿puede hablarse de un mal metafísico u ontológico? Agustín opina que no, puesto que en tal caso deberíamos afirmar que Dios, creador del mundo, es la causa última del mal. De nuevo, acudirá al neoplatonismo y, en concreto, a Plotino para tomar la idea del mal ontológico como mera privación: el mal es privación del bien, entendida como alejamiento de Dios. Esta tesis será muy discutida por los filósofos posteriores, sean o no cristianos.

 


La Historia y la construcción de un Estado cristiano


Como ya he señalado, la Historia es para Agustín el tiempo en el que se desarrolla el plan divino. Su perspectiva es primordialmente moral y espiritual. Los hechos que en ella se suceden han de ser tomados a la luz de dicho plan, aunque en muchas ocasiones no sea posible comprender su significado completo. Al concebir así la Historia, Agustín es el primer pensador que estudia las acciones humanas como un continuo desde el punto de vista temporal, ofreciendo un sentido unificado a los distintos momentos del pasado para vincularlos con el presente. Su interés no es, por tanto, analítico o científico, sino estrictamente espiritual.


El pensamiento político agustiniano ha de entenderse desde esta premisa. Para Agustín, los seres humanos se dividen entre aquellos que aman a Dios sobre todas las cosas y los que se aman a sí mismos antes que a Dios. El acicate que estimula la Historia hacia su objetivo final es la dialéctica entre estos dos tipos de hombres. Los primeros forman lo que Agustín denomina la Ciudad de Jerusalén, o Ciudad de Dios, basada en el amor a Dios a través de la Iglesia. Los segundos forman la Ciudad de Babilonia, o Ciudad terrenal, basada en el amor de los hombres a sí mismos. Las encarnaciones históricas de esta última son los imperios paganos de Asiria y Roma. La confrontación entre ambas ciudades posee un poderosísimo atractivo moral, pero también retórico. Ya Cicerón había disociado en sus discursos políticos dos clases de humanos: los que se aman a sí mismos sobre las demás cosas y los que aman en primer lugar a la patria. Ese lector infatigable del orador romano que fue Agustín vuelve sobre esta dicotomía, aunque formulada en un sentido muy distinto, ya que presenta al Imperio Romano como ejemplo de la Ciudad de Babilonia.

 

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Guercino. San Agustín meditando sobre la Trinidad. 1636. Museo del Prado. Web Agustinos Recoletos

 

Lo esencial de la distinción de Agustín es que ninguna de las ciudades posee una base material o institucional real, es decir, no estamos hablando de ciudades o Estados reales, sino que se presentan como ideales de moralidad y espiritualidad. En la práctica, ambas ciudades están mezcladas en cualquier sociedad y sus componentes mantienen una lucha ética tenaz. Los imperios paganos a los que alude Agustín se caracterizan por el triunfo de unos ideales espirituales alejados de los valores cristianos, pero no del plan divino: todo ello está previsto en la mente omnisciente de Dios. La separación y el triunfo definitivo de la Ciudad de Dios no se producirá hasta el fin de los tiempos, por lo que la historia humana avanza inexorablemente hacia un doble objetivo: la salvación de los integrantes de la Ciudad de Dios y el castigo de lo que integran la Ciudad de Babilonia.


La sociedad es para Agustín una multitud de criaturas racionales asociadas de común acuerdo en cuanto a las cosas que aman. La finalidad de este planteamiento es señalar que el Estado no será moral si no es un Estado cristiano, es decir, un Estado que hoy denominaríamos confesional. Agustín no se muestra en ningún momento contrario al Estado; reconoce su utilidad intrínseca como instrumento de coacción ante la persistencia en las sociedades del pecado original y sus consecuencias.


La política agustiniana posee, al menos, tres consecuencias directas: la primera es el papel de la Iglesia como garante de la forma moral del Estado o, como dice Agustín, como «levadura de la tierra» de la sociedad. La segunda consecuencia, derivada de la anterior y ampliamente debatida por la filosofía política medieval, consiste en situar a la Iglesia en un nivel jerárquicamente superior a los distintos reinos terrenales, puesto que le compete expedir el certificado último que acredita la adecuación moral de su actuación política. De aquí se deriva una tercera e importante consecuencia: no solo la Iglesia como institución, sino cualquier ciudadano puede posicionarse contra el Estado cuando este actúa de forma inmoral, esto es, sin fundamento en la fe y en el amor a Dios. He aquí la formulación, en términos cristianos, de lo que en la filosofía política moderna se conocerá como el «derecho de resistencia».

 


Agustín: un filósofo en la frontera de dos mundos


Quizá como en ningún otro pensador del periodo tardoantiguo, en Agustín de Hipona se aprecia cómo la operación de vincular la tradición clásica grecorromana con los principios cristianos resulta tan exitosa como imposible. Para concluir quisiera explicar esta aparente paradoja. Por un lado, Agustín demostró que autores como Platón, Cicerón, Plotino o los estoicos podían ser leídos a beneficio de inventario por un pensador que quisiera fundamentar teóricamente los textos cristianos, solo aparentemente alejados del grado de abstracción y de la altura intelectual que había alcanzado la filosofía grecorromana. Desde que, en su juventud, leyó el Hortensio de Cicerón, Agustín siempre se consideró un filósofo, y lo cierto es que su obra habría sido imposible, o muy distinta, sin el Timeo platónico o las Enéadas plotinianas. Sin embargo, esta labor de apropiación persigue unos objetivos que, en gran medida, hacen irreconocible el espíritu filosófico clásico. Pondré un ejemplo de este diálogo imposible haciendo referencia al pasaje final de Contra los académicos de Agustín, donde nuestro autor cree haber refutado el probabilismo defendido por Cicerón en los Académicos:

- Pues bien, para que conozcáis en pocas palabras todo mi plan sea cual fuere el estado en que la humana sabiduría se halle, veo que no la conozco aún. Pero, no teniendo más que treinta y tres años, creo que no debo perder la esperanza de conseguirla un día, porque he decidido dedicarme a su investigación, despreciando cuanto los mortales tienen por bienes en este mundo. No obstante, las razones de los académicos trataban de disuadirme no poco de mi proyecto, pero he procurado hacerme fuerte contra ellas con esta disertación. Pues todo el mundo sabe que existen dos caminos que nos impulsan al conocimiento: la autoridad y la razón. Ahora bien, para mí es evidente que jamás debo apartarme de la autoridad de Cristo, ya que no encuentro otra más fuerte. En cuanto a lo que ha de buscarse con la fuerza de la razón […] espero entretanto poder encontrar en los platónicos una doctrina que no se oponga a nuestros sagrados misterios […]
Entonces él dijo:
- Confieso que jamás me ha impactado nada tanto como el hecho de tener que retirarme vencido por la discusión de hoy. Y pienso que esta alegría no debe ser únicamente mía. Por lo mismo la compartiré con vosotros, mis rivales o nuestros jueces. Porque los mismos académicos desearon tal vez ser vencidos de esta manera por sus sucesores. […] Compañeros míos, convertid vuestra ansiada curiosidad con que me incitabais a responderle en una más firme esperanza de instruirnos conmigo. Tenemos un guía para conducirnos, bajo la providencia del mismo Dios, hasta el mismo interior del sagrado santuario de la verdad (Contra los académicos, 3. 43 – 45).

Agustín inaugura un método de investigación filosófica que podríamos calificar como retrospectivo: ya conocemos la verdad, pues se halla expuesta en las Escrituras. La Filosofía es un instrumento para entenderla a través de la limitada capacidad de nuestra razón. La vida dedicada a la investigación ya no es la socrática, sino la cristiana; no tiene por objeto la verdad, sino la fundamentación racional de una verdad ya dada. Dicho en otras palabras: Agustín es discípulo Sócrates para comprender, con todas sus consecuencias, el magisterio de Cristo. Una inversión de la finalidad de la Filosofía de enorme productividad para el pensamiento cristiano posterior, medieval y moderno, que propició la conservación de una buena parte de los textos clásicos a la vez que clausuraba su sentido originario y el mundo en el que vieron la luz.

 

San Agustin - Película 

 

 


Bibliografía


Agustín de Hipona. Obras completas. (41 volúmenes). Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.
Agustín de Hipona (1998). Confesiones. Prólogo, traducción y notas de Pedro Rodríguez de Sanchidrián. Madrid: Alianza Ed.
Agustín de Hipona (2009). Contra los Académicos. Edición bilingüe. Introducción de Jaime García Álvarez. Traducción de Julio García Álvarez y Jaime García Álvarez. Madrid: Ediciones Encuentro.
Agustín de Hipona. Qué es el tiempo. Edición bilingüe y traducción de Agustín Corti. Madrid: Trotta.
Brown, Peter (2001). Agustín de Hipona. Traducción de Santiago Tovar y Mª Rosa Tovar. Madrid: Acento.
Brown, Peter (2016). Por el ojo de una aguja. La riqueza, la caída de Roma y la construcción del cristianismo en Occidente (350-550 d. C.). Traducción de Agustín Luengo. Barcelona: Acantilado.
Brown, Peter (2021). El mundo de la Antigüedad tardía. De Marco Aurelio a Mahoma. Traducción de Antonio Piñeiro. Barcelona: Taurus.
Gilson, Étienne (2014). La Filosofía en la Edad Media. Traducción de Arsenio Pacios y Salvador Caballero. Madrid: Gredos.
Nixey, Catherine (2018). La edad de la penumbra. Cómo el cristianismo destruyó el mundo clásico. Traducción de Ramón González Férriz. Barcelona: Taurus.
Pohlenz, Max (2022). La Stoa. Historia de un movimiento espiritual. Traducción de Salvador Mas, con la colaboración de Iker Martínez. Prólogo de Emilio Lledó. Epílogo de Iker Martínez. Barcelona: Taurus.
Plotino. Enéadas. Traducción, introducción y notas de Jesús Igal. Madrid: Biblioteca Clásica Gredos.

 

 

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