Misteriosa Christine: Un fragmento del diario de California
En el aerobic había hecho progresos notables en tan sólo un mes y medio de práctica. Aquella mañana me sorprendí a mí mismo siguiendo la clase y el ritmo de un modo casi perfecto, teniendo en cuenta que el primer día no fui capaz de articular ni un sólo ejercicio. Christine era la seducción que animaba mis movimientos, ungía mi cuerpo con la gracia de su danza, la dulce melodía de su voz cantarina y el hechizo relajante de su sonrisa y sus miradas. Bailando frente a ella volvía a mí la juventud. Contagiado del ritmo y la armonía de sus pasos, mis pies se movían con ligereza, mi cuerpo perdía su pesadez y un delicioso arrebato de placer me suspendía en el vértice del olvido, por encima de las aristas del espacio y del tiempo. Fue ese día cuando me atreví por fin a hablarle la primera vez, y le pregunté sonriente: "How about cardio-dance workout class in Hearst Gym? I heard you attend to it Tuesday morning". Pero su respuesta, larga y cariñosa, se adentró en el vacío de mis carencias múltiples, chocó con la insuficiencia de mi entrenamiento lingüístico y se perdió en la lejanía infinita, dejando sólo en mis labios el eco de la perplejidad que sonaba: "¡Yeah, O. K. Christine, thanks!"
A partir de ese día, me telefoneaba una o dos veces por semana para quedar en el Café Harding, donde hablábamos durante una hora exacta al cabo de la cual ella se despedía y se iba. Yo interpreté que quería ayudarme con el inglés desinteresadamente, y esas charlas vendrían a ser como clases que me regalaba de vez en cuando. Un día, a finales de marzo, sentado con ella en el lugar acostumbrado, se acercó a saludarme un amigo al que dije que me llamara para vernos antes de finales de mayo porque en esos días me iba a marchar ya de San Francisco para pasar varios meses en Los Ángeles. Christine se mostró sorprendida por la proximidad de mi marcha y me expresó su deseo de que pasásemos más tiempo juntos. ¿Por qué? El caso es que, desde entonces, nuestras entrevistas fueron más largas y frecuentes. Pasábamos la mañana visitando las galerías de arte de North Beach y luego comíamos en un bonito café italiano, o paseábamos por la Marina de Berkeley y tomábamos lunch en uno de los restaurantes de la orilla desde donde se disfrutaba de una vista magnífica del Golden Gate. Incluso alguna vez quedamos en mi casa y allí pasamos las horas charlando, oyendo música y tomando té.
El día de mi cumpleaños vino a recogerme por la tarde con su gorrito y su sonrisa detrás de sus gafas inmensas y ligeramente teñidas, para que fuesemos a un musical en el campus de la Universidad. Dimos un paseo por Telegraph hasta el Zellenbach Auditorium entre los hippies y los estudiantes, dejando atrás el perfume a sándalo mezclado con pachuli y el desagradable olor a suciedad y orina de los homeless people. El olor a incienso salía de las librerías y de las tiendas donde se vendía la nostalgia de Oriente, de Nepal, de Katmandú, del hachisch, y el retorno al estado natural y a la desnudez de una juventud que ya había abandonado tiempo atrás el ideal de un utópico equilibrio entre la inocencia y la sensualidad. Tras el concierto la invité a cenar en Chez Panisse casi a las diez treinta, una hora terrible de tarde. El ambiente era sofisticado y distinguido, con la gente cenando y conversando plácidamente a la luz de las velas. Un maitre vino a nuestro encuentro para decirnos que teníamos que esperar todavía half-an-hour. Era igual, teníamos toda la noche. Tras pedir una copa de vino, Christine fue al Toilet a pintarse los labios, a quitarse las gafas, a lavarse las manos y volvió incluso con un peinado distinto. Estaba encantadora. Cenamos Halibut con almejas y torrijas, y conversamos sobre mi novela, mi familia, mis amigos de Kansas, mis viajes otra vez, mis países preferidos otra vez. Y también un poco sobre su familia, su hermano, la novela que estaba escribiendo su hermano, Turquía otra vez y su nostalgia del Mediterráneo otra vez. Al salir del restaurante ella tiritaba de frío a mi lado y yo la rodeé con mis brazos para que recuperase el calor, pero se quedó rígida y callada. Sin embargo, cuando nos despedimos hizo un gesto como si esperara un beso de mis labios en los suyos, mientras maquinalmente mi boca fue a posarse sobre su mejilla cumpliendo el gesto formal del adiós convencional.
Un día me dijo que quería invitarme ella a mí a cenar en su casa. Me llamó por la mañana para decirme que me recogería con su coche a las seis. Yo me había puesto ya mi traje oscuro y mi camisa azul de Armani cuando ella apareció con su vestimenta vaquera de siempre, que era la única que parecía tener. Me lo hizo notar: que me había vestido como para una ocasión especial. Cuando llegamos a Oakland se dirigió hacia el puerto por una calle desangelada por en medio de la cual circulaba un tren de mercancías a la vez que lo hacía el tráfico de los coches por un lado y por el otro. Me pareció algo inconcebible. A la vez me impresionó la desolación del lugar, la suciedad del puerto, el frío de aquel barrio desapacible. Ni tiendas, ni vecinos, ni naturaleza. Pero aún me pareció más increíble el lugar donde vivía: un almacén del puerto. Cuando entramos no pareció ni cortada ni avergonzada. Al contrario, me explicó que ese tren de mercancías que habíamos visto pasaba justo a metro y medio de sus ventanas, como comprobaríamos enseguida, formando un estruendo insoportable a cada rato, incluso de noche. La casa no tenía habitaciones. Era un hangar enorme en el que una decoración muy esquemática distinguía espacios y ambientes. Había, eso sí, cuadros de Christine por todas partes. En aquel sitio invivible vivía ella... con Malcolm, su actual pareja. La cena consistió en una patata cocida, una cucharada de huevos revueltos y un trocito de pastel de frutas de postre.
Después de una breve charla de sobremesa en tono distendido y simpático, Christine empezó a dar señales de ponerse ansiosa e incómoda. De pronto se encendió una luz en el fondo de la nave y una cortinilla se descorrió lentamente apareciendo, en una semioscuridad mal producida, la silueta de un cuerpo escultural semidesnudo. En efecto, era una figura bella de mujer que se aproximaba despacio hacia nosotros. Se movía con suma elegancia y gracia, aunque cuando pude ver mejor su rostro me pareció dominado por el hastío y la indolencia. Incluso al mirarlo más despacio, me dí cuenta de hasta qué punto aquellos ojos tristes, aquellas mejillas surcadas por ojeras profundas, aquel cabello desordenado aunque hermoso... aquella expresión de cansancio no reflejaban la belleza de la juventud sino el agotamiento y el asco. Aún así, su cuerpo contenía la más alta concentración de erotismo que yo jamás hubiera podido soñar. Irradiaba poder de seducción, levantaba llamaradas de deseo, como si fuese el cuerpo de una diosa encontrada al azar entre la multitud vulgar de los humanos y llevada allí para revelarse en toda la magnificencia de su divino esplendor. Una diosa que se acariciaba el cuerpo, orgullosa de él, cubriéndolo de aceite perfumado.
El show incluía una última sorpresa. En un momento dado, aquella figura se acercó a mí y me tomó de la mano. Yo no sonreía mientras la miraba. Tal vez porque entonces veía en ella sólo a una infeliz muchacha cogida en la trampa de una realidad angustiosa, y oprimida por la visión de un futuro sin esperanza, carne de terribles mafias del sexo, al borde del abismo de las drogas y de la locura. Una joven que no podía disfrutar de su juventud ni del amor cuando éste daba sus mejores y más sabrosos frutos tempranos. Hubiera podido tocarla, posar mis manos en la carne de la diosa y sentir su energía, su calor, su misteriosa fuerza erótica, pero no lo hice. A ella no le gustó mi mirada abstraída, intensa y extraña. Eran las once y media cuando Christine se levantó y, precipitadamente, salió a la calle sin despedirse. Entonces yo pedí a Malcolm que me llevara a casa.
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