Alejandra de Argos por Elena Cue

Campus: Un nuevo fragmento del diario de California

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Solía haber mucha animación en el campus a la hora soleada y tranquila del mediodía. Los estudiantes iban de un lado a otro o estaban sentados en el césped comiendo, sesteando, leyendo, tomando el sol, charlando o cantando con las guitarras. El aire fresco hacía temblar las hojas de los árboles, del abedul, de las jacarandas, y un fragor de viento suave agitaba la reverberación del sol sobre la superficie del estanque. Aquel día una oleada cálida, placentera, me ascendía desde dentro y me abría a aquella vitalidad juvenil y al colorido de su bullicio multirracial. ¡El mundo es tan grande y tan pequeño a la vez, tan diferente y tan igual! Me senté en un banco y empecé a mirar a mi alrededor como un espectador curioso sin pensar en nada, atento sólo a lo agradable del instante.

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Solía haber mucha animación en el campus a la hora soleada y tranquila del mediodía. Los estudiantes iban de un lado a otro o estaban sentados en el césped comiendo, sesteando, leyendo, tomando el sol, charlando o cantando con las guitarras. El aire fresco hacía temblar las hojas de los árboles, del abedul, de las jacarandas, y un fragor de viento suave agitaba la reverberación del sol sobre la superficie del estanque. Aquel día una oleada cálida, placentera, me ascendía desde dentro y me abría a aquella vitalidad juvenil y al colorido de su bullicio multirracial. ¡El mundo es tan grande y tan pequeño a la vez, tan diferente y tan igual! Me senté en un banco y empecé a mirar a mi alrededor como un espectador curioso sin pensar en nada, atento sólo a lo agradable del instante.

Una joven rubia, sentada frente a mí con las piernas cruzadas, hojeaba perezosamente un libro. Se había dado cuenta de mi mirada que, aunque distraída, había sido para ella como un reclamo. Una y otra vez me miraba nerviosa, compulsivamente, y cuando nuestros ojos se cruzaban, ella volvía la cabeza con un gesto de intriga y desconcierto, queriendo disimular. Sin duda se preguntaba: "¿Por qué me ha mirado?" Tal vez un vago sentimiento de sospecha le llevaba a pensar: "Esa mirada es la de un pervertido, un maníaco, tal vez un criminal". Pero el vínculo seguía establecido. "¿Me habrá encontrado atractiva e interesante o diferente y extraña?". Un poco más allá, seis, ocho, diez chicos creaban una atmósfera de diversión sobre la hierba poniendo en escena un mimo. Tenían un aspecto entre gracioso y cómico, y carecían por completo del sentido del ridículo. Un corro numeroso se había formado alrededor, y se oían risas estrepitosas, aplausos y silbidos entusiasmados.

De repente, un old boy bastante mayor, con barba blanca y voz ronca y estentórea de ranchero tejano, tapándome el sol se plantó delante y me pidió un donativo para el mantenimiento de su iglesia. Su perro, grande y revoltoso, jugueteaba alrededor de él empeñándose en cazar una mosca, hasta que en uno de sus movimientos vino a poner sus patas sobre mis rodillas y su enorme boca abierta a tres centímetros de mi cara. Luego el tiarrón se colocó en medio del Carrefour y desde allí, con su gorrita de béisbol, sus botas con espuelas y sus vaqueros gastados empezó a cantar villancicos a pleno pulmón.

Mirándole pensaba si esa sensación de que con el paso del tiempo se pierde la impresionabilidad poética no podría ser, a la vez en sentido positivo, un proceso de acceso progresivo a la objetividad. O sea, me preguntaba si a medida que se avanza en edad, alejándonos de la niñez, del origen, se va haciendo imposible seguir siendo poeta. Porque el sentir ya no tiene tanta intensidad, y la percepción incisiva y detallada de los detalles y de los matices se pierde. El debilitamiento de las sensaciones, ¿no abre la perspectiva de una paz sosa, un vacío de hastío e impasibilidad? Ya pocas cosas llaman la atención, y la sorpresa o el interés profundo apenas se producen. Sólo queremos distraernos con lo que nos rodea, con lo que lentamente vamos dejando atrás.

Eran las dos y se me ocurrió que podía pasar un rato en el Faculty Club hasta la hora de mis clases vespertinas. El Faculty Club de la Universidad de Berkeley era un conjunto de estancias amuebladas y decoradas con cierto lujo al gusto británico, con rincones amenos y bien iluminados en mitad de un bosquecillo. Allí los profesores de las distintas Facultades se encontraban, hablaban, leían la prensa, tomaban café o té, y se relacionaban relajadamente intercambiando opiniones, comentando la actualidad académica o política, o resolviendo las cuestiones administrativas que les afectaban.

Al entrar a uno de los salones, en el rincón de la derecha junto al ventanal una voz conocida se dejó oír desde el fondo de un sillón orejón que ocultaba por completo a su ocupante. Era la voz de Christopher que me recordaba que a las siete teníamos cena el grupo de amigos en casa de los Calhoun. La verdad es que no me había costado mucho ambientarme, y me sentía muy bien acogido y querido por muchas personas a pesar del poco tiempo que todavía llevaba como profesor en la universidad. La gente había comenzado pronto a llamarme por teléfono a casa: Anne y Greg con frecuencia para invitarme a cenar; Stanley, mi conversation partner, para quedar los lunes, y Matt desde Kansas para charlar de vez en cuando un rato. La semana anterior, John me había telefoneado tres veces porque quería que fuésemos por la noche a la celebración del bon-fire en la víspera del big game -el partido de rugby entre los equipos de las universidades de California y Stanford- en el Hearst Greek Theater.

Había ya una gran multitud de jóvenes llenando las gradas entre columnas dóricas y frisos áticos cuando llegamos. En el foso un gran fuego que, con sus llamaradas, templaba el aire nocturno a la vez que teñía de rojo y amarillo los rostros de los asistentes, un puntualismo que destacaba en derredor sobre el fondo oscuro y multicolor de los cuerpos apretados entre sí. En el escenario, la banda de música, con uniformes de gala y paso militar, interpretaba una marcha y, al terminar, se situó en un extremo de la escena.

Y entonces empezó el ritual. Grupos de jóvenes animaban a la multitud a protagonizar la fiesta. Primero repitiendo a coro las fórmulas de la competición: "The ax, the ax, the ax right in the neck, in the neck, in the neck...", cada vez más rápido, cada vez más fuerte, simulando la agresividad de la lucha de una forma desenfadada y cómica. Luego discursos rememorando las pasadas victorias y hazañas del propio equipo berkeliano. Desfiles de chicas luciendo los colores azul y amarillo, incineración de la bandera roja de Stanford, insultos y burlas a esa Universidad. Y, por último, los showman que con voz atronadora movían a la multitud y la dirigían repitiendo palabras y frases sin sentido hasta formar un coro a cuatro voces al compás y ritmo por ellos marcado.

Cada espectador tenía una candela encendida cuando el fuego del foso estaba casi extinguiéndose. Puntos brillantes sobre la indistinción oscura de la noche, en medio del bullicio de las caras rubias y de los atuendos pardos. Por último, la oleada de los cuerpos de un extremo al otro del semicírculo, levantándose y levantando los brazos unos a continuación de los otros, la risa de las olas en la playa griega de un mar de rubia juventud con el rumor de los cantos y los clamores y el reflejo de los destellos dorados.

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Junto a Christopher, en el Faculty Club, estaba August hojeando la prensa, y me comentó que vendría él también a la cena por la noche con los Calhoun. Añadió que en el San Francisco Bay Reporter acababa de ver el anuncio de una representación, por parte de un grupo experimental, del Calígula de Camus en Nob Hill, y que si me apetecía que fuésemos el día siguiente que era sábado, sólos o acompañados. Había leído además un par de críticas que la ponían bastante bien. Puesto que yo había cancelado el plan para pasar ese día en Los Ángeles y me veía con toda la tarde por delante, encerrado en casa y metido en la cama a las cinco, acepté inmediatamente su sugerencia sin pensármelo dos veces.

Precisamente August había sido el primer amigo que yo había hecho poco después de llegar a Berkeley. A sus sesenta años largos, con su figura erguida y esbelta y sus largos cabellos grises, conservaba la apariencia de un individuo distinguido y culto, un académico de corte clásico aunque no fácil de encasillar. Profesor de Literatura Comparada, cuando hablaba se veía en qué medida había asimilado y llevaba consigo siglos de cultura. El alto nivel económico de su familia le había permitido viajar mucho, hablar varios idiomas y tener una gran masa de conocimientos, de experiencias y de aventuras tanto teóricas como vitales. Por eso, además de profesor, era también filósofo, poeta y un hombre de mundo.

Cuando Christopher se marchó, August y yo nos quedamos conversando, y cuando le miré más atentamente a los ojos volví a percibir en ellos los signos de una nueva recaída en la melancolía. Lo que más me llamaba la atención de él era cómo, bajo su trato siempre exquisito, chispeante y jovial, se escondía un fondo de profunda desilusión e indiferencia. Nos veíamos a veces en cafés y lugares de reunión donde los amigos nos encontrábamos y hablábamos entre miradas que se cruzaban llenas de sonrisas, palabras amables, regaladas y dichas con gusto. En aquel paraíso social, entre colegas tan bien dispuestos a la amistad, él era el que destacaba por su franca simpatía y por sus bromas siempre inteligentes, ingeniosas y agradables.

Sin embargo, desde los comienzos de nuestra amistad yo no había dejado de entrever su fondo decepcionado, como si le faltara fe en su vocación intelectual y se refugiara en ciertas poses de escepticismo y esteticismo decadentes. Después, cuando intimamos algo más, me contó que en su juventud había vivido una vida de hippie aislado de todo, siempre medio desnudo y descalzo porque no le gustaban las botas ni los uniformes de los militares. Luego volvió a la civilización y se hizo profesor en un momento de crisis muy difícil para él. Eso determinó las actitudes que desde entonces había adoptado: su resignación budista, su humor irónico y sarcástico, y su decisión de no engendrar hijos ni comprometerse por amor con ninguna mujer. Pero más que ninguna otra cosa, su forma evasiva de vivir el tiempo:

- "Toujours, la vie est á une autre part"-, me dijo citando a Rimbaud. Y a continuación, golpeando la mesa con el vaso, con los ojos enrojecidos y cambiando la entonación, el timbre y el tono de la voz, añadió:

- "Lo que siempre me ha faltado ha sido despertar de una vez del sueño de la cultura para estar, como todo el mundo, en la vigilia de la vida. Y cuando hablo de la vida me refiero al presente, al tiempo que no se consume en el ansia de hacer y de alcanzar, ni en el recuerdo del haber hecho y vivido ya, sino que es esa serenidad sin meta y sin pesar que sentimos en los rincones de los cafés frecuentados, o que nos producen las caras y los nombres de nuestros amigos, o la cadencia de la música mil veces escuchada... Lo que yo he hecho ha sido matar el tiempo, una forma educada de suicidio".

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Para llegar a la casa de los Calhoun había que atravesar el Financial District de San Francisco, un bosque de rascacielos que desde la primera vez me pareció una especie de recinto sagrado, repleto de templos henchidos de aparente grandiosidad y rebuscado misterio. ¿A qué dioses se rendía culto en ellos con tanto esplendor? Luego la muchedumbre de los cottages alineados en hileras blancas surcando las colinas, con sus espacios de arbolado y flores, y la imaginación queriendo penetrar tras las cortinas y las puertas hasta el interior de las alcobas. Y el mar, la bahía, ese azul sereno, firme, intenso, con fugaces pinceladas de blanca espuma y pequeños barcos que lo adornaban. A un lado, el puente de Oackland tras el que el sol esparcía un derroche de oro y brillo que cegaba la mirada. Al otro, el Golden Gate Bridge, sencillo en su belleza y el encanto de su elegancia. Al fondo las colinas de Berkeley y Richmond.

La cena y el vino maravillosos contribuyeron a que la velada, en la terraza-jardín de los Calhoun, luciera espléndida. Su casa estaba cerca de Fort Mason y desde allí se disfrutaba de una espléndida vista del Golden Gate, de los yates y veleros anclados en el muelle, y de la avenida a orillas del mar que se extiende desde el límite de Marina District hasta el Pabellón de las Fine Arts. En medio de una luz vespertina que parecía resistirse a dejar paso a la noche, como envidiosa de nuestra animación y de nuestra charla, "chin chin" sonaba el vidrio de nuestras copas. Hablamos del partido de rugby Cal-Stanford, de los felices años en los que Marcuse dejó su revolucionaria huella en la universidad, de Palestrina y Monteverdi, de un japonés enamorado de sí mismo y de algunas preciosas novelas a las que aludió Ryan y de las que algunos tomamos buena nota para futuras lecturas. Y despedimos a Ryan, que partía en breve con destino a Sidney para una larga estancia allí como profesor invitado.

Ryan era un profesor asociado de mediana edad que en su forma de hablar tenía el estilo conciso, desenfadado pero bien trabajado de las descripciones y diálogos de los guiones cinematográficos de calidad. Nunca perdía un inconfundible estilo inglés eduardiano, a medio camino entre lo autocomplaciente y lo provocativo. Había pasado algunos años trabajando como asistente de dirección y guionista en un estudio cinematográfico de Hollywood, y de una forma desenfadada, chispeante y entretenida nos describía a veces el proceso de preparación, gestación y edición de las películas que terminaban finalmente por surgir de un caos al que habían contribuido las exigencias del productor, las extravagancias de los actores y del director, la mediocridad del tema y del guión que se intentaban mejorar a cada momento, los fallos técnicos frecuentes y las intromisiones inoportunas de los periodistas.

En la sobremesa de la cena, con su modo tan original de combinar lo irónico y lo cómico con lo dramático, se burlaba con amargura de la clase culta californiana, a la que reprochaba su inconsciencia y frivolidad:

- "La mayoría de esta gente -dijo- no quiere prestar atención a lo que sucede. Se interesa, por ejemplo, en series y películas tontas y cree que el mundo sigue siendo un lugar maravilloso, en vez de mirar más a fondo y enfrentarse a la realidad".

Pacifista convencido, se reprochaba su falta de compromiso juvenil contra el militarismo estadounidense y contra la guerra del Golfo, en la que habían muerto personas queridas para él. Una causa que lo requería y ante la que no se sintió concernido. Incluso comprendida y evaluada la gravedad de la situación, no había sido capaz de implicarse en una actitud de protesta activa y de lucha real por la defensa de todo lo que estaba en peligro. Siguió en su pasividad y en su inhibición cobarde:

- "Uno hace lo que está en la lista: comer, por ejemplo, o escribir el capítulo undécimo, o el teléfono que suena, o salir en busca de un taxi, o viajar en primera clase con reserva de hotel. Ves lo de más arriba y te parece chapucero lo de abajo. Y luego está el trabajo. Y las diversiones. Y la gente. Y los libros. Hay cosas que comprar en las tiendas. Siempre hay algo nuevo. Tiene que haberlo. ¡Mejor un loft en Madison Avenue que dedicar tiempo a las causas nobles! ¡Al diablo las causas nobles! Lo que triunfa es el narcisismo del deporte, de las vitaminas, los zumos de frutas, las proteínas, los baños calientes, las cremas y los perfumes. Todo lo que pueda contribuir a ensalzar y prolongar la juventud del cuerpo".

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La obra de teatro en Nob Hill no había sido decepcionante. Al final sólo fuimos a verla Louise y yo. August se encontraba indispuesto y me había telefoneado para decirme que ella quería ir y que podríamos hacerlo juntos. Louise era una antigua alumna de August, pintora de creciente éxito, con la que yo coincidía desde hacía meses en el gimnasio por las mañanas. Al terminar la representación fuimos a cenar a un café cercano atestado de gente que acababa de salir, como nosotros, del teatro. Encargamos salad y lamb con cerveza negra y pan de horno, y nos sentamos en una mesa el uno frente al otro. La verdad es que nunca recuerdo de qué hablábamos durante tanto tiempo siempre que nos veíamos, aunque tengo la sensación de que debían ser cosas de determinada importancia:

- "¿Sabes? -me dijo con esa musicalidad tan dulcemente femenina en la voz que me transmitía mucha ternura-. La representación me ha planteado preguntas y me ha suscitado problemas. Como artista mi aspiración es interpretar, en las apariencias de lo cotidiano, los signos de un significado superior del mundo que yo querría apresar y expresar en mi trabajo artístico. Pero eso se tropieza siempre con la prueba de los artificios de la sociedad, que enmascaran y desfiguran su brillo. Como en Calígula, mi dificultad es cómo ser yo misma, la cuestión de la autenticidad y la inautenticidad".

En nuestras conversaciones, ante el menor motivo, Louise solía reaccionar censurando con acritud la incapacidad de los individuos para tener un juicio propio sobre las cosas, en lugar de aceptar y repetir lo que piensan, dicen o hacen los demás. Criticaba el miedo a salirse de la norma, de lo normal y singularizarse; ese pavor a ser distinto que desde muy pronto atenaza a muchas personas. Tras todo eso estaba la herida aún abierta de su relación ya finalizada con el aristocrático August, que le había hecho sentir como un estigma proceder de una capa social desfavorecida, su exclusión, desde el principio, de formar parte de la clase superior. Continuamente afloraba en ella ese sentimiento de exclusión cuando aparecía el código social que, según repetía, continuamente imponen los demás. Recuerdo, a este respecto, sus dificultades para adoptar las buenas maneras de uso del cuchillo y el tenedor en la mesa, que no le habían enseñado en su casa. El uso que su padre hacía de los cuchillos de diferente tamaño tenía que ver sólo con el acto de cortar el pan o la carne, y no con los diferentes platos del menú. Su frustración por el fracaso con August, de quien seguía enamorada, se traslucía en sus ataques al staff académico de los profesores en su conjunto:

- "En vuestro mundo, los profesores representáis continuamente la comedia de los artificios y los prejuicios de clase. La tensión por el culto a sí mismo y la exigencia de imitar un modelo elevado y distinguido no es más que el modo de revelar un deseo de elevación social. ¿Acaso no explica eso mismo el estrambótico comportamiento de los profesores "plebeyos", continuamente inquietos y que muestran su debilidad en la necesidad constante de rebajarse y estar haciendo el payaso con los colegas o incluso con los alumnos, eso que tanto disgusta al refinado y aristocrático profesor August, siempre con sus pulcros y bonitos trajes tan bien adaptados al culto de su propio ego, y que pasea de noche por el campus oprimido por la certeza de que morirá sólo?".

Cuando acabamos la cena, bajamos por Powel Str. mirando los ríos de gente por las aceras con sus bolsas de Maiy`s moviéndose sobre el fondo iluminado de los escaparates y los anuncios de rótulos coloreados. Las serpentinas, las campanillas, los adornos de navidad, las canciones saliendo a la calle de dentro de las tiendas, mezclándose unas con otras. Y los niños mirando embelesados las actuaciones de los payasos callejeros que anunciaban la proximidad de las fiestas. En el centro de Union Square, entre las palmeras y los vendedores de cuadros, un negro tocaba una batería produciendo un ritmo trepidante que hacía que los transeúntes se movieran al compás de sus drums y levantaran los brazos. Cuando Louise subió a su coche para regresar a Berkeley, su desolación se interponía una y otra vez en mis pensamientos a pesar de que no lo deseaba. Me quedé mirando las hojas de las palmeras moviéndose con la brisa y pensaba en la dificultad de conocer el lugar exacto por el que pasa el ecuador de las cosas, y en qué momento un poco más de presión actúa como el hielo entre las grietas del granito que acaba haciendo estallar las rocas.

 

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