Alejandra de Argos por Elena Cue

La herencia de la Ilustración

Comparte
FaceBook
  Twitter

El poeta italiano Gabriele D’Annunzio dijo en una ocasión que el paseo marítimo de Reggio Calabria, con la ciudad de Messina a la derecha y el Etna al fondo atravesado en su mitad por las nubes bajas del alba, era el kilómetro más bello de Italia. Y, sin embargo, la pacífica armonía del trayecto contrasta con la historia y la leyenda del sitio, donde, según Tucídides, «por la estrechez del lugar y por confluir en el mismo punto aguas procedentes de los grandes mares (el Tirreno y el de Sicilia) y de corriente impetuosa, tiene justamente fama de peligroso»

La herencia de la Ilustracion. Lilti

 

El poeta italiano Gabriele D’Annunzio dijo en una ocasión que el paseo marítimo de Reggio Calabria, con la ciudad de Messina a la derecha y el Etna al fondo atravesado en su mitad por las nubes bajas del alba, era el kilómetro más bello de Italia. Y, sin embargo, la pacífica armonía del trayecto contrasta con la historia y la leyenda del sitio, donde, según Tucídides, «por la estrechez del lugar y por confluir en el mismo punto aguas procedentes de los grandes mares (el Tirreno y el de Sicilia) y de corriente impetuosa, tiene justamente fama de peligroso» (Historia de la guerra del Peloponeso, IV, 24). Tanto Reggio como Messina son, de hecho, ciudades nuevas, reconstruidas tras la devastación sufrida por el funesto terremoto de 1908.

También la leyenda refiere esta capacidad destructiva del estrecho, amplificada por la actividad carnífice del Etna. Cuenta el Poeta en la Odisea que Ulises, prevenido por Circe, logró atravesar con su nave la angosta franja situada entre dos peñas, en cada una de las cuales se hallaba un terrible monstruo: a un lado Escila, en otro tiempo bella ninfa enamorada de Poseidón y convertida por la despechada esposa de este, Anfitrite, en una bestia marina de seis cabezas y cuellos serpentinos idénticos; al otro, Caribdis, el monstruo marino, hijo de Poseidón y de Gea, que tres veces al día vomitaba negra agua para luego absorberla formando un remolino capaz de succionar todo lo que se encontraba a su alrededor. La aventura le costó a Ulises seis miembros de su tripulación, «los mejores por sus brazos y fuerzas» (Odisea, XII, 70-259). Antes de Ulises, sólo la famosa Argos, comandada por Jasón, había logrado escapar indemne de aquellas bestias, no sin ayuda divina. El episodio quedó inmortalizado en el Canto IV de las Argonáuticas de Apolonio de Rodas.

 

Johann Heinrich Füssli 054

Odiseo luchando contra Escila y Caribdis. Johann Heinrich Füssli


Aunque reconozco que a primera vista puede parecer descaminado, hablar hoy de la Ilustración remite inevitablemente a la legendaria amenaza de Escila y Caribdis. O, al menos, esa ha sido la conexión que he podido establecer al leer La herencia de la Ilustración. Ambivalencias de la modernidad. La obra es, sin duda, uno de los ensayos más interesantes que se exhiben actualmente en las librerías. Publicada en francés en 2019, se encuentra disponible desde finales de 2023 también en castellano gracias a Gedisa (y al artífice de su espléndida traducción, Cristopher Morales Bonilla). El autor, Antoine Lilti, es director de estudios de la École des Hautes Études en Sciences Sociales, un centro de investigación interdisciplinar destinado, como nos informa su portal web, «a comprender las sociedades en toda su complejidad». En coherencia con este objetivo, Lilti se propone explicar la singular complejidad del pensamiento ilustrado, irreductible a una sencilla definición.

La tesis de la obra es clara: la herencia de la Ilustración no puede aceptarse sin más a beneficio de inventario. Debemos recoger sus bienes, pero también hemos de afrontar sus deudas; alegrarnos de sus grandezas y revisar sus múltiples errores, sus considerables carencias. Sólo así podremos considerar vivos los valores que promovió en el pasado y sobre los cuales hemos edificado nuestras sociedades.

El libro examina en profundidad la obra de los ilustrados franceses más célebres, como Voltaire, Diderot o el ambiguo Marqués de Sade, en su contexto específico. La aproximación de Lilti no es condescendiente con estos primeros pensadores, de los que destaca sus contradicciones, como, por ejemplo, defender la autonomía y la libertad del individuo y, a la vez, la necesidad de civilizar a pueblos considerados salvajes, así como la tensión, nunca resuelta, entre universalismo e imperialismo. Para el autor, dichas contradicciones son un producto histórico, y podrían salvarse profundizando en los principios que guiaron el pensamiento ilustrado. Pero, para ello, resulta imprescindible actualizar estos principios, armándolos contra los feroces ataques recibidos por la posmodernidad.

Para ello, Lilti desmenuza el alcance de conceptos propios de la Ilustración, tales como universalismo, libre comercio o autonomía. Todos ellos tienen un objetivo común: la emancipación del individuo y el fin de todas las dominaciones. Conforman la base del programa ilustrado y han constituido el blanco de sus detractores. En la obra se afrontan las críticas al eurocentrismo derivadas del desafío poscolonial, o al historicismo, que a finales del siglo XX llegó a afirmar el fin de la historia. Es interesante a este respecto la valoración que en el libro se realiza sobre lo que allí se denomina «gramática de las civilizaciones», que tanto dio que hablar a finales del siglo XX tras la publicación de las obras de Fukuyama (El fin de la historia y el último hombre) y de Huntington (El choque de civilizaciones).

Antoine Lilti cree en la vitalidad de una Ilustración consciente de sus límites como mejor solución para la emancipación real del mayor número de personas. De ahí que conceptos instrumentales como crítica, progreso y reforma social continúen estando vigentes. En consecuencia, considera que existe la posibilidad de rebatir todos estos juicios, que tantas veces han dado por finalizado el reinado de la modernidad, mediante la adaptación de los conceptos de la tradición ilustrada al contexto actual.

Sin embargo, hay algo paradójico en el planteamiento del autor, pues ¿no es precisamente esta operación de actualización de los principios ilustrados la que tratan de realizar sus más tenaces críticos, los mismos que han certificado su defunción? Detengámonos un instante en este curioso fenómeno.

A mi juicio, las críticas a la Ilustración, que son críticas a la modernidad, pueden agruparse, grosso modo, en dos tendencias: por un lado, las que realizan una lectura de signo posmarxista o postestructuralista (inspiradas en las filosofías de Foucault, Derrida o Judith Butler) y acusan a la modernidad de eurocentrismo e hipocresía en la aplicación de los principios filosóficos antes citados; por otro, las que defienden conceptos modernos como nación o libre mercado, u otros más antiguos aunque convenientemente renovados como propiedad privada o tradición. Robert Nozick o Roger Scruton son dos ejemplos notorios. Ambas tendencias declaran que los ideales de la Ilustración han sido superados, si bien -paradójicamente, como digo- los utilizan para construir propuestas filosóficas diferentes.

Entre las críticas que integran la primera tendencia, que en la obra se analizan con detalle, se encuentran las efectuadas por el pensamiento decolonial contra el eurocentrismo, muy potente en los últimos años. Lilti admite los excesos del pasado, pero, al mismo tiempo, alega que el discurso emancipador fue crucial para articular las rebeliones de los esclavos en Haití o las protestas contra del dominio colonial europeo en algunos países africanos. Por tanto, habría que admitir que, si bien es cierto que la Ilustración impuso a otras culturas, en ocasiones a la fuerza, los valores europeos, no lo es menos que esos mismos valores sirvieron a su vez para que muchas comunidades políticas pudieran alcanzar posteriormente un alto grado de autonomía. Lo mismo ocurriría con el movimiento indigenista o la filosofía queer, que han propalado ataques furibundos contra el modelo de hombre nuevo propiciado por la modernidad: varón, blanco y heterosexual. De nuevo, Lilti acepta tales argumentos para alegar a continuación que el reconocimiento de las identidades, individuales y colectivas, que estos movimientos persiguen habría sido imposible sin esa escalera previa que constituyen los valores ilustrados. Cortar esa escalera una vez que estamos arriba no parece sensato, pues impediría nuevos ascensos.

Frente a esta tendencia de corte progresista, las posturas más conservadoras son tratadas en la obra de forma menos atenta, casi siempre de pasada. Esto se debe muy probablemente a que nuestro autor no considera que tal tendencia, actualmente en ascenso en los discursos filosóficos y políticos occidentales, se desenvuelva en el campo de juego de los valores ilustrados. Pero lo cierto es que tanto sus objetivos como la retórica con la que sus representantes arman sus discursos conectan directamente con los postulados clásicos de la modernidad. Así, los libertarios o neoliberales extremos afirman buscar -en nombre del libre comercio, que Lilti incluye en el ideario ilustrado (capítulo IV)- la emancipación del individuo frente a un Estado de Bienestar cada vez más elefantiásico. Y qué decir de los nacionalismos, incluso los fuertemente identitarios y radicales: ¿acaso no es la nación, la patria, el sujeto político que aspira a gobernarse con autonomía plena, sin intromisiones externas? Bien podría calificarse al nacionalismo como el reverso perverso de la globalización.

Los críticos de uno y otro signo son, por lo tanto, hijos de la Ilustración que anuncian con tenacidad el final de la modernidad. Y quien dice la modernidad, dice la Ilustración misma. Defendiendo postulados distintos, muchas veces opuestos, ambas tendencias se asemejan en reivindicar un mundo nuevo cimentado sobre conceptos y tópicos propios del programa ilustrado. Esta simultánea reivindicación y apostasía constituye la paradoja de nuestro tiempo. Una paradoja que desarma discursivamente a los tradicionales valedores de la Ilustración, indefensos ante unos epígonos que persiguen, arrollándolos a su paso, aquello que ellos creían haber conseguido. Son sus particulares Escila y Caribdis.

El futuro del programa ilustrado es hoy incierto. Jasón logró atravesar el célebre estrecho impulsado por Tetis, nereida y madre del héroe Aquiles. Apolonio nos cuenta que la diosa Hera le había encomendado mantener «la nave allí donde haya, aunque angosta, una salida a la perdición» (Argonáuticas, IV, 831-832). Está por ver si la Ilustración encuentra su Tetis salvadora o perece devorada por sus monstruosos hijos.

 


 

- La herencia de la Ilustración -                                - Alejandra de Argos -