Alejandra de Argos por Elena Cue

Visión Nocturna

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Séneca conocía muy bien los riesgos que entraña una pasión desmedida. Por eso, en las cartas dirigidas a su amigo Lucilio, le aconseja evitar un carácter sometido a los vaivenes emocionales. Tampoco se mostraba partidario de practicar eso que hoy conocemos como empatía. Porque empatizar significa identificarse con una persona que se encuentra en una determinada situación, generalmente difícil, y compartir con ella sus emociones.

vision nocturna

 

Séneca conocía muy bien los riesgos que entraña una pasión desmedida. Por eso, en las cartas dirigidas a su amigo Lucilio, le aconseja evitar un carácter sometido a los vaivenes emocionales. Tampoco se mostraba partidario de practicar eso que hoy conocemos como empatía. Porque empatizar significa identificarse con una persona que se encuentra en una determinada situación, generalmente difícil, y compartir con ella sus emociones. Pero para Séneca empatizar suponía más bien claudicar ante la amenaza que acecha tras las agitaciones humanas: la rendición de la razón al sentimiento. Si Séneca evitaba la empatía no era por un afán despiadado y cruel, sino porque temía que la emotividad nublara nuestro entendimiento.

 

La muerte de Séneca

La muerte de Séneca, Pedro Pablo Rubens

 

La idea se aprecia con claridad en su exploración sobre la ira. Séneca la concibe como un impulso indeseable que debemos soslayar. Esto no significa que ante una situación injusta debamos permanecer impertérritos. Si alguien se cruza con nosotros en la calle y nos propina una bofetada, será natural sentir sorpresa y una fuerte «sensación de ultraje», pero conviene evaluar la situación antes de dejarse arrebatar por el impulso de venganza. En su tratado sobre la ira señala: «Alguien se ha considerado ofendido, ha querido vengarse, al instante se ha apaciguado porque lo ha disuadido un motivo cualquiera; no llamo ira a esto, una emoción del espíritu que se pliega a la razón; ira es lo que sobrepasa la razón y la arrastra consigo» (De ira II, 3, 4). El problema de las emociones es ese semblante oscuro, propenso a dominar nuestra capacidad de discernir lo bueno y lo malo. Por eso, ante la situación descrita podemos devolver la bofetada al agresor o acudir a la policía y realizar una denuncia. Si optamos por lo segundo, la razón habrá triunfado sobre el deseo de venganza, pues habremos estimado la posibilidad más conveniente dentro de aquello que depende de nosotros hacer. No se trata de seguir caminando como si nada hubiera sucedido ni de «poner la otra mejilla».

Aristóteles mostró una reserva similar ante los excesos emocionales. Sin embargo, proponía una aproximación distinta: las emociones no tienen por qué ser negativas si conseguimos gestionarlas. La ira ha de evitarse, pero no en todos los casos; en determinadas circunstancias, si logramos canalizarla, puede resultar conveniente y útil.

 

Aristoteles

 

Muchas veces se ha dicho que los estoicos como Séneca rechazaban las emociones. Esto es cierto sólo en parte. Los estoicos más antiguos reprobaron todo tipo de emoción, pero lo hicieron en referencia a un modelo, el sabio, que era ejemplo de racionalidad perfecta, otra forma de decir que sólo existía en la mente de los filósofos. Cuando en Roma el estoicismo se convirtió en algo distinto a un sistema filosófico cerrado y coherente y pasó a ser un conjunto de valores para orientar la vida humana, filósofos afines como Séneca tuvieron que admitir que el modelo de sabio era imposible de alcanzar.  Las emociones son parte de la vida humana y resulta imprescindible gestionarlas. Por eso, estoicos y aristotélicos terminaron convergiendo en este preciso aspecto, a pesar de sus diferentes puntos de partida.

Esta reflexión me ha venido a la cabeza con la lectura del último libro de Mariana Alessandri, Visión nocturna. Un viaje filosófico a través de las emociones oscuras, publicado en 2022 por Princeton University Press y traducido al castellano a finales de 2024 por la editorial Kôan. Alessandri es profesora de Filosofía en la fronteriza Universidad de Texas Valle del Río Grande, la primera universidad bilingüe anglo-española de Estados Unidos. El objetivo del ensayo, ameno y accesible, consiste en «salir de debajo de la luz de la filosofía antigua» (p. 71) en lo que se refiere a la concepción de algunas emociones que tradicionalmente han sido arrinconadas por su iniquidad, como la ira o la angustia. Frente a estoicos y aristotélicos, Alessandri propone que tales emociones no deben considerarse intrínsecamente patológicas, sino instrumentos que permiten canalizar nuestras inquietudes y preocupaciones para alcanzar un mundo más justo. ¿Cómo no sentir ira o angustia ante algunas injusticias que nos rodean? Estas emociones supuestamente oscuras son parte necesaria del proceso para resolver los problemas que las desencadenan. Por lo tanto, frente a las reticencias y sospechas de los filósofos antiguos, Alessandri quiere destacar su potencial ético y político.

Aunque la posición de partida del libro es correcta, esto es, no se puede negar que los Antiguos sospecharon a priori de la ira o la angustia, las conclusiones de Alessandri no parecen ser distintas de las de Séneca y Aristóteles. Y es que también la filósofa estadounidense reconoce que, en ocasiones, la ira puede desencadenar situaciones injustas, razón por la cual debe someterse a un minucioso escrutinio. Igual sucede con la angustia, de cuyo profundo pozo a veces resulta muy difícil salir. En realidad, más que con el estoicismo o el aristotelismo, Alessandri se muestra crítica con la lectura que de estas filosofías se está haciendo en los últimos tiempos, sobre todo por parte de los gurús de la psicología positiva.

La psicología positiva es una tendencia que Martin Seligman llevó al éxito hace algunos años en Estados Unidos y que hoy gana terreno también en Europa. Su propuesta para alcanzar la felicidad ha sido magistralmente explicada y sometida a crítica por el célebre ensayo de Edgar Cabanas y Eva Illouz, Happycracia. Como la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas. A juicio de los autores, detrás del éxito de esta corriente psicológica es fácil observar un conjunto de valores en alza para definir eso que se ha venido conociendo como inteligencia emocional: individualismo, sinceridad con uno mismo, determinación, resiliencia, optimismo o automotivación. Late en el fondo la idea según la cual la responsabilidad por la propia felicidad corresponde enteramente al individuo, sin que el contexto social, político o cultural sean relevantes a este respecto.

La pregunta es: ¿tiene la psicología positiva algo que ver con el estoicismo y el aristotelismo? Según se mire. Es cierto que, al igual que la psicología positiva, el estoicismo responsabiliza al ser humano de su propia felicidad, pero la moral de la responsabilidad que se deriva de esta premisa es para los estoicos antiguos ajena al individualismo tal y como hoy lo concebimos. Para ellos, la virtud -y con ella, la felicidad- consistía en someterse a unas normas de conducta prescritas por la razón. La libertad del ser humano no era, como es hoy, una facultad de elegir la forma en que se quiere vivir, sino la disposición a asentir ante las reglas que la razón había predispuesto. Los filósofos de esta escuela explicaban su concepto de libertad de manera muy gráfica con la imagen de un perro atado a un carro en movimiento: el perro puede optar por moverse en el mismo sentido que el carro o permanecer parado. Pero si opta por esto último, el carro terminará arrastrándolo.

 

Metafora perro carro

 

No, los valores de la psicología positiva dibujan un agente moral moderno dotado de autonomía de la voluntad. Un individuo libre que define criterios propios para evaluar su éxito personal y social. En este aspecto la psicología positiva es hija de nuestro tiempo. Un estoico y un aristotélico considerarían ingenuo y peligroso este tipo de individualismo y no comprenderían qué se quiere decir cuando se habla de automotivación. Es más, el estoico antiguo diría que sólo el sabio y nadie más que él es capaz de comprender, nunca de crear, las normas morales derivadas de la razón. Y, con todo, este sabio sería, como ya he señalado, un ser semejante a un dios. Séneca y Aristóteles se contentarían con racionalizar nuestras emociones, que es, en definitiva, lo que Mariana Alessandri propone en su libro.

Por todo ello, pienso que aquello que incomoda a la autora de Visión nocturna es una determinada deriva de los valores y creencias de la Modernidad, deriva que no comparte y que combate, creo que con razón, de manera precisa y eficaz. A este respecto hay dos elementos de la obra que me parecen muy valiosos: el primero es la indagación en las pasiones oscuras. Se disecciona la ira, la angustia, el duelo y la depresión tratando de distinguir lo que estas emociones tienen de aprovechable y lo que no. Este ejercicio dialéctico, propiamente filosófico, resulta muy interesante y esclarecedor. En sentido estricto, el libro trata de arrojar luz sobre la oscuridad que ha envuelto a dichas emociones. El segundo aspecto no ha sido para mí menos iluminador. Me refiero a las fuentes de las que se nutre el ensayo. Por él circulan Kierkegaard y Unamuno, pero también autoras casi totalmente desconocidas para el público español no especializado, como Audre Lorde, Gloria Anzaldúa, María Lugones o bell hooks, a las que justamente se da la palabra. Otras voces que matizan, exploran y horadan el sufrimiento humano no para descartarlo de plano, sino para aceptarlo como compañero en nuestra pesquisa hacia el desembocadero de la platónica caverna.

 

 

 

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