Una idea que dio mucho que hablar entre finales del siglo XVIII y comienzos del XIX fue la de que el arte podría armonizar la racionalidad y la sensibilidad humanas enfrentadas y en discordia en el individuo moderno. Este era un conflicto generado y profundizado por la represión de la instintividad y de la dimensión sentimental humana que se había producido paralela y concomitante al auge y al protagonismo casi exclusivo que alcanzaba por entonces ya el racionalismo de la ciencia, la técnica y la economía. Por eso, algunos autores de este momento histórico reflexionaban, entre otras cosas, sobre la importancia de la imaginación, de la creatividad y de la experiencia estética como fuerzas capaces de reunir lo que la razón lógico-analítica separaba y disociaba.
Una idea que dio mucho que hablar entre finales del siglo XVIII y comienzos del XIX fue la de que el arte podría armonizar la racionalidad y la sensibilidad humanas enfrentadas y en discordia en el individuo moderno. Este era un conflicto generado y profundizado por la represión de la instintividad y de la dimensión sentimental humana que se había producido paralela y concomitante al auge y al protagonismo casi exclusivo que alcanzaba por entonces ya el racionalismo de la ciencia, la técnica y la economía. Por eso, algunos autores de este momento histórico reflexionaban, entre otras cosas, sobre la importancia de la imaginación, de la creatividad y de la experiencia estética como fuerzas capaces de reunir lo que la razón lógico-analítica separaba y disociaba. Y de ahí derivaban la capacidad del arte para abrir a una nueva manera de ver el mundo, inaccesible al pensamiento puramente lógico, instrumental y calculador. Por otro lado, prosigue también a lo largo del siglo XIX la insistencia, continuamente reiterada, en la necesidad para la modernidad (ante el debilitamiento del importante papel político y social que desde la Edad Media había venido cumpliendo en Europa la religión cristiana) de recrear un marco institucional en el que nuevas fuerzas religadoras entre los individuos pudieran cumplir ahora la función que la fe cristiana con más o menos eficacia cumplía: fundamentar las normas morales de la convivencia, legitimar el poder político y ordenar, en definitiva, una sociedad mediante la solidaridad y la adhesión colectiva a unos principios, normas y valores supremos ampliamente compartidos.
Toda esta temática se concentra, por ejemplo en Friedrich Schiller y en los primeros pensadores románticos alemanes, en la discusión sobre si valdría la pena intentar poner en marcha en Europa una especie de nueva "religión estética" en analogía con la que tuvieron los antiguos griegos mucho antes de la irrupción del cristianismo. Hoy, después de más de un siglo, cuando se releen los textos de estos autores sobre esta propuesta, es inevitable advertir cómo, en determinados aspectos importantes, ellos no podían prever aquello en lo que finalmente iba a llegar a convertirse esa religión estética. En relación a estos autores que trataron de promoverla -tanto clasicistas como románticos-, nuestra ventaja como hombres del siglo XXI es que nosotros sí podemos saber en qué ha venido a concretarse esa nueva religión, puesto que vivimos ya, en buena medida, en medio de su plena realización. Qué duda cabe de que ahora tenemos, por fin, una religión “estética” que se ha convertido, quizás, en la única y universal, que por ello seguramente acabará con todas las demás -si es que no lo ha hecho ya-, y que cuenta con la adhesión apasionada (no racional) de todos los individuos. Es el capitalismo con su dios omnipotente, el dinero.
Pero, ¿por qué es esta una religión "estética"? Es claro que el capitalismo en cuanto religión, ya casi planetaria, avanza con rapidez en su imposición de nuevos valores comunes y de un sentir común. Su paradoja dialéctica consiste en reforzar, por un lado, el individualismo, es decir, ahondar en la atomización de los individuos, su separación y enfrentamiento social al fomentar el egoísmo particularista, el hedonismo y la competitividad, todas ellas actitudes y valores imprescindibles para aumentar la productividad, el consumo y la ganancia económica. Mientras, por otra parte, cohesiona a esas masas de individuos atomizados inoculando en ellos el sentir común de la pasión por el dinero y la atracción irresistible por el lujo. De lo cual se encargan justamente el arte y la estética. Pues la nueva religión estética capitalista ha desplegado, y lo sigue haciendo, una enorme cantidad de recursos estético-artísticos cuyo fin no es otro que producir esa unificación y conjuntar a su manera a los individuos mediante la pasión por el consumo y el deseo de la riqueza.
La figuración de la salvación (que la religión cristiana representaba en su multisecular despliegue artístico e iconológico como la vida eterna ganada por el adepto mediante los méritos logrados en ésta) se lleva a cabo ahora en las nuevas obras de arte de la publicidad y de la exhibición del lujo, por ejemplo en los impresionantes rascacielos de los financial district de las grandes ciudades (los nuevos templos del gran dios), en cómo se decoran y envuelven los productos del consumo, en cómo se diseñan y embellecen las tiendas de las grandes marcas, en los perfornances de los desfiles de moda, en el encanto y apariencia de los supercoches, etc. Los grandes ejecutivos, banqueros y empresarios, agentes económicos en general, siempre van lujosa y uniformente vestidos como corresponde a su magisterio sagrado. Ellos son ahora los sumos sacerdotes que, con sus estrategias, rituales y actividades ofician cada día el culto al único dios omnipotente, el dinero y su absoluta glorificación. Es la religión que nos une en el sentir de que debemos vivir y sacrificar nuestras vidas a la mayor gloria de este omnipotente e indiscutido dios.
Aquella bella idea filosófica, pues, del arte como medio en el que el género humano podía formarse para la verdadera libertad política ha tenido así, en su desarrollo contemporáneo, una deriva determinante en la configuración de la ideología del capitalismo actual y de sus estrategias de consolidación y expansión. Este proceso de formación se refiere tanto a la vida colectiva de la gente como al individuo particular en cuanto integrante de ella. Lo que, según los pensadores de hace un siglo, el arte tendría que transformar era la forma de vida que los individuos compartimos al vivir en sociedad. Porque el carácter público del arte implica, como su virtualidad propia, una fuerza fundadora de comunidad y creadora de solidaridad al promover y suscitar formas de percibir y sentimientos comunes compartidos. Se veía por ello en el arte y en la postulada religión estética el instrumento para producir el reino de la libertad, frente a la antigua religión cristiana o la antigua moral como reinos del miedo y la dependencia.
La idea, pues, de una religión estética era, por esta razón, la de una totalidad que aparentemente no reprime ningún impulso ni ningún sentimiento, sino que permite un desarrollo cada vez más armónico de la propia libertad y autorrealización. Como he dicho, este poder unificador de la belleza se comprendía todavía según el ejemplo de la antigua religión griega, una religión que penetró el espíritu y las costumbres de su sociedad, que estaba presente en las instituciones del Estado y en la praxis cotidiana, y que sensibilizaba la forma de pensar y las motivaciones éticas y morales de una forma estética, es decir, se las inculcaba a los individuos, no por la coacción, sino mediante la seducción que la belleza ejercía en su ánimo por sus realizaciones artísticas y sus procedimientos estéticos.
Se puede decir, por todo ello, que una de la funciones principales del arte y la estética hoy es, de hecho, la realización práctica del capitalismo contemporáneo al ofrecerse como instrumento esencial al servicio de la ilusión liberadora de lo bello proyectada en el ámbito del lujo, del disfrute y de la riqueza. En qué medida sea éste un empeño paradójico y contradictorio -puesto que la belleza así presentada no puede introducir, en realidad, nada más que una libertad "ilusoria" y engañosa- es algo sobre lo que no se ha pensado todavía tal vez lo suficiente. Si la religión cristiana usaba el miedo a la condenación eterna y la coacción del pecado para dirigir a las masas e inducirlas a la obediencia y la estandarización de sus comportamientos, hoy la nueva religión estética del dinero y del consumo utiliza igualmente para lo mismo la coacción del miedo a no salvarse como miedo a no participar de esta fascinante utopía del lujo, del derroche y de la riqueza con cuyas imágenes estetizadas se nos seduce continuamente, se nos hechiza y se nos manipula psicológicamente.
En todo caso, el debate teórico mismo que conecta nuestra actualidad con la discusión de clasicistas y románticos contiene elementos que permiten desplegar una reflexión interesante por encima, o colateralmente, al uso mismo que de él ha hecho la contemporánea ideología del capitalismo. Destaca, por ejemplo, la importante idea de que la realización de la razón, la necesaria racionalización de la vida colectiva, sigue pasando por la resurrección en la contemporaneidad del destruido sentido comunitario a través de una educación estética. Porque este orden no puede surgir ni de la sola espontaneidad autorreguladora de las tendencias naturales de los individuos ni del único impulso voluntarista de su libertad, sino que sólo puede ser fruto de un proceso de formación que tiene que atenuar tanto la contingencia de la naturaleza como la libertad de la voluntad. El medio de este proceso de formación no puede ser otro que el arte, porque suscita ese sentimiento de armonía en el que el ánimo no se ve forzado ni física ni moralmente, actuando, sin embargo, de ambas formas. A la fragmentación e interna autoescisión del individuo sólo el arte puede proporcionar una conciliación, o sea, un carácter social amigable. Esta es una idea que aún no ha dado de sí todo el potencial que contiene. Porque esta utopía estética no tiene por qué tener necesariamente como única meta embellecer y estetizar la existencia, como enseña interesadamente para sus objetivos el capitalismo. Podría orientarse también, por ejemplo, a revolucionar la relación de entendimiento entre los sujetos, a poner armonía en la sociedad, o a crear ese Estado moral que, desde supuestos hoy revisables, proponía Kant.
Y de nuevo la pregunta, ¿por qué "nueva religión estética"? "Nueva religión" porque los lazos de vinculación interna entre los ciudadanos no puede anudarlos ya la religión cristiana, incompatible con la autonomía y la libertad individual conquistadas por la modernidad. Hay que pensar en una nueva "religación" en la que esa adhesión a los valores comunes, ese sumarse al propósito y a la causa final de todos no esté determinada por la coacción y el miedo, sino que sea voluntaria y libre. Y "estética" porque lo que más profundamente unifica a los individuos no es nunca algo racional (contra Kant y otros pensadores ilustrados), sino algo afectivo, un sentir común, la adhesión apasionada a unos valores que se comparten. Sólo la educación estética, por tanto, es capaz de articular convicciones básicas de valor e instituir una especie de "unidad del sentir" y una "solidaridad de vida" entre los miembros de una sociedad moderna. De ahí la importancia que adquiere, en este marco teórico, la idea de belleza en el uso publicitario y seductor que de ella hace, para sus fines de autoexpansión y consolidación, el sistema capitalista ya globalizado. Las obras de arte y las estrategias estetizantes se utilizan como símbolo utópico de una idealizada y fascinante realización de la libertad, en la que podemos ver intuitivamente encriptada una imagen de cómo podría ser nuestra vida si esa plenitud de la posesión de la riqueza, del lujo y del disfrute se realizara. Sólo podemos verlo de esta forma, a causa de que lo que la imaginación es capaz de proyectar, no puede explicarse racional y argumentativamente mediante el discurso de la razón lógico-analítica.
En todo caso, lo que subyace a todas estas reflexiones es, como he señalado al principio, un grave problema político: el Estado-máquina, la falta de legitimación, la disolución de los vínculos sociales, la fragmentación, el aislamiento, incomunicación y angustia del individuo moderno. El problema es que se aprovechan todas estas necesidades para generar la ilusión de un falso modo de superación. El uso de una nueva religión estética es, en este contexto, también él un programa político que para nada pretende salir al paso del carácter mecanicista inherente a la concepción analítica y racionalista de la interacción social. La tradicional visión religiosa del mundo garantizaba la permanencia y constitución de una sociedad mediante la consagración de un determinado valor supremo. Es decir, remitía a la esfera de lo sagrado algo existente en la naturaleza o entre los hombres, y de ese modo quedaba fundamentado y justificado el orden social. Fundamentar algo en sentido político no es remitirlo a su causa eficiente, sino referirlo a un valor indiscutible para los hombres de una determinada sociedad. Nuestra realidad capitalista ha logrado establecer que, para los hombres de esta sociedad globalizada, lo único indiscutible, en sentido radical, sea lo que pasa por ser sagrado, todopoderoso, omnipresente, incontestable: el dinero. En virtud de la referencia a lo sagrado (creada simbólica o figurativamente por el arte y las estrategias de estetización), el valor, la actitud y el comportamiento quedan así fijados y justificados socialmente.
Por otra parte, otra de las principales características de la nueva religión estética del capitalismo es su capacidad comunicativa, su poder de conseguir el acuerdo entre los individuos por encima de su nacionalidad, sus creencias o sus historias pasadas. De este modo, por su capacidad de aunar voluntades y lograr el acuerdo intersubjetivo, la seducción de sus valores justifican, a su vez, la adopción generalizada de determinados modos de vida a nivel planetario dentro de instituciones sociales tendencialmente equiparables.
- La nueva religión estética - - Página principal: Alejandra de Argos -