Alejandra de Argos por Elena Cue

René Descartes: Biografía, Pensamiento y Obras

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René Descartes nació en 1596 en La Haye-en-Touraine (Loire), en el seno de una familia acomodada de comerciantes y abogados. Estudiante en el prestigioso Colegio Real de La Flèche, regido por los jesuitas, Descartes se formó en artes liberales (literatura y lenguas clásicas, historia y retórica), aunque sobre todo obtuvo una educación en teología y filosofía escolásticas, disciplinas que incluían también matemáticas y física de corte aristotélico.

 René Descartes

René Descartes. Frans Hals

 

Vida y obra


René Descartes nació en 1596 en La Haye-en-Touraine (Loire), en el seno de una familia acomodada de comerciantes y abogados. Estudiante en el prestigioso Colegio Real de La Flèche, regido por los jesuitas, Descartes se formó en artes liberales (literatura y lenguas clásicas, historia y retórica), aunque sobre todo obtuvo una educación en teología y filosofía escolásticas, disciplinas que incluían también matemáticas y física de corte aristotélico.

Tras licenciarse en Derecho en 1616, y durante los diez años siguientes, el joven Descartes se enroló voluntariamente en varios ejércitos y se dedicó a viajar por Europa, entregándose a la agitada vida de la época. En el contexto de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), fue su probable labor como ingeniero militar el que le permite terminar su ambicioso camino formativo y “no buscar otra ciencia que la que pudiera hallar en mí mismo, o bien en el gran libro del mundo” (Discurso del método, I).

Durante aquellos años de aprendizaje, marcados por el magisterio inicial junto al científico holandés Isaac Beeckman, surgieron los primeros tratados sobre música, hidráulica y geometría, así como posteriores investigaciones sobre la reflexión de la luz o sobre el sonido. Aunque inacabada, la primera parada de esta actitud, inspirada tanto en el modelo de la serialización reglada del proceder matemático como en el simbolismo algebraico-geométrico, fueron las Reglas para la dirección del espíritu (1628/29), donde se advierte ya la preocupación cardinal por el método y la unidad del saber.

En 1629 decidió cambiar su residencia a Holanda, país tolerante y relativamente tranquilo, donde pudo continuar con sus investigaciones, aupadas sobre todo por sus pioneras contribuciones en el campo de la geometría analítica. En ese nuevo ambiente, al tiempo que su prestigio empezaba a crecer entre la comunidad científica europea, fue desarrollando progresivamente su obra filosófica, publicada tanto en latín como en francés: el Discurso del método (1637), las Meditaciones metafísicas (1641), los Principios de la filosofía (1644) y Las pasiones del alma (1649). Falleció en 1650 en Estocolmo, ciudad a la que había sido invitado como preceptor por la reina Cristina de Suecia.

 

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Descartes en la Corte de la reina Cristina de Suecia (detalle), Pierre Louis Dumesnil. Museo nacional de Versailles.

 

Contexto histórico-espiritual: el nacimiento de la ciencia moderna

Descartes creció en un contexto ya irreversible de resquebrajamiento del antiguo mundo medieval, que había sido favorecido tanto por el cambio de paradigma renacentista que se había venido promoviendo desde Italia como por las consecuencias político-sociales de la Reforma protestante en Europa y las resultantes guerras religiosas. En esa decisiva transición histórica para la autocomprensión del hombre moderno y su nueva imagen del mundo, la reforma integral del saber proyectada por Descartes estuvo íntimamente vinculada al surgimiento de la ciencia moderna, a la que, en el fondo, brindó una sólida legitimación filosófica para aprehender mejor su profundo sentido y alcance. En esa novedosa fundamentación, su compromiso intelectual fue pleno e irreprochable.

De hecho, sería un grave error olvidar que el pensador francés fue un eminente científico además de un gran filósofo y, en este sentido, resulta natural que el signo de los tiempos fuera el idóneo para que recogiera y ampliara muchos de los frutos revolucionarios de las tradiciones científicas surgidas durante el siglo XVI y principios del siguiente. Así, tras la consolidación teórica de la astronomía heliocéntrica –en un arco temporal que va desde Copérnico hasta Galileo, pasando por Kepler–, se había acelerado la destrucción tanto del orden cosmológico geocéntrico como de la concepción de un universo cerrado, finito e inmutable dividido en diferentes regiones heterogéneas. Por otro lado, la simultánea impugnación de la física aristotélica, que durante siglos había explicado el movimiento de los fenómenos del mundo natural apelando a acciones a distancia y cualidades ocultas inherentes a los cuerpos animados (peso, calor, horror al vacío, etc.), revelaba que la doctrina escolástica ya no podía dar cuenta del funcionamiento del universo como un organismo vivo atravesado por una profunda teleología.

Las consecuencias científicas de este doble terremoto no se hicieron esperar. Frente a la vieja física natural medieval basada en el modelo organicista, el arranque del siglo XVII conoció un nuevo modelo de investigación, a saber: una física cuantitativa basada en un modelo mecanicista, de la que Descartes es quizá su más ilustre promotor tras el monumental esfuerzo de Galileo.

Resultaría simplificador reiterar que el mecanicismo se reduce a la popular analogía de que la naturaleza sería como una gran “máquina”, cuyas regularidades y leyes internas podrían ser investigadas tomándose las porciones de materia como semejantes a piezas y engranajes móviles en una extensión infinita. Antes bien, como teoría matemática del movimiento, el hito fundamental del mecanicismo consistió en presuponer la matematización de la naturaleza y el carácter matemático del espacio (geométrico-euclidiano), de modo que la naturaleza obedecía a leyes causales que eran enteramente traducibles a un lenguaje matemático. Con ello se combinaba una tesis matematicista con otra determinista: el orden matemático de la naturaleza estaría formado por tramas causales que convertían a los fenómenos naturales en algo enteramente predecible y calculable bajo leyes generales, cuyo control se garantizaba procedimentalmente vía experimentación.

Así, frente a la alquimia, la astrología o la magia, tan prolíficas en el naturalismo renacentista, el conocimiento del universo no podía tener para Descartes un lenguaje hermético, oscurantista y esotérico, dirigido a unos pocos, sino que debía ser plenamente accesible y claro, nítido y legible como si de un libro se tratara. De ahí su reivindicación de las matemáticas, pues la certidumbre inmediata proporcionada por sus principales operaciones –intuición y deducción–, al trabajar con verdades de validez universal y necesaria, marcaban la senda del conocimiento verdaderamente científico, que se extendería solo hasta donde pudiera hacerlo la aplicación de las matemáticas.

Mucho se ha escrito sobre la defensa cartesiana del carácter unitario de la ciencia y la universalidad de la sabiduría humana, fundamentadas ambas por la filosofía, “que se asemeja a un árbol, cuyas raíces son la Metafísica, el tronco es la Física y las ramas que brotan de este tronco son todas las otras ciencias que se reducen principalmente a tres: a saber, la Medicina, la Mecánica y la Moral” (“Carta del autor al traductor”, en Los principios de la filosofía). Otro tanto podría decirse sobre la reivindicación del carácter sistemático de la ciencia, que obligó a Descartes a elaborar –tras el precedente de Francis Bacon– uno de los primeros análisis del método científico durante el siglo XVII. La divisa cartesiana era innegociable: sin un único método universal no habría ciencia alguna; sin una dimensión metodológica que garantizara su sistematicidad, el saber resultaría inerme para indagar su verdad.

En ambos momentos –unidad de todas las ciencias y sistematicidad del método– emerge el momento filosófico de la razón, comprendida ahora como fuente principal del conocimiento humano. No en vano, además de padre de la filosofía moderna, Descartes es también considerado padre del racionalismo moderno. Frente a Bacon, que había empezado sus investigaciones partiendo de los hechos empíricos del mundo natural, postulando la preeminencia de la experiencia y la percepción sensorial como criterio de verdad en la formación del conocimiento, el racionalismo cartesiano planteó la necesidad de apostarlo todo por la primacía epistémica de la razón. Para ello se debía partir de la intuición de principios indubitables como los de la geometría, para después, mediante deducciones sucesivas –y no por inducciones lógicas, como reclamaba el empirismo, o por deducciones lógico-formales, como en la trasnochada filosofía escolástica–, extraer conclusiones sobre el mundo.

 

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La duda metódica: del escepticismo al cogito

Las manifestaciones del resquebrajamiento del mundo medieval no se redujeron sólo al impacto teórico-práctico de las revoluciones científicas que emergieron a lo largo y ancho del territorio europeo. Tampoco el mero socavamiento de la autoridad doctrinal de la Iglesia católica y su metodología de enseñanza, cuya legitimidad en el fondo Descartes contribuyó a erosionar, solucionaba per se la pregunta de cómo la razón humana podía autoafirmarse con sólidas certezas en ese desbordante horizonte de infinitud que se abría en su mundo. En vista de las numerosas creencias y prácticas supersticiosas del naturalismo renacentista (magia, alquimia, astrología, etc.), los paradigmas explicativos alternativos podían perfectamente incrementar la desconfianza hacia esa terra ignota, amén de la ignorancia y la estupidez, contra las cuales el talante cartesiano tendió a mostrarse intolerante.

En este contexto, la reconfiguración tardorenacentista de pluralismos culturales en medio de los nuevos paisajes políticos, sociales y religiosos del viejo continente había favorecido en Francia el resurgimiento de un escepticismo abanderado por grandes escritores como Michel de Montaigne, Pierre Charron o el portugués Francisco Sánchez. Así, Descartes advirtió en estas sintomáticas tendencias intelectuales una recaída amenazante en el relativismo y en la perplejidad, así como una ambigüedad ínsita en la propia razón, por ejemplo, a la hora de garantizar los contenidos de las ciencias. Romper con la tradición escolástica para terminar sumido en esa insegura ambivalencia debía evitarse a toda costa, de ahí que el humanismo cartesiano se mostrara aquí tan optimista como radical: ¿acaso se le puede negar a la razón humana la posibilidad y su derecho de alcanzar por sí misma la verdad?

Frente a esta actitud escéptica, la genialidad de Descartes consistió en darle la vuelta en el sentido de que, debidamente encarado como método, el escepticismo podía tener una función positiva de liberación de la duda. No se trataba tanto de dudar por dudar cuanto de plantear una duda estratégica y provisional, mejor aún: una duda metódica que, por un lado, luchase contra el saber falso o dudoso mediante el uso de la luz natural o bon sens de la razón, y, por el otro, al mismo tiempo, mostrase ese método de reglas matemáticas (evidencia, análisis, síntesis, enumeración) que revelaba el orden de los razonamientos adecuados para alcanzar la verdad fuera de toda duda.

La aplicación cartesiana del método es uno de los mayores hitos de la historia del pensamiento moderno, ocupando en él un lugar único por mérito propio. Al mismo tiempo, representa uno de los ejercicios literarios de escritura y comunicación filosóficas más influyentes de toda nuestra cultura, realizado, además, en una lengua como lo fue el francés, gesto intelectualmente rebelde e innovador en una época dominada todavía por el latín.

Tal como reza la conocida exposición de ese yo autobiográfico en el Discurso del método, de lo primero que debemos dudar es de los datos de los sentidos. ¿Por qué? Las razones para dudar de la información que nos proporcionan provienen de las ilusiones inherentes a toda percepción basada en la experiencia inmediata, porque muchas veces los sentidos nos engañan acerca del tamaño, figura o posición de los objetos. Por otro lado, recurriendo a un imaginario barroco muy extendido –que encontramos en la bella idea del theatrum mundi de coetáneos como Shakespeare y Calderón–, el pensador galo sugiere también que lo que experimentamos en la vigilia podría no ser más que un momento de un sueño mientras dormimos.

Así pues, excluidos los sentidos, y fijándonos seguidamente en las ideas que poseemos, ¿habría algunas que pudieran ser más seguras que otras? En principio, podría argüirse que dos y tres sumarán siempre cinco, o bien que un cuadrado no tendrá más de cuatro lados, estemos soñando o despiertos. Sin embargo, por más ciertas y evidentes que sean tales demostraciones matemáticas, Descartes recurrirá a otro recurso dialéctico para sustentar la posibilidad de la duda extrema: la hipótesis de un genio maligno y burlón que, aunque improbable, pudiera estar engañándonos siempre. Al invocar a este geniecillo tunante, la duda es radicalizada hasta sus últimas consecuencias epistemológicas:

Ya estoy persuadido de que nada hay en el mundo; […] Cierto que hay no sé qué engañador todopoderoso y astutísimo, que emplea toda su industria en burlarme. Pero entonces no cabe duda de que, si me engaña, es que yo soy; y, engáñeme cuanto quiera, nunca podrá hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo. De manera que, tras pensarlo bien y examinarlo todo cuidadosamente, resulta que es preciso concluir y dar como cosa cierta que esta proposición: yo soy, yo existo, es necesariamente verdadera, cuantas veces la pronuncio o la concibo en mi espíritu (Meditaciones metafísicas, II).

Así, en el epicentro desconcertante de la duda, en esa tierra baldía de certezas que esta deja tras de sí, me doy cuenta de que dudo, de mi acto de dudar. Tal es el calculado desenlace de la tensión dramática, pues si dudo de todo, al menos es cierta una cosa: que dudo, esto es, que pienso. Cogito, ergo sum, es decir, “pienso, luego existo”. Con ello, el cogito cartesiano se convierte en el primer principio irrefutable y apodíctico, absolutamente claro y distinto, pues contiene en sí la garantía de lo que afirma. Pues cuando quiero dudar de la verdad de semejante proposición, lo único que consigo es confirmar su verdad. Y es que puedo dudar de la existencia de lo que veo, imagino, etc., y sin embargo no puedo dudar que lo estoy pensando y que, para pensarlo, tengo que existir.

Solo sé que soy, sugiere Descartes, pero aún no sé qué cosa soy. Con todo, hay algo que no puedo separar de mí: el puro pensamiento. Yo no soy más (ni menos) que una sustancia cuyo atributo esencial es el pensamiento. O expresado en términos menos técnicos: una cosa que piensa (res cogitans), comprendiendo aquí no solo la actividad del entendimiento en sentido estricto, sino también los modos del pensar propios de la vida emocional, sentimental y volitiva: “¿Qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, que entiende, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina también, y que siente. Sin duda no es poco, si todo eso pertenece a mi naturaleza” (Meditaciones metafísicas, II).

 

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René Descartes

 

Del cogito a las ideas: el idealismo cartesiano

Llegados a este primer punto resolutivo de la duda metódica, conviene subrayar con meridiana claridad que nos encontramos ante un momento fundacional de la filosofía moderna. A fin de cuentas, en su desenlace desembocamos en el acto puramente subjetivo de la autoconciencia, esto es, un saber que se sabe cuanto tal. Es esta una conquista capital de reflexividad filosófica que emerge de la propia mente, y de la que, para bien o para mal, el pensamiento moderno ya nunca podrá desprenderse. Pues en la medida en que no es un conocimiento objetivo ni deducido, sino la condición de posibilidad de ellos – pues en el mismo acto de saber algo, incluso que dudo, tengo intuitivamente que saber que sé para constituirlo como saber–, Descartes resitúa el punto arquimédico de la metafísica en el sujeto de conocimiento: por primera vez en la historia de la filosofía, la objetividad del conocimiento podrá fundamentarse en y desde la subjetividad cognoscente, llamémosle “yo”, “sujeto” o “conciencia”.

Es desde este nuevo punto de apoyo, cuyo alcance resulta imposible de minimizar, que debemos encuadrarlo como pensador idealista que admite como verdad primera la existencia de su propio yo y de sus ideas y no la de la realidad de los objetos como criterio de conocimiento, tal como había defendido el realismo metafísico medieval. En términos generales, el idealismo representa la tradición filosófica que identifica el objeto real con la idea y que, en consecuencia, sostiene que el objeto conocido depende, para su realidad, de la actividad de la mente que conoce. Por tanto, lo que el entendimiento conoce no son ya los objetos, sino las ideas, de ahí que todo examen de la realidad deba partir de la conciencia de estas.

Ahora bien, ¿qué son las ideas que tengo en mi mente? Según el pensador galo, son como imágenes que representan las cosas, aunque no conozca las cosas en sí mismas, sino el modo cómo se me ofrecen. En su realidad material son siempre obras de la mente o modos del cogito, distinguiendo en ello tres clases según su origen (Meditaciones metafísicas, III): las ideas innatas, que parecen haber nacido con nosotros y no provienen ni de la experiencia ni de nuestra imaginación, como la facultad de aprehender qué es la verdad o el pensamiento; las ideas adventicias, provenientes de la percepción sensible y resultantes de la influencia del mundo exterior sobre nuestros sentidos, como la idea de Sol, los animales, etc.; las ideas ficticias, inventadas por uno mismo, como las ideas de sirena, centauro y demás ficciones de la imaginación.

 

La existencia de Dios como idea innata

Para Descartes, una de las cuestiones prioritarias que se seguía de la primera verdad del cogito era cómo escapar, precisamente, de esa cárcel del yo para transitar con mejores garantías el camino cognoscitivo hacia el mundo exterior que la duda metódica había convertido en problemático. En efecto, tras una duda inicial sobre todo tipo de conocimientos, ¿cómo recuperar la confianza en la posibilidad de adquirirlo de nuevo?

Para un lector contemporáneo, tal vez resulte sorprendente que la solución a este atolladero pasara por recurrir a la idea de Dios como fundamento del conocimiento. Encerrado en su propia conciencia solipsista, cercado por el muro de sus ideas, Descartes decidió apoyarse en Dios, comprendido como sustancia infinita, para probar la existencia del mundo exterior y material, fundamentado por esta vía la adecuación del conocimiento con la realidad. La inversión con la tradición medieval es innegable: en vez de apoyar el conocimiento de Dios en el conocimiento del mundo, sustenta el mundo en el conocimiento de Dios, a fin de que nuestro conocimiento sea absolutamente seguro, también en el ámbito de las matemáticas y las ciencias empíricas.
De ahí que el filósofo francés necesite establecer la existencia de Dios como ente absolutamente perfecto y por ello benevolente –esto es, no engañador– que garantice, en última instancia, los criterios de claridad y distinción que definen la verdad. El Dios cartesiano sigue siendo, en efecto, un dios veraz. Así, haciendo gala de su formación escolástica, recurrirá a una serie de argumentos para probarla, “siendo así que sólo dos vías hay para probar que existe Dios, a saber: una por sus efectos, y la otra por su misma esencia o naturaleza (“Respuestas del autor a las Primeras Objeciones”, en Meditaciones metafísicas). En el primer caso, su existencia será demostrada recurriendo a la extensión del principio de causalidad a Dios; en el segundo, a una reformulación del clásico argumento ontológico de san Anselmo.

¿Nos encontramos ante una concesión a las autoridades religiosas de la época? Pese a las polémicas que suscitó en vida, Descartes fue siempre un hombre prudente que intentó sortear acusaciones de heterodoxia, lo cual no evitó que su cautela argumentativa sobre el papel de Dios no derrochase importantes ríos de tinta, empezando por su conocida circularidad argumentativa. Sea como fuere, su posición refleja las ambigüedades propias de un pensador que, en parte, recoge herencias de la tradición escolástica, pero anuncia, a su vez, inminentes desplazamientos en la figura de un dios más filosófico y menos cristiano, como bien advirtió Pascal. Tal es la tensión inherente a un antropocentrismo de raíz todavía teocéntrica, donde la acción de la subjetividad que trata de autoafirmarse en el mundo y las exigencias reflexivas de la razón precisan aún de un fundamento externo que, sólo más tarde, con Hume y Kant, empezará a erosionarse de un modo ya definitivo.

Cuerpo y alma, o sobre el dualismo cartesiano

Una vez que Descartes demostró la existencia del yo como sustancia pensante (res cogitans) y la existencia de Dios como sustancia infinita (res infinita), el último eslabón de la estructura tripartita de la realidad pasó por probar la existencia del mundo exterior y las cosas materiales. ¿Cuál fue el camino para demostrar la existencia de esa última sustancia corpórea, la llamada res extensa?

El hecho de que Dios no pueda engañarnos respecto de las ideas que tenemos de las cosas físicas del mundo material implica, para Descartes, que son estas cosas sensibles las que provocan tales ideas, siendo así que existen sustancias extensas fuera del yo (Meditaciones metafísicas, VI), pura materia extendida en el espacio. Así, concebidos a la manera mecanicista, la esencia de tales cuerpos es la pura extensión geométrica, que es infinitamente divisible en partes distintas que poseen magnitud, figura y movimientos propios. Con ello, como ya señalara Alexander Koyré, la identificación de la sustancia o materia con la extensión o espacio indefinidos resultó plena y preludió enormes repercusiones.

El resultante dualismo ontológico, que moderniza la tradicional imagen dualista del ser humano heredera de Platón y toda la filosofía cristiana –descargándola en parte de connotaciones negativas religiosas o morales–, es de sobra conocido. Pues aprehendidas ambas con claridad y distinción, las ideas de sustancia pensante y sustancia extensa son enteramente distintas entre sí: sus respectivos objetos son separables y pueden subsistir el uno sin el otro, pudiéndose afirmar la real y substancial distinción entre alma (mente) y cuerpo (Meditaciones metafísicas, VI). Y, sin embargo, pese a su autonomía, ambas sustancias forman una misteriosa unidad a la que llamamos “hombre”, y que de hecho nos conduce al corazón del dualismo antropológico cartesiano y a su enigmática interacción:

Es preciso saber que el alma está realmente unida a todo el cuerpo y que no se puede decir con propiedad que esté en alguna de sus partes con exclusión de las otras; porque él es uno, y de alguna manera indivisible, en razón de la disposición de sus órganos, los cuales se relacionan de tal modo el uno con el otro que, cuando se suprime alguno de ellos, todo el cuerpo se torna defectuoso; y porque ella es de una naturaleza que no tiene relación alguna con la extensión, ni con las dimensiones u otras propiedades de la materia de las que el cuerpo se compone, sino sólo con la ensambladura toda de sus órganos (Las pasiones del alma, I, § XXX).

La comunicación entre el yo-alma y el cuerpo-máquina fue, cuando menos, problemática y obligó a Descartes a aportar numerosas explicaciones y matices adicionales. Ya el hecho de que dicha unión fuera fijada en las distintas funciones ejercidas por el alma en la pequeña glándula pineal situada en el epitálamo nos muestra que la solución cartesiana distó de ser satisfactoria. Aun introduciendo nuevas dimensiones explicativas en la laberíntica relación mente-cuerpo, Descartes no estuvo en condiciones de resolver las contradicciones de la sustancialización del pensamiento. Antes bien, su inmenso legado las plantea y problematiza por primera vez en su innegable complejidad y actualidad. Pues, por ejemplo, ¿cómo podía lo inmaterial influir en lo puramente material? Y, a la inversa, ¿cómo la materia podía producir algo así como pensamiento?

Por último, al insertar el modelo de la máquina en el cuerpo animado, Descartes sí supo modelar las experiencias anatómicas y fisiológicas en el cuerpo humano como un todo explicativo coherente, arriesgando una sugerente hipótesis para el surgimiento, descripción y clasificación de las pasiones según el más puro mecanicismo corporal. Pese a su aparente carácter rudimentario, tal fisiología de las pasiones conserva su rabiosa originalidad y merecería no desatenderse. Haciéndose eco de los avances científicos sobre la circulación de la sangre –anticipada por Miguel Servet y William Harvey–, el pensador galo elaboró una explicación de tales emociones humanas en términos de movimientos orgánicos causados por los espíritus animales a su paso por el cerebro, donde ejercerían presión sobre la glándula pineal, que respondería a la sensación en forma de movimiento corporal.

 

La moral provisional

Descartes nunca llegaría a desarrollar de manera exhaustiva una teoría moral, a pesar de proclamar en no pocas ocasiones que esta sería la culminación de su saber. Para él, como para los filósofos antiguos, el ejercicio de la razón nunca podía reducirse a un fin en sí mismo que estuviera desligado de la búsqueda virtuosa de una vida buena en comunidad. Antes bien, como medio práctico de autodeterminación personal, debía servir para alcanzar lo que desde tiempos inmemoriales aspiró a ser de hecho la filosofía: una incansable persecución de la sabiduría, entendida como aquella alianza entre la ciencia y la virtud que hiciera mejor la vida de los hombres.

Desde estas coordenadas, que recogen tanto la herencia del intelectualismo socrático como las mejores aspiraciones del humanismo renacentista, Descartes sí que llegó a proyectar un programa personal de moral al que bautizó con el nombre de “moral provisional”. Como esbozo tentativo y parcial, representó una especie de moral de mínimos, entendida como “vivienda donde estar cómodamente alojado”. Así, el proyecto ético cartesiano quiso apuntar a una línea de conducta individual práctica basada, entre otros aspectos, en la autonomía intelectual, la resolución y firmeza de espíritu, no menos que prudencia, la templanza y un moderado conservadurismo en relación con asuntos políticos y religiosos.

Construida a partir de un conjunto de máximas reducibles básicamente a tres (Discurso del método, III), el ideal moral cartesiano abogó, de entrada, por ajustarse a las leyes y costumbres del país donde se vivía, respetando la práctica de la religión en la que uno había sido educado; asimismo, invitó a actuar con resolución y firmeza, perseverando en las decisiones una vez adoptadas; por último, respaldó la práctica del autodominio para aceptar el destino y los acontecimientos por venir, una máxima de innegables resonancias estoicas que apuesta por el gobierno de sí mismo, trabajando en favor de los propios deseos y la configuración libre de la propia subjetividad.

 

Fernando Savater. La Aventura del pensamiento

 

 

Bernard Williams discusses the thought of Descartes with Bryan Magee

 

 

 

 

Bibliografía seleccionada

Clarke, D.M., La filosofía de la ciencia de Descartes, Madrid: Alianza, 1986.

Descartes, R., Meditaciones metafísicas, introducción, traducción y notas de V. Peña, Madrid: Alfaguara, 1977.

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Las pasiones del alma, estudio preliminar y notas de J. Antonio Martínez Martínez, Madrid: Tecnos, 1997.

Discurso del método, estudio preliminar, traducción y notas de R. Frondizi, Madrid: Alianza, 1999.

Reglas para la dirección del espíritu, traducción, introducción y notas de J. M. Navarro Cordón, Madrid: Alianza, 32018.

Garín, E., Descartes, Barcelona: Crítica, 1989.

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Gueroult, M., Descartes, según el orden de las razones, 2 vols., Caracas: Monte Ávila, 2005.

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Turró, S., Descartes. Del hermetismo a la nueva ciencia, Barcelona: Anthropos, 1985.

Williams, B., Descartes. El proyecto de una investigación pura, Madrid: Cátedra, 1996.

 

 

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