Alejandra de Argos por Elena Cue

Cicerón: Biografía, Pensamiento y Obras

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El orador, jurista, político y filósofo romano Marco Tulio Cicerón es el autor antiguo del que más textos hemos conservado y del que probablemente más se ha escrito desde el Renacimiento hasta nuestros días. La palabra y la política son los dos términos que resumen a la perfección los aspectos centrales de su pensamiento y de su vida.

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Cicerón

 

CICERÓN: UNA FILOSOFÍA POLÍTICA PARA ROMA

Cicerón: la palabra y la política


Con estos dos términos, que resumen a la perfección los aspectos centrales de su pensamiento y de su vida, titula Emmanuele Narducci una de sus obras más conocidas sobre el orador, jurista, político y filósofo romano Marco Tulio Cicerón, el autor antiguo del que más textos hemos conservado y del que probablemente más se ha escrito desde el Renacimiento hasta nuestros días. ‘Palabra’ y ‘política’ porque Cicerón combinó de manera magistral el arte oratoria y el servicio a Roma. Como orador, resulta imposible exagerar su fama. Quintiliano, el famoso maestro de retórica calagurritano, dijo de él que el de Cicerón no era el nombre propio de un hombre, sino el de la elocuencia misma. A la labor de hilvanar palabras en discursos, Cicerón sumó algo que pocos habían ensayado hasta entonces: desafiar el potencial creativo de la lengua latina, a la que nutrió con vocablos nuevos que trataban de trasponer conceptos o ideas procedentes de la cultura griega hasta entonces desconocidos para los romanos. Y, dado que en su época Grecia era ante todo un referente filosófico, Cicerón estableció unos cimientos sólidos para la reflexión filosófica romana allanando el camino para que los filósofos posteriores pudieran expresarse en latín.

 

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Cicerón denunciando a Catilina, 1880. Palazzo Madama, Roma. Cesare Maccari. 

 

Tampoco es posible exagerar su relevancia en la política romana, donde alcanzó las más altas magistraturas y donde llegó a ser investido con el título honorífico de pater patriae por su decisiva actuación en el desenmascaramiento y represión de la conjuración de Catilina, un aristócrata con pretensiones tiránicas. Gracias a las Catilinarias, el conjunto de discursos que dirigió en el Senado contra el prócer romano, Cicerón adquirió una enorme popularidad y se granjeó un prestigió que, sin embargo, le fue abandonando progresivamente: la ejecución de Catilina y sus aliados, unida a la fatiga que en sus contemporáneos ocasionaban las constantes alusiones a su valiente comportamiento ante la conjura, que Cicerón no perdía ocasión de recordar, provocaron su posterior exilio y el declive de su relevancia política. Solo tras el asesinato de César, en los Idus de marzo del 44 a.C., nuestro ya viejo orador recuperó momentáneamente parte del prestigio y vigor perdidos enfrentándose en el Senado contra quien pretendía ser heredero de los cesarianos, el futuro triunviro Marco Antonio.


La especificidad de Cicerón con respecto a otros filósofos anteriores y posteriores a él se deriva de su singular biografía. No estamos ante un hombre que se aparta de los asuntos mundanos y se dedica a la enseñanza escolar de la filosofía o a la mera reflexión privada. Al contrario, su figura se nos muestra como un extraordinario ejemplo de las posibilidades que ofrece el matrimonio entre la reflexión teórica y la práctica política, algo sumamente difícil y que se ha repetido pocas veces en la historia. Ni siquiera Platón, cuyo pensamiento poseía una evidente finalidad política, fue capaz de combinar con éxito la reflexión sobre las posibilidades de un gobierno justo y su materialización en una comunidad concreta: su proyecto fracasó estrepitosamente en Sicilia. Cicerón tuvo a Platón como máximo referente de la filosofía griega y, en concreto, apreciaba en él la inspiración política de su filosofía, pues asentaba las bases para alcanzar un acuerdo entre las distintas facciones de la ciudad en torno a un gobierno razonablemente justo, es decir, equilibrado y sensato. Siguiendo esta idea, la filosofía de Cicerón trató de erigirse como la imbatible fortaleza de los valores tradicionales republicanos, los mores maiorum, empleados como criterio último de la estabilidad de un sistema político capaz de preservar las libertades de los ciudadanos romanos.

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El pequeño Cicerón leyendo. Vincenzo Foppa de Brescia. c. 1464. Pintor de la corte milanesa de Francesco Sforza. Wallace Collection. Diariodeabordo

 

La carrera política de un orador joven y ambicioso


Marco Tulio Cicerón nació el 3 de enero de 106 a.C. en Arpino, una localidad del Lacio situada al sur de Roma. Al igual que su paisano el general y político Cayo Mario, Cicerón era un homo novus, esto es, no pertenecía a la aristocracia romana, por lo que desde un primer momento sabía que, si quería hacer carrera política, debía destacar por sus propios méritos personales y ofrecer a la oligarquía gobernante ciertas cualidades que hicieran de él alguien imprescindible. El padre de Cicerón encomendó la formación jurídica de su hijo al pontífice Quinto Mucio Escévola, uno de los mejores juristas de la época y, de esta manera, introdujo al joven en los ambientes políticos de Roma. Junto al estudio del derecho romano, Cicerón recibió clases de retórica de Molón de Rodas y de filosofía del estoico Diódoto y del académico Filón de Larisa. El impacto de este último en la formación del Arpinate fue inmediato y perduró toda su vida, pues sus clases ofrecieron al joven aprendiz la posibilidad de combinar la enseñanza de la oratoria con la de la filosofía.


Pronto inició su carrera como abogado encargándose de la defensa de Roscio Amerino, para quien consiguió la absolución. El discurso Pro Roscio Amerino constituyó su carta pública de presentación como promesa de la oratoria, pero en él Cicerón había realizado alguna crítica implícita al dictador Lucio C. Sila, así que, por razones de prudencia y con la excusa de mejorar su formación, emprendió viaje a Grecia. La literatura de viajes nos muestra cuán provechoso y transformador puede ser abandonarlo todo durante un tiempo y realizar una escapada para conocer lugares distintos al del entorno habitual. Este fue el caso de nuestro orador: durante los años 79-78 a.C., Cicerón recorrió Atenas, Asia Menor y Rodas para estudiar con los más famosos filósofos y profesores de retórica griegos de la época. A muchos de ellos los conocemos hoy casi exclusivamente gracias a lo que de ellos nos narra en sus obras, escritas años después. Durante ese tiempo, realizó ejercicios de voz hasta encontrar un tono y estilo adecuados a su personalidad y estudió la filosofía griega, revistiéndose de un precioso marco conceptual que le permitiría defender sus ideas con excepcional solvencia.


Con esta mochila llena de experiencias y recursos, la joven promesa de la oratoria que dos años antes había emprendido el camino hacia oriente regresó a Roma convertido en un orador maduro dispuesto a iniciar el cursus honorum. Entre los años 75 y 74 fue cuestor en Sicilia. A su regreso, inició una brillante carrera como abogado. Sin embargo, el juicio que lo catapultó a la fama no tuvo lugar hasta el año 70, cuando fue llamado por algunos ciudadanos de Sicilia para sostener la acusación contra Cayo Verres, antiguo pretor en Sicilia cuyas prácticas corruptas habían sembrado de descontento una isla próspera y rica. Cicerón tenía mucho interés en esta causa, pues el abogado defensor de Verres era nada menos que Hortensio, considerado entonces el mejor orador de Roma. Tras una investigación de varias semanas por la isla recabando pruebas de las corruptelas del acusado, fue tal la tromba de acusaciones que el Arpinate lanzó contra él que Verres huyó hacia el exilio. Desde entonces, avalado por su fama de brillante orador, consiguió ser edil (70 a.C.), pretor (66 a.C.) y, finalmente, primer cónsul, la más alta magistratura romana, en el 63 a.C.

 

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 Cicerón hablando en el Senado romano.Cessare Maccari

 


Oratoria y filosofía como dos caras de la misma moneda


Durante muchos años, Cicerón compaginó el ejercicio de la política con su actividad como abogado. Su oratoria no era ni de un clasicismo sencillo ni de un barroquismo exagerado. Combinando los estilos de distintos oradores del pasado, concebía sus discursos como instrumentos de comunicación de sus ideas políticas. En este proyecto resultó central esa idea que había recibido de su maestro, el académico Filón, de considerar la oratoria y la filosofía como las dos caras de la misma moneda. De ahí que no resulte extraño que en muchos de ellos encontremos no solo un alegato en favor del defendido, sino auténticos tratados de antropología política en los que se formula una idea muy nítida del comportamiento del ciudadano virtuoso y de su papel en la preservación de la República romana.

Pero antes de tratar sobre el programa político de Cicerón o, lo que es lo mismo, sobre su filosofía política, conviene señalar en pocas palabras cómo se articula en su pensamiento esta conjunción entre oratoria y filosofía. ¿Qué entendía Cicerón por estos términos? A través de una conversación entre dos oradores romanos cuyo compromiso político había sido muy intenso en la Roma de una generación anterior a la de nuestro autor, Cicerón expuso en su obra Sobre el orador qué papel debían tener la elocuencia y la filosofía en todo discurso y la imposibilidad de que una y otra pudieran existir por separado. 

Cicerón distingue con claridad la oratoria de la retórica. Mientras que la primera se refiere a la habilidad en el decir, a la capacidad de articular y pronunciar discursos, la segunda se asocia siempre con una preceptiva de escuela… griega. Mientras que la retórica es un producto griego, la oratoria o elocuencia (eloquentia) se asocia con la actividad política romana. En consecuencia, es la elocuencia la que debe interesar al orador en la medida en que su utilidad, frente a los ejercicios retóricos escolares griegos, es eminentemente política.


En cuanto a la filosofía, Cicerón maneja en esta obra un concepto muy específico: filosofía es dialéctica, esto es, un instrumento para el análisis de todos los asuntos de la vida, aunque su mayor utilidad en el servicio a la patria, que no se agota con su uso en el ejercicio de las magistraturas. Cuando, por cualquier circunstancia la acción directa ya no es posible, bien porque nos vemos expulsados del foro o marginados o exiliados por el poder de un tirano, la filosofía nos ofrece la posibilidad de reflexionar sobre nuestras ideas y contribuir con ello a la restauración de las libertades perdidas. Frente a la reflexión filosófica griega, enredada en cuestiones teóricas que poco o nada tienen que ver con los asuntos que atañen a la convivencia pacífica entre los humanos, el concepto ciceroniano de filosofía ensalza su valor político incluso cuando no es posible intervenir directamente en política: este es el sentido de la expresión ciceroniana otium cum dignitate, contrapuesta al ocio improductivo de los griegos. Además del método dialéctico, la filosofía nos ofrece un modelo de vida basado en la razón y en el equilibrio de las pasiones, en el examen permanente de nuestras acciones y capacidades. En definitiva: la filosofía nos ayuda a conocer nuestras cualidades y nuestros límites y nos permite valorar a posteriori la experiencia en su conjunto y obtener de este examen el mayor consuelo.

 

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M Tullio Cicer (Cicerón) - Studiolo di Federico da Montefeltro. Justus van Gent y Pedro Berruguete. Galleria Nazionale delle Marche. Urbin. Diariodeabordo

 

Cicerón solía reprochar a los filósofos griegos su incapacidad para atender a los asuntos cotidianos. Según él, la mayor parte de ellos solían esparcir sus semillas en campo yermo. Este hecho podía tener una disculpa cuando se trataba de los filósofos más excelsos, como Platón y Aristóteles, cuyas reflexiones habían contribuido, si bien desde un punto de vista teórico, al establecimiento de marcos de comprensión útiles para la política. Sin embargo, su condena era implacable cuando se refería a los epicúreos, que promovían el asentamiento en pequeñas comunidades de vida aisladas de la comunidad y regidas por la filosofía del maestro: «si [los epicúreos] nos convencieran de esto [de que no es de sabios dedicarse a los asuntos públicos] a nosotros y a los mejores, ellos mismos no podrán dedicarse a sus cosas, que es lo que desean en particular» (Sobre el orador, 3.63-4). Alguien ha de dedicarse a gestionar la convivencia y, aún más importante, a mantener la comunidad cohesionada y en paz. La filosofía no es una theōría, como podría parecer cuando uno lee a los filósofos griegos, sino una parte más de la praxis política. Un discurso en el Senado puede ser un ejercicio de filosofía, bien porque el orador se vale de la dialéctica para dirigir una argumentación, bien porque emplea su locuacidad para manifestar con un estilo propio las costumbres y tradiciones romanas. Este carácter práctico-político es quizá el aspecto más propiamente romano de la propuesta ciceroniana y, por ello, Craso, el insigne personaje de Sobre el orador, se atreve a decir que Roma ha superado a Grecia en sabiduría.


Si lo propio de la filosofía en cuanto instrumento es que nos permite dar contenido a nuestros discursos políticos, la elocuencia es la forma, y es tan importante como aquella. Cicerón es claro al respecto: es el ornato en el lenguaje -el modo en que se pronuncian las frases, la manera en la que se mueve el orador cuando habla- la que permite apreciar el estilo en el discurso. No es posible separar contenido (res) y forma (verba), «pues» -afirma Craso- «al constar todo discurso de contenido y de palabras, ni las palabras pueden tener asiento si eliminas el contenido, ni el contenido brilla si apartas las palabras» (Sobre el orador, 3.19). La importancia de la elocuencia consiste en que, a través de ella, se consigue aunar, por un lado, una forma y, por otro, una vivencia política y al servicio de la comunidad. Además, la elocuencia, como instrumento de persuasión, se encarga de velar por el mantenimiento de la unidad de las diversas ramificaciones del saber, que encuentran su punto de unión en la figura del orador. Por su parte, la elocuencia sin filosofía no es más que un saber vacío. La filosofía ofrece un contenido para dicha forma, y aunque no es el único posible, resulta el saber más alto y primordial.


Para Cicerón, en Roma, filosofía y elocuencia, en tanto que constituyen contenido y forma del discurso, deben caminar siempre de la mano. Tratarlos como ámbitos separados significa reducirlos a un mero otium griego, hacer de ellos puros ejercicios escolares.


Y ahora, si alguien quiere llamar orador al filósofo que nos proporciona abundancia de conocimientos y recursos estilísticos, por mí, puede hacerlo; o si prefiere llamar filósofo al orador del que yo digo que tiene la sabiduría unida a la elocuencia, no se lo impediré; con tal que quede claro que ni es loable la incapacidad oratoria de quien conoce un tema, pero es incapaz de exponerlo, ni la falta de preparación de quien, andando escaso de conocimientos, no le faltan palabras[…]porque en un orador completo está incluida la sabiduría, mientras que en el conocimiento filosófico no está necesariamente incluida la elocuencia (Sobre el orador, 3.142).


Cicerón dedicó otras obras al desarrollo de algunas de estas ideas. La intención última de todas ellas fue la configuración de un modelo de orador, «la imagen perfecta de la elocuencia», como dice en su obra El orador, cuyo objetivo era cumplir en Roma la misma función que la figura del guardián-filósofo cumple en la ciudad ideal que Platón expone en la República y que Cicerón conocía en profundidad. En el Brutus, incluso inventó una genealogía para este modelo, asignando cualidades oratorias sorprendentes a personajes del pasado de Roma. Se trataba de diseñar una historia de la elocuencia romana cuya culminación era él mismo como materialización máxima del modelo.

 

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El proyecto político ciceroniano


Durante su consulado, Cicerón debió atender a graves problemas que acuciaban a la República, como el de la reforma agraria, tantas veces solicitada por los tribunos de la plebe. El Arpinate siempre se mostró en contra del reparto de la tierra y abogó por la inviolabilidad del derecho de propiedad. A este respecto, son famosos sus discursos pronunciados durante el primer mes de su consulado contra el proyecto del tribuno Publio Servilio Rulo. Un proyecto que caminaba en la misma dirección que los propuestos durante el siglo anterior por los hermanos Graco. Roma vivía en ese momento un proceso de fuga del campo a la ciudad como consecuencia de la agresiva expansión de la agricultura esclavista de los grandes propietarios. Ante la imposibilidad de competir, los pequeños agricultores no tenían más remedio que trasladarse a Roma para encontrar allí un trabajo, lo que contribuyó a un importante aumento de la plebe urbana.


Además, comenzaba a apreciarse un conflicto que en años sucesivos adquiriría mucho protagonismo: el de los veteranos o soldados que habían combatido en el ejército de Pompeyo en oriente. Terminada la campaña, muchos de ellos volverían a sus tierras, pero otros muchos que no eran propietarios sino campesinos por jornal exigirían, como en efecto sucedió, un resarcimiento por sus servicios al general. Ante la escasez de terreno público para cubrir estas necesidades, Rulo proponía utilizar las tierras de la Campania y otras que los grandes propietarios quisieran vender a la República para repartirlas entre los antiguos combatientes. Cicerón se opuso a este proyecto por una cuestión de forma y otra de fondo. La primera tenía que ver con la comisión que se formaría para la compraventa en el reparto de las tierras, formada por personas muy cercanas al círculo de Rulo, lo que podía favorecer el amiguismo. La cuestión de fondo, mucho más relevante, nos introduce de lleno en la filosofía política que Cicerón defendió en los años siguientes al de su consulado.


La expansión militar romana constituyó un gran imperio, pero hizo evidentes algunas insuficiencias del sistema político republicano, gobernado por una oligarquía cuyo poder se centralizaba en el Senado. A la cabeza de este, dos cónsules se repartían anualmente el poder de decisión en asuntos capitales. Sin embargo, resultaba cada vez más complicado gestionar desde Roma el entramado burocrático generado para su administración. A esta situación había que sumarle las crecientes reivindicaciones de la plebe en relación con el reparto de riqueza apenas referido. El tribunado de la plebe, que representaba los intereses de esta parte importantísima y mayoritaria del pueblo, se había convertido en una magistratura poderosa que ofrecía enorme visibilidad a quienes la ocupaban.


Cicerón vio en este hecho una amenaza para los valores republicanos, pues un líder de la oligarquía que tuviera el apoyo del pueblo no tendría muchas dificultades para acabar con las antiguas libertades (que, ciertamente, solo una parte poseía) e instaurar un gobierno autocrático y personalista. Este había sido el intento de Catilina, y lo fue después de Clodio, quien promovió una ley ad hominem para llevar a Cicerón al exilio y despojarle de algunos de sus bienes. Pero, ante todo, era el caso de César, con quien el Arpinate mantuvo siempre una relación ambivalente: por un lado, sentía aprecio y respeto por el brillante militar e intelectual, pero no podía ocultar su rechazo ante las pretensiones de concentración de poder que mostraba y que acabó por detentar en sus últimos años.

 

Marc Antonys Oration at Caesars Funeral by George Edward Robertson

Marc Antony's Oration at Caesar's Funeral by George Edward Robertson


La producción filosófica de Cicerón comienza precisamente tras su consulado y posterior caída en desgracia. Obligado a un periodo de otium cum dignitate, el Arpinate decidió dedicarse a la reflexión filosófica. Los tratados de Cicerón de esta época se introducen de lleno en los problemas de las principales tendencias del periodo: el estoicismo, el epicureísmo y el escepticismo académico. Se ha dicho muchas veces que en ellos se contienen tan solo recopilaciones de las principales ideas de estas escuelas y, es cierto -Cicerón no deja de decirlo- que se presentan al lector las posturas de cada una de ellas con la mayor exactitud y rigor posibles. Pero es necesario comprender que esta manera de exponer las distintas filosofías se basaba en dos aspectos fundamentales: en primer lugar, la forma de exposición in utramque partem, esto es, presentado primero los argumentos de una posición para conceder después la palabra a quien defendía los argumentos contrarios. De esta manera se presentaba al lector, lo más fielmente posible, las posiciones de cada contrincante en el debate. De ahí que la filosofía y la oratoria no pudieran darse por separado, pues todo discurso filosófico debía incorporar a sus argumentos el elemento persuasivo. Carnéades, antiguo escolarca de la Academia, era para Cicerón el máximo ejemplo de esta forma de reflexionar filosóficamente. En Sobre la República, nos dice que en la embajada de filósofos griegos que habló ante el Senado romano en 155 a.C., el académico sorprendió a todos defendiendo un día la justicia y otro la injusticia.


Del pensamiento de Carnéades deriva el segundo aspecto que define la forma ciceroniana de hacer filosofía: la idea de que la verdad es en último término algo muy difícil de alcanzar y que, a lo sumo, podemos determinar que una tesis es más probable que otra debido a que puede defenderse con mejores argumentos. Nuestro filósofo encontró en esta idea un poderoso aliado para la defensa de su proyecto político, ya que el probabilismo le permitía, por un lado, defender la suspensión del juicio en relación con todas aquellas ideas que supusieran una innovación radical que tratara de acabar con las tradiciones existentes y, por otro, la apertura hacia una progresiva adaptación de estas a los tiempos.


La teoría política ciceroniana se basa en la premisa según la cual los valores de una comunidad se deben a un esfuerzo colectivo que no se define en una sola generación, sino que se conforma con el paso del tiempo. Por lo tanto, la antigüedad de las tradiciones es en sí misma un argumento a favor de su verosimilitud en la medida en que su conservación requiere superar los obstáculos y las razones esgrimidas por aquellos que han tratado de refutarlas. Dicho de otra forma: la verosimilitud de una tradición o, en general, de una idea será más probable cuanto más antigua sea. Su mantenimiento es por ello un síntoma inequívoco de su valor para la comunidad. Solo las que entran en desuso o que resultan imposibles de defender en un determinado momento histórico deben dejar paso a nuevas ideas dotadas de mejores razones o argumentos, lo que permite a las sociedades una progresiva renovación. Cicerón cree además que, sobre la base del éxito derivado de su permanencia, sería posible ponerse de acuerdo en torno a una serie de principios y valores supremos, propios del género humano, que conformarían un derecho natural aplicable a todos los pueblos.


Esta doctrina está confirmada por la prudencia de nuestros antepasados, quienes afirman que todo hombre debía prestar juramento ‘conforme a la convicción del espíritu’; que nadie es responsable sino del ‘engaño cometido a sabiendas’, porque la ignorancia voluntaria se presenta en la vida con demasiada frecuencia; que al dar testimonio de algo se diga ‘así lo creo’, aun tratándose de cosas que el testigo haya visto por sus propios ojos; y, finalmente, que los jueces dignos de fe deben declarar después de estudiar y conocer la causa […] (Cuestiones Académicas [Lucullus], 146).

 

Francisco Maura y Montaner pinto en 1888 la escena en la que Fulvia la esposa de Marco Antonio y
Fulvia y Marco Antonio, o La venganza de Fulvia. Francisco Maura y Montaner. Museo del Prado.

 

Nuestro filósofo no fue tan ingenuo como para pensar que la permanencia de estos principios, valores o tradiciones dependía solamente de una buena defensa argumental. Existen elementos emocionales que pueden contribuir a su auge o caída. Por ello, resulta conveniente refrenar el carisma de ciertos líderes. Este es uno de los motivos por los que Cicerón se opone al modelo de sabio estoico. El estoicismo había adquirido en Roma mucha fuerza a partir del s. II a.C. por presentar una propuesta ética que encajaba muy bien con el espíritu romano, profundamente puritano y aferrado a las tradiciones ancestrales. El Arpinate nada tenía que objetar a la férrea moralidad estoica, salvo quizá un énfasis excesivamente dogmático en la defensa de sus postulados. Sin embargo, para los estoicos, el mundo se dividía entre aquellos que ostentaban la condición de sabio y todos los demás. El sabio estoico era un personaje de una fortaleza tal que podía ser feliz incluso en el potro de tortura, un prototipo de integridad moral prácticamente imposible de alcanzar. De ahí que la práctica totalidad de los humanos debían conformarse con ser únicamente aprendices que se mantenían con mayor o menor dignidad dentro de la ignorancia.


Hay que insistir en que las consecuencias éticas de esta tesis estoica resultaban muy atractivas incluso para Cicerón, pues promovían la conducta intachable o el sometimiento al deber, y perseguían una vida de investigación sobre la verdad basada en una poderosa epistemología. Sin embargo, Cicerón percibió inmediatamente en este modelo de sabio consecuencias políticas indeseables: si un personaje carismático utilizara el estoicismo para revestirse a sí mismo con los caracteres del sabio estoico ¿quién podría enfrentarse a él? La tentación de este personaje de convertirse a sí mismo en criterio de verdad y, en consecuencia, en tirano sería difícilmente evitable para sus conciudadanos. Esta es la idea que está detrás de las Cuestiones académicas, como ha mostrado otro de los mayores especialistas en la obra del filósofo romano, el latinista francés Carlos Lévy.


Cicerón combatió este riesgo en sus últimos años, primero contra las pretensiones de César y, más tarde, contra las de Marco Antonio hasta que fue asesinado por orden suya el 7 de diciembre del 43 a.C. Lo hizo a través de sus discursos políticos y sus tratados de filosofía, en los que se enfrenta a las tesis más dogmáticas de los epicúreos y de los estoicos. Se trate el tema que se trate, siempre puede hacerse de estos tratados una lectura en clave política. Incluso los que tradicionalmente se han considerado que abordaban cuestiones teológicas, epistemológicas o éticas, como Sobre la naturaleza de los dioses, Del supremo bien y del supremo mal o Sobre los deberes, miran hacia los problemas de su tiempo y tratan de enfrentar las posturas griegas, propias de una filosofía de escuela, con las posturas romanas, que atisban en cada tesis filosófica una consecuencia práctica en términos de utilidad para la comunidad.

 

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FOTO: BPK / Scala, Firenze. La ira de Fulvia. Historia. National Geographic

 

Las obras de Cicerón suelen tener forma de un diálogo en el que, como ya se ha indicado, se contraponen distintas tesis. En ocasiones, suele haber un representante de cada escuela filosófica; en otras, los personajes son celebridades del pasado político romano a las que admiraba. A través de ellos, el Arpinate va introduciendo sus ideas casi siempre de manera velada. El efecto que se consigue con ello es, sin embargo, evidente: lanzar un hilo que vincule las ideas defendidas en sus obras con las que mantuvieron los antepasados del pueblo romano. El objetivo también parece obvio: actualizar y preservar una memoria común en un pueblo que se encontraba desde hacía tiempo gravemente fragmentado. La cohesión de la comunidad se convierte así en el objetivo primordial de este conservadurismo abierto a los cambios que Cicerón defendió filosóficamente y que ha tenido una enorme influencia en otros filósofos posteriores a él, como Locke, Montesquieu, Burke o Leo Strauss.

 

 Fundacion March.Cicerón: el filósofo que amaba la política | Francisco Pina Polo y José María Pou



 


Bibliografía


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