Pocos conceptos del acervo de Occidente han sido tan esperanzadores y fascinantes como el de cosmopolitismo. El ideal de convivencia pacífica de todos los seres humanos, amable y cautivador, representa la cima de los sueños de convivencia entre diferentes. Y ello a pesar de que las experiencias históricas para trasladar la idea a la realidad han resultado casi siempre turbulentas y destempladas.
Actualidad del ideal cosmopolita
Pocos conceptos del acervo de Occidente han sido tan esperanzadores y fascinantes como el de cosmopolitismo. El ideal de convivencia pacífica de todos los seres humanos, amable y cautivador, representa la cima de los sueños de convivencia entre diferentes. Y ello a pesar de que las experiencias históricas para trasladar la idea a la realidad han resultado casi siempre turbulentas y destempladas.
El historiador francés Marc Bloch ya nos previno de los malentendidos generados cuando se rastrea el origen de los conceptos, pues casi siempre ocurre que tras un mismo significante se ocultan distintos significados. La precaución parece pensada para el cosmopolitismo, cuyo origen primero nunca remitió al espacioso universo de los seres humanos, sino más bien a una reducida especie, la de los sabios. Solo el paso del tiempo hizo de la cosmópolis una comunidad política ideal, integradora y armónica. Al menos, este es el significado que hoy tiene para nosotros. La confianza en sus posibilidades ha impulsado a la Filosofía desde la caída del Muro de Berlín con numerosas contribuciones que abogan por ensayar de nuevo una sociedad de contorno planetario.
El filósofo alemán Immanuel Kant puede ser considerado, con toda justicia, el padre de la idea moderna de cosmópolis cuando manifiesta en La paz perpetua:
Según la razón, los Estados con relaciones recíprocas no tienen más remedio que salir del estado sin leyes que solo entraña guerra, tal como los individuos abandonan su salvaje libertad sin ley, y amoldarse a restrictivas leyes públicas configurando un Estado de Pueblos que crezca constantemente hasta abarcar finalmente a todos los pueblos de la tierra (B. 37-38, p. 87 de La paz perpetua. Un diseño filosófico, edición y traducción de Roberto R. Aramayo, Alamanda, 2018).
Gran parte de las propuestas actuales en favor de una organización cosmopolita se basan de una u otra forma en esta obra de Kant: o bien la utilizan como inspiración primordial -es el caso de Adela Cortina, a la que me referiré más adelante- o bien combinan la doctrina kantiana con otras, esencialmente el estoicismo -es el caso de David Held, en «Principles of cosmopolitan order»- o el estoicismo asociado con elementos aristotélicos, como ocurre en el caso de Martha Nussbaum, a la que también dedicaré algunas reflexiones finales.
Ocurre sin embargo que estos casos, aunque sostienen planteamientos rigurosos, tienden a obviar algunas peculiaridades del pensamiento antiguo que arrojan serias dudas sobre la viabilidad de la propuesta cosmopolita entendida como la superación definitiva de los conflictos humanos. No está de más, por tanto, dedicar unas líneas a examinar los distintos significados que el ideal adoptó en la Antigüedad. Y no lo está porque el anhelo de convivencia pacífica de los hombres es tan añejo como la reflexión filosófica misma.
El cosmopolitismo estoico
Diógenes de Sinope, el filósofo cínico que acostumbraba a dormir en un barril y cuyo indecoroso comportamiento escandalizó a muchos de sus contemporáneos, contestó en cierta ocasión, al ser preguntado por su procedencia: «soy ciudadano del mundo (kosmopolites, en griego)» (Diógenes Laercio, Vidas de los filósofos ilustres, VI, 63). Esta parece haber sido también la postura de Sócrates, como nos informa Cicerón en Tusculanae, V, 108. Probablemente tales afirmaciones encerraban un posicionamiento filosófico concreto y profundo, pero, al no venir acompañadas por desarrollo teórico alguno, se prestan a multitud de interpretaciones. Por ello, solo queda resignarnos a entenderlas a la luz de lo que fue el ideal cosmopolita posterior.
Diógenes sentado en su tinaja Jean-Léon Gérôme, 1860
La figura de este ideal fue trazada por el padre de la escuela estoica, Zenón de Citio, en una obra, la Politeia (comunidad política o república, en griego), que lamentablemente no hemos conservado y conocemos únicamente por tradición indirecta, esto es, a través de citas de autores posteriores. Zenón parece haber diseñado una comunidad política sin fronteras físicas, pero delimitada con enorme precisión mediante unas firmes y elevadas barreras morales. Solo el sabio podía formar parte de ella. El rigorismo exigido en el cumplimiento de los requisitos para la adhesión a esta congregación de sabios era tal que resultaba poco realista aspirar a alcanzar dicho estado conservando los caracteres propios del ser humano, que los estoicos consideraban mayormente inconsciente y casquivano. El resultado de tan exigente condición fue que los discípulos de Zenón se vieron incapaces de señalar un solo ejemplo de sabio encarnado. Ni siquiera el padre fundador, o Crisipo, el sistematizador más importante de la filosofía de la Estoa, fueron considerados sabios por los sucesivos adeptos a la escuela.
La sabiduría estoica consistía en exhibir un comportamiento sometido en todo momento a la más estricta racionalidad. En la práctica, esto significaba dominar las propias pasiones (lo que hoy llamaríamos emociones) y comportarse de manera adecuada conforme a la posición social que se ocupa en cada momento. El orden social y el orden psicológico habían sido perfectamente dispuestos por el logos, una razón divina y providencial capaz de ensamblar todas las piezas que conforman la naturaleza mediante una jerarquía entre seres vivos que situaba a la humana como especie intermedia entre las bestias y los dioses. La sabiduría consistía en ajustar la conducta propia a una naturaleza concebida, organizada y conducida por el logos.
En consecuencia, y aunque parezca paradójico, el primer modelo de cosmópolis que nos aporta la filosofía, lejos de ser atractivo e integrador, resultaba exigente y profundamente elitista. En la ciudad utópica sin fronteras ideada por Zenón solo recibían carta de ciudadanía aquellos que habían alcanzado la cima, ardua y remota, de la moralidad estoica. El resto, los necios, permanecían aherrojados a las ciudades mundanas, condenados a una vida moralmente estéril y colmada de luchas fratricidas.
La figura del sabio estoico recibió multitud de críticas ya en la Antigüedad, no solo por su rigidez y exigencia extremas, sino por los atributos que lo definían como miembro de esta restringida comunidad moral. El sabio nunca erraba; en consecuencia, tampoco perdonaba, dado que la indulgencia conlleva siempre la asunción de un error de juicio previo; el sabio no opinaba y, por tanto, no podía cambiar de opinión. Su voz era la voz de la razón, la voz de la ley. Categóricos, los estoicos aseguraban que la sabiduría fundaba un estadio moral que, de alcanzarse, carecía de retorno. Y al contrario: el necio seguía siendo necio hasta alcanzar la cima del progreso moral. De la misma forma -decían- que una persona sumergida en el mar se ahoga igual a dos metros de profundidad que a diez centímetros de la superficie, el necio sigue siéndolo mientras su acción no concluya en el estado final, completo e irrevocable de la sabiduría.
Algunos filósofos tardíos, cristianos y, por tanto, críticos con el paganismo estoico, se refieren a algunos pasajes de la Politeia de Zenón más vinculados al cinismo, que el fundador de la escuela parece haber recibido de su maestro Crates, discípulo a su vez de Diógenes de Sinope. Es el caso de Epifanio de Salamina (s. IV d.C.), padre de la Iglesia. En su Panarion, un tratado sobre las herejías, nos informa de que el sabio estoico puede comer carne humana, incluso la de sus hijos, o abusar de jovencitos libremente (SVF. III, 36). Diógenes Laercio nos traslada también esta noticia. Refiriéndose a la misma obra, asegura:
[El sabio] vivirá como un cínico. Pues el cinismo es un camino abreviado hacia la virtud, según Apolodoro en su Ética. E incluso probará carne humana en alguna circunstancia. Solo él es libre, mientras que los necios son esclavos. Porque la libertad es la facultad de actuar por sí mismo, y la esclavitud, la privación de esa autodeterminación (Vidas de los filósofos ilustres, VII, 121).
Por su parte, el filósofo escéptico Sexto Empírico (s. II d.C.) nos dice que Zenón permitía al sabio acariciar la vulva de la madre con el propio miembro, pues nadie diría que es malo acariciar con la mano cualquier otra parte del cuerpo (Esbozos pirrónicos, III, 205).
Es cierto que todos estos testimonios proceden de escuelas rivales a la estoica. Epifanio era cristiano, Diógenes Laercio epicúreo y Sexto Empírico escéptico. Ahora bien, sus testimonios resultan verosímiles a la luz de la configuración de ese ideal de sabio que únicamente se guía por la persecución del supremo bien: vivir virtuosamente, es decir, conforme a la naturaleza. Todo lo demás resulta indiferente (adiaphoron, en griego). Y aunque los estoicos aceptaban que había indiferentes preferibles (la riqueza o la salud) y no preferibles (la pobreza o la enfermedad), como su propio nombre indica, nunca eran esenciales para una vida virtuosa. Desde esta perspectiva, no parece haber ninguna diferencia racionalmente significativa entre los órganos genitales y cualquier otra parte del cuerpo. Las diferencias, sin duda muy relevantes, son de naturaleza cultural, pero estas carecen de importancia para los estoicos.
Fundada y regida por el sabio, la cosmópolis de Zenón era una comunidad armoniosa donde no existía la propiedad privada y reinaba la amistad -solo el sabio, aseguraban, es un amigo fiel y leal- entre todos sus miembros, seres libres e iguales.
El cosmopolitismo en Roma
El ideal cosmopolita estoico, tan restrictivo y circunscrito a la adopción de los principios de esta escuela, habría quedado reducido a un episodio del pensamiento griego sin demasiado interés si no hubiera sido por un factor de enorme relevancia histórica: la excepcional expansión de una pequeña ciudad del Lacio que llegó a dominar todo el Mediterráneo. Me refiero, naturalmente, a Roma. Fue esta expansión la que propició el éxito del cosmopolitismo como construcción útil en un doble sentido:
1. Como ideal capaz de juzgar el grado de idoneidad de las comunidades mundanas.
2. Como fundamento de un anhelo de dominación que no renuncia a alcanzar la justicia, aunque ambas palabras -dominación y justicia- puedan parecer un oxímoron a ojos de los lectores actuales.
Veamos el alcance de estos dos sentidos u orientaciones.
1. La filosofía y la retórica griegas comprendieron enseguida las dificultades que entrañaba el ideal cosmopolita reducido a un cuerpo tan escaso, casi inexistente, de sabios. Sin embargo, el optimismo generado por la expansión imperial romana, que no parecía tener límites a la altura del siglo I d.C., alimentó en algunos pensadores con tendencias estoizantes las afinidades entre Roma y la cosmópolis de Zenón. Ello a pesar de que los tiempos habían cambiado y la libertad e igualdad absolutas de los ciudadanos de la utopía zenoniana solo podían servir como referentes, o ideales, que se arrojaban contra los excesos de algunos emperadores. Quizá fuera este uno de los motivos por los cuales cierto estoicismo se rebeló contra la tiranía en defensa de las libertades del Senado, con Catón uticense, recio estoico del siglo I a.C., como modelo más acabado de las virtudes tradicionales. La Farsalia del poeta Lucano, sobrino del filósofo Séneca, lo describe de este modo con enorme belleza.
Un autor interesante para conocer esta perspectiva es el sofista Dion de Prusa, también conocido como Dion Crisóstomo por sus dotes oratorias. En su Boristénico, Dion, a solicitud de los habitantes de Borístenes -ciudad cercana al Mar Negro-, trata de definir el concepto de ciudad. Siguiendo la preceptiva estoica, el sofista declara que una ciudad es un grupo de seres humanos que habitan juntos y se encuentran gobernados por una misma ley (Orationes, 36, 20). Ya he señalado que la ley (nomos, en griego) revelaba para los estoicos el orden racional. Al igual que el ser humano se encuentra dotado de una racionalidad que ordena su conducta, también la ciudad posee una organización que no es sino la transposición de la ley racional.
A diferencia de lo que sucede en los actuales regímenes democráticos, la validez de esta ley no dependía del cumplimiento de una serie de requisitos formales, como pueden ser una materia concreta objeto de regulación o un específico órgano que la aprueba mediante un procedimiento previamente establecido, sino que formaba parte del orden natural de las cosas: era, podríamos decir, una pieza más en el engranaje de la armonía cósmica propiciada por la divinidad. Frente a los epicúreos, que consideraban la convención o el acuerdo entre los seres humanos el cimiento de toda comunidad política, los estoicos hallaban la raíz última de las normas de convivencia en la naturaleza.
De este presupuesto se derivan dos consecuencias de enorme relevancia para la filosofía política: la primera radica en que la ley natural, manifestación de esta racionalidad universal y divina, establece una pauta vinculante para las leyes positivas, que son las leyes aprobadas por las instituciones de cualquier ciudad. El criterio último para determinar la validez de una ley positiva residía, pues, en su correspondencia con la ley natural. Dion lo expresa de una manera muy elocuente: «pues del mismo modo que no es humano quien carece de razón, así tampoco es ciudad aquella en la que no impera la ley. Pues no podría ser legal una ciudad insensata y desordenada» (Orationes, 36, 20).
El segundo presupuesto se deriva del anterior: si solo puede ser ley aquella que manifiesta la racionalidad cósmica, solo podrá ser llamada ‘ciudad’ aquella en la que impera la ley natural. La pregunta que sale al paso inmediatamente es si a juicio de Dion existiría una comunidad mundana digna de ser bautizada con tan distinguido nombre.
El Boristénico nos ofrece una respuesta negativa. Esto no debe sorprendernos, pues como buen estoico, Dion no considera que existan en la Tierra comunidades formadas por sabios, por lo que resulta imposible hablar de un gobierno sometido íntegramente a la ley natural. La ciudad de Dion sólo existiría en los cielos o, a lo sumo, estaría formada por dioses y hombres, siendo estos últimos, a la postre, como niños conviviendo con adultos que prescriben unas normas de comportamiento para ellos insondables. Aunque en el discurso se sustituye la ciudad de sabios por la de dioses y hombres, Dion retoma sin modificaciones sustanciales la idea de cosmópolis de Zenón, pues esos hombres a los que se refiere son, obviamente, sabios y, en tanto que tales, viven conforme a la Razón, esto es, cohabitan con la divinidad. Por lo tanto, Dion sigue transitando el mismo sendero que anteriormente hollara el padre del estoicismo: el sendero de la utopía.
Tanto la Politeia de Zenón como la ciudad de dioses y hombres de Dion reflejan los vínculos existentes entre la política y la teología estoicas, pues el logos es para esta filosofía el supremo legislador. La centralidad de la razón divina es decisiva en tanto que dispensa un modelo concreto y acabado de organización social. Más claramente: los principios de la filosofía estoica conforman los preceptos de la ley natural de la ciudad. Por ello, si eliminamos el armazón que proporciona el sistema estoico, el ideal cosmopolita se desmorona sin remedio.
Ahora bien, frente a la fantasía escolar de Zenón, la cosmópolis estoica de Dion adquiere un valioso atributo. Y es que, entre líneas, el lector avezado percibe el aliento crítico que la impulsa como un referente útil para evaluar las desviaciones morales de la Roma del emperador Domiciano, quien ha pasado a la historia por ser uno de los mayores tiranos del Alto Imperio y por cuya decisión había tenido que exiliarse el sofista. En el Boristénico, Roma es la Rebeca de Daphne Du Maurier, una ausente siempre presente que emerge por contraste con la ciudad ideal para mostrar la hondura de sus imperfecciones morales.
2. La historia de las ideas nunca es lineal. Un pensador lanza un concepto como el náufrago libra al mar una botella. En ocasiones, el recipiente se quiebra fortuitamente en mil pedazos y el concepto, endeble por la humedad, se apedaza hasta su total descomposición. Otras, arriba a una orilla poco concurrida donde reposa de las modas de los tiempos hasta que otro pensador (o pensadora) tropieza con él y lo recoge. Pero también ocurre a veces que la botella llega a un puerto influyente y destacado, es recogida enseguida y su mensaje inmediatamente descifrado. Este último fue el caso del ideal cosmopolita en el segundo sentido al que me he referido anteriormente.
Quien recogió la botella en esta ocasión fue un romano, Marco Tulio Cicerón, que advirtió en el mensaje una oportunidad inestimable para abastecer de herramientas teóricas a un mundo nuevo sometido a la potestad de Roma. Retrocedamos, pues, hasta mediados del siglo I a.C., un momento de formidable expansión territorial aunque de visible decadencia del gobierno republicano. En realidad, la idea de una ciudad que integrara a los sabios estoicos existentes tenía para Cicerón un escaso interés. Pero, despojada de los elementos estoicos más característicos, resultaba extremadamente útil para legitimar el dominio romano sobre el Mediterráneo. Con esta idea en mente, Cicerón introdujo dos modificaciones sustanciales al proyecto de Zenón. La primera resultó decisiva: donde este hablaba de sabios, Cicerón comenzó a hablar de ciudadanos romanos. La segunda no fue menor: donde los estoicos hablaban de la ley natural, Cicerón comenzó a hablar de ius civile, esto es, el derecho aplicable a dichos ciudadanos. Un derecho que se nutría de las costumbres y tradiciones de los antepasados, los llamados mores maiorum. Por obra de estas dos significativas modificaciones, el filósofo de Arpino transmutó la República romana en la forma más acabada de cosmópolis.
Cicerón rescató la botella lanzada por Zenón, pero allí donde este había escrito Politeia, el filósofo romano leyó el glorioso nombre de Roma.
Cicerón denuncia a Catilina Cesare Maccari
Nuestro autor concibe la República romana como una humani generis societas, la sociedad del género humano, y la describe conforme a lo que considera son las tradiciones propias de la aristocracia de su tiempo (Sobre las leyes, III, 12). En su tratado Sobre la república, presenta el programa para la regeneración política de una comunidad muy fracturada debido a las profundas disputas existentes en la élite senatorial, sobre todo después de las reformas gracanas. Su interés consistía en recuperar el consenso de todos los hombres prudentes, esto es, de aquellos que, a su juicio, buscaban las más elevadas virtudes romanas. En Sobre los deberes, su última obra, describía las cualidades que había de exhibir el ciudadano de esta república, anclada en un momento previo a la ruptura de la cohesión social y recuperada para el presente de las profundidades de la memoria colectiva de su tiempo.
Cicerón siempre creyó en la fehaciente superioridad de los valores y tradiciones romanos, fundamento irremplazable del ius civile. Hasta tal punto que considera a este derecho como la forma más acabada de la ley natural, por lo que lo propuso como código primario para esta comunidad universal que Roma patrocinaba.
Un texto de esta última obra ilustra los aspectos que nuestro pensador consideraba relevantes para el buen funcionamiento de aquella cosmópolis:
Ahora bien, sustraer algo a otro y que el hombre aumente su beneficio con el daño de otro es más contrario a la naturaleza que la muerte, que la pobreza, que el dolor, que todo lo demás que puede acaecer al cuerpo o a los bienes externos. Pero ante todo quita la vida en común y la sociedad humana […] [N]o solo la naturaleza, es decir, el derecho humano, sino también las leyes de los pueblos, establecen de una forma general que no es lícito causar daño a otro para beneficiarse a sí mismo. A esto se orientan las leyes, esto buscan: que se mantenga incólume la convivencia civil; y a quienes intentan disolverla los castigan con la muerte, con el destierro, con la cárcel y con multas (Sobre los deberes, III, 21-23).
La inigualable astucia de Cicerón consistió en apropiarse de una idea estoica, la cosmópolis de sabios, y despojarla del contenido que la Estoa le había proporcionado. Las palabras (sociedad del género humano, ley natural, etc.) rezuman estoicismo por todos sus poros, pero el producto final es algo nuevo. La filosofía estoica, fuente del ordenamiento moral y jurídico de la Politeia utópica, fue sustituida por las tradiciones y derecho romanos, principios generales de conducta para un gobierno ecuménico. La ciudad estoica de sabios se convirtió en la Roma de los ciudadanos. Y no considero desacertado suponer que la interpretación ciceroniana subyaciera a los paulatinos ensanchamientos de la ciudadanía romana procurados en los siglos posteriores.
Esta ambiciosa operación, extraordinariamente exitosa, plantea sin embargo una cuestión crucial que afecta a las posibilidades de aplicación práctica del ideal cosmopolita. Porque al lector no se le habrá escapado que la interpretación ciceroniana ha elevado a universal una condición humana particular. Al trasladar el ideal cosmopolita de la teoría a la práctica, Cicerón lo ha convertido en el armazón teórico del imperialismo.
No es fácil abordar este problema. Tal y como fue engendrado, el cosmopolitismo sólo puede funcionar dentro del sistema estoico, pues no cabe concebir una ciudad sin principios éticos y políticos que ordenen la vida en común. El sabio estoico cuenta con unos muy precisos, las virtudes, de oneroso esfuerzo, sí, pero que actúan como mandatos naturales que señalan el camino recto hacia el bien supremo. Si privamos al ideal cosmopolita del contenido preceptivo que aporta la filosofía estoica, privamos a la ciudad de sus normas de convivencia. En consecuencia, si no queremos que esta ciudad sea una mera forma, vacía de contenido e inhabitable, resulta imprescindible ofrecer un nuevo significado para la ley natural. Y eso fue lo que hizo Cicerón, y lo que han hecho tantos pensadores posteriores a él. Por razones de espacio, no puedo detenerme en sus propuestas, pero considero que todas ellas caben de una u otra manera en alguna de las dos orientaciones aquí señaladas.
El cosmopolitismo en la actualidad: Martha Nussbaum y Adela Cortina
Mi intención es examinar las más actuales, aludidas al comenzar esta exposición. Me refiero a las de Martha Nussbaum y Adela Cortina. Pues bien, aunque con distinto entusiasmo, ambas hunden sus raíces en la filosofía de Kant, quien en La paz perpetua recupera el ideal cosmopolita combinando los dos sentidos a los que me he referido. Por un lado, el filósofo prusiano proporciona un ‘ideal regulador’ que permite a las comunidades políticas mundanas contrastar sus deficiencias morales con la ‘República de los Fines’, traducción remudada de la cosmópolis estoica. Ahora bien, conviene destacar que el ‘ideal regulador’ no posee solo una función crítica, sino que plantea una guía para la acción. Y, en efecto, la comunidad de fines kantiana no parece querer instalarse en el depósito de las ideas, sino que anhela transfigurarse en ciudad mundana bajo el revestimiento de los principios de la Ilustración: primacía de la razón, autonomía moral y emancipación del individuo. De manera que Kant, al pensar su cosmópolis como una idea practicable, la dota de unos contenidos que revelan la peculiar coyuntura de la filosofía europea del siglo XVIII.
Lo mismo ocurre con las propuestas de Nussbaum y Cortina. La primera ha dedicado numerosos trabajos a la posibilidad de desarrollar en la actualidad el ideal cosmopolita. El más reciente, La tradición cosmopolita. Un noble e imperfecto ideal, es un estudio de las diferentes propuestas en torno al cosmopolitismo habidas desde la Antigüedad hasta llegar a ella misma. El capítulo final (pp. 253 y ss.) consiste precisamente en exponer su propuesta, que gira en torno a lo que en el libro denomina «enfoque de las capacidades», idea apadrinada en los años ochenta por el economista Amartya Sen. Para Nussbaum, una «aproximación constructiva» de los problemas globales tendría que preservar el conjunto de «capacidades centrales humanas»: la vida, la salud y la integridad física, los sentidos, la imaginación, el pensamiento, las emociones o la razón práctica.
En principio, Nussbaum presenta las capacidades como un esquema o «plantilla abstracta» que bien podría fungir como ideal regulador. Pero, de nuevo, este ideal posee dos caras y el lector percibe que el ánimo de la filósofa no se acomoda únicamente al plano teórico. El capítulo adopta los rasgos de una propuesta concreta para preservar estas capacidades de manera efectiva en una comunidad política mundana de ámbito universal. Y es aquí donde Nussbaum toma partido por un sistema democrático típicamente occidental en el que predominan valores como la libertad de expresión o el derecho a gozar de un sistema sanitario y educativo dignos y de igual acceso para todos. Quien esto escribe no tiene conflicto alguno con esta propuesta, pero se apercibe de que la misma es fruto de un desarrollo cultural específico, de raíz grecorromana y cristiana. Obviamente, Nussbaum también lo sabe, pero no parece sentirse cómoda reconociendo esta circunstancia, pues teme que la teoría de las capacidades quede lacerada por los mismos argumentos que ella utiliza contra Cicerón.
La combinación antigua de los dos sentidos del cosmopolitismo que refleja el ideal regulador kantiano es patente, más aún que en el caso de Nussbaum, en Ética cosmopolita. Una apuesta por la cordura en tiempos de pandemia, de Adela Cortina. La filósofa valenciana firma un contrato de adhesión a los principios del filósofo prusiano y reemprende la batalla por la cosmópolis como medio para «hacer viable el progreso de la Ilustración». «El cosmopolitismo» -afirma- «permite desarrollar los mejores gérmenes de la humanidad a través del proceso histórico, que es también el proceso educativo». Por ello, aboga por «la construcción de una sociedad cosmopolita como bien jurídico supremo porque hace posible la paz, que es el fin definitivo del derecho dentro de los límites de la mera razón y responde al mandato de la razón práctica de que “no debe haber guerra”, porque ese no es el modo en que los seres humanos deben resolver sus disputas» (pp. 156-157). Hermosas palabras y, sin embargo, inermes ante una naturaleza humana que tantas veces se ha mostrado despiadada y perdida.
Lejos del desaliento, Ética cosmopolita realiza su oferta de constitución trifásica para una democracia universal respaldada por un único pueblo: el primer estadio sería el revolucionario, que abarcaría desde finales del siglo XVIII hasta la Segunda Guerra Mundial; el segundo, que denomina welfarista, se desarrollaría desde el fin de la Segunda Guerra Mundial; y el tercero, inacabado, consumaría el ideal cosmopolita iniciado con la construcción europea y los grandes acuerdos internacionales (p. 164). Una periodización que podría aplicarse a Europa, y no sin titubeos, pero muy dudosamente al resto del planeta.
Del somero examen de sus obras podemos concluir que ambas autoras mantienen estrechos vínculos con Zenón y Dion, pero también con Cicerón, pues una y otra elevan a universal una condición cultural particular. Esta circunstancia deja abierta la pregunta que encabeza estas líneas: ¿es posible realizar el ideal cosmopolita de una ciudad en la que todos los seres humanos viven de forma pacífica y armónica? Las propuestas filosóficas que he considerado parecen situarnos en un callejón sin salida. O, mejor dicho, en un callejón cuya única salida es la sublimación de los valores culturales de Occidente. No es extraño, si tenemos en cuenta el origen geográfico del concepto y el alcance de sus pretensiones: la totalidad de la Tierra. El carácter universal de esta aspiración resulta inexplicable sin acudir al pensamiento grecorromano y, posteriormente, a la filosofía judeocristiana edificada sobre su base. No en vano, católico (katholikos, en griego) significa universal.
Hasta qué punto esta actitud es o no correcta nos traslada a un rompecabezas de orden distinto sobre el que los antiguos también reflexionaron de manera sobresaliente. Me refiero a las dificultades que entraña hacer compatibles la utilidad y la moralidad. Es el tema de la República de Platón, y también del tratado Sobre los deberes, la última obra de Cicerón, quien -como Nussbaum y Cortina- no renunciaba a que el poder ejercido por Roma pudiera ser calificado como justo.
- ¿Es posible realizar el ideal cosmopolita? - - Alejandra de Argos -