Alberto Durero (1471-1528), el mayor genio renacentista del norte de los Alpes. Con la sensación de quien se cuela por el último resquicio de una puerta giratoria, entramos en las salas de la Sainsbury Wing de la National Gallery de Londres. Son las horas en las que ómicron estalla en el mundo desatando en la ciudad del Támesis un pánico parecido al de la peste negra del siglo XIV.
Albrecht Dürer, Retrato de un hombre joven (1521), British Museum, Londres
Con la sensación de quien se cuela por el último resquicio de una puerta giratoria, entramos en las salas de la Sainsbury Wing de la National Gallery de Londres. Son las horas en las que ómicron estalla en el mundo desatando en la ciudad del Támesis un pánico parecido al de la peste negra del siglo XIV. Alberto Durero (1471-1528), el mayor genio renacentista del norte de los Alpes, bien merece correr ese riesgo. Londres expone más de 80 de sus obras además de las de otros pintores coetáneos.
Se mire por dónde se mire, esta es una ocasión excepcional, porque mientras Brexit cumple su primer año en Gran Bretaña, el museo de Trafalgar Square acoge, paradójicamente, la exposición de un pintor viajero, un artista adicto al aprendizaje de sus colegas europeos, un observador y experimentador del Renacimiento que, desde su casa de Nüremberg, en el centro de la Alemania del Sacro Imperio Romano Germánico, atravesó dos veces los Alpes hasta Venecia donde conoció los secretos de la pintura de Giovanni Bellini, navegó el cauce del Rin hasta Aquisgrán para asistir a la coronación del nuevo emperador Carlos V y llegó hasta los Países Bajos donde consiguió ver el mar y los restos de una ballena. Estos viajes y el contacto con otros pintores marcaron la evolución de su obra y le convirtieron en un artista muy diferente a cualquier otro antes que él.
En la exposición de Londres, la primera de Durero en 20 años, están algunos de sus cuadernos de viajes a través de los Alpes. Son los primeros paisajes del natural de la Historia del Arte. Vista de Trintperg-Dosso di Trento (1495) o el apunte de una Ruina de un cobertizo en mitad de los Alpes (1514) demuestran la necesidad con la que el pintor, maravillado ante la visión de algún risco, algún arroyo o un lirio, se tiraba de su caballo, en la mitad de su viaje, para sentarse en una roca y pintar lo que veía. En una época en la que no existía la fotografía estos apuntes serían el almacén de sus ideas y conformarían futuros fondos de paisaje para alguna Virgen o para la ventana del estudio de algún santo.
Albrecht Dürer, Vista de Trintperg-Dosso di Trento (1495), Kunsthalle Bremen.
El artista hizo dos viajes a Italia a mediados de la década de 1490 y nuevamente entre 1505 y 1507. En Venecia vio a pintores que exploraban las ideas del Renacimiento y dibujaban el cuerpo humano, tomó en cuenta su interés por la proporción clásica, así como su habilidad para captar diferentes calidades de luz. También allí descubrió otros materiales y se obsesionó por el papel azul que daba a sus dibujos una profundidad distinta.
Albrecht Dürer, Cabeza de Cristo con 12 años (estudio para Cristo entre los doctores), 1506. Museo Albertina, Viena.
La muestra nos golpea con la obra de apertura: Virgen y Niño (1496-99) pintada inmediatamente después de su primer viaje a Venecia y resultado del choque entre el aprendizaje de sus viajes italianos y su fuerte impronta germánica. Ahí están la monumentalidad de la Madonna y el colorido italiano: el azul lapislázuli del manto de la Virgen, el almohadón a los pies del Niño en un verde vibrante y el rojo entre los pliegues de la cortina del fondo. Es probable que Durero empleara la técnica de mojar un trozo de lino en escayola húmeda para que al secar conservara la forma de los pliegues el tiempo necesario para ser copiados. Sin embargo, ni los escudos en las esquinas inferiores, la luz del Norte que se cuela por la ventana o la rigidez entre la Madre y un Niño excesivamente acartonado habrían sido jamás pintados por un italiano.
Albrecht Dürer, Virgen con Niño (1496-99), National Gallery of Art, Washington.
En su viaje de 1521 por los Países Bajos visita el zoo de Gante donde pinta por primera vez algunos animales del natural: monos, un lince, un león. Antes de este viaje había pintado otros leones, pero más bien parecían gatos grandes, tenían algo de emblemático porque estaban sacados de imágenes de otros grabados o de representaciones del león alado de Venecia. En esta exposición hay dos ejemplos previos a este viaje: León de la Kunsthalle de Hamburgo o el más extraño aún del San Jerónimo de la National Gallery.
Albrecht Dürer, San Jerónimo (1496), The National Gallery, Londres
Albrecht Dürer, León (1494), Kunsthalle de Hamburgo.
Desde el Museo Thyssen de Madrid ha viajado Cristo entre los doctores, que, en el primer golpe de vista, parece un estudio de distintas manos. En un lienzo que parece haberse quedado demasiado pequeño para sus siete personajes, un Cristo de 12 años, de cara ladeada y cascada de pelo rizado, está rodeado de otras seis cabezas, ocho manos y dos grandes libros. Encontramos reminiscencias de Leonardo en el personaje grotesco a la derecha de la cabeza del Niño y también de Mantegna en el anciano de barbas largas. El monograma de Durero aparece dibujado en un cartelino cosido a un libro. Sin embargo, todo el cuadro conserva algo de la extrañeza de la pintura del Norte. Durero decía haberlo pintado en cinco días.
Albrecht Dürer, Cristo entre los doctores, (1506) Museo Thyssen, Madrid.
Nüremberg, la ciudad que había visto nacer a Durero, era por aquel entonces inquieta y vibrante. Bullía entre grandes invenciones y descubrimientos: junto con la caída del Imperio Romano de Oriente y el descubrimiento de América como grandes motores de la modernidad, Martin Behaim construía el primer globo terráqueo, Copérnico publicaría su De revolutionibus orbium coelestium, obra con la que movió la Tierra y paró el sol y Galileo, quien mejoró el telescopio, enunció la Vía Láctea como un grupo de innumerables estrellas y dio a las Luces del Norte su nombre en latín.
William Callow, Casa de Alberto Durero en Nüremberg (1875), Museo de Arte de Denver, Colorado, Estados Unidos.
Quizás por eso, además de por sus pinturas, Durero sobresale por el desarrollo de una técnica nueva y explosiva capaz de difundir su arte con una rapidez y multiplicidad desconocidas. La imprenta, nacida en su país, debió de suponer en la Europa de finales del siglo XIV una revolución parecida a la de internet en nuestra era, permitiendo a Durero difundir sus xilografías y grabados como si fueran cerbatanas disparadas hacia todos los puntos de Europa. Además le liberaría de la dictadura de los mecenas, quienes solo querían que pintara otra Virgen para ellos u otro retrato de si mismos. Durero sacó el arte fuera de los palacios y las iglesias, sus grabados se colgaban en las paredes de las casas y empezaron a ser producidos en gran número antecediendo a la fábrica de Warhol en la Nueva York de 1960.
El padre de Durero, su primer maestro, era un orfebre húngaro que emigró a Alemania y tradujo su apellido Ajtósi a “Türer” y más tarde a “Dürer” según el dialecto local. Significa fabricante de puertas, de donde el pintor inventaría su conocido monograma: una “A” en forma de puerta que alberga una “D”. Este monograma podría considerarse una de las primeras marcas del mercado.
Seguidor de Albrecht Dürer, Retrato del padre del pintor, (1497) National Gallery, Londres.
De su padre aprendería los conocimientos fundamentales del grabado a buril, también a copiar modelos y dibujar imágenes para su posterior grabado, un aprendizaje esencial que le convertiría en un artista competente. A pesar de trabajar desde joven como orfebre pronto nació en él el talento artístico. Su dibujo a punta de plata de 1484 es uno de los primeros autoretratos de la historia del arte europeo que se conserva y fue pintado por un chico de tan solo trece años. La auto observación y su potencia creadora son excepcionales.
Sin embargo, pintar para Durero parecía haberse quedado anticuado, sabía que estaba creando un arte nuevo: el grabado. Ruskin lo llamó el arte del arañazo. Este momento, revolucionario en el arte europeo, es el que recogen las salas de esta exposición de las que también cuelgan obras de pintores coetáneos, uno de los cuadros más imponentes es la gran Adoración de los Reyes de Jan Gossaert (1510) escogido aquí por la similitud de su perro con los de uno de los más importantes grabados de Durero: San Eustaquio (1499-1503), obra escogida como cartel de la exposición que, entre sus 35 centímetros, contiene una mezcla prodigiosa de detalles: cada planta, hoja y flor, cinco perros cada uno en una postura distinta, un caballo con su cabezada y su montura, el camino ondulante que sube por la montaña hasta el castillo con su aguja sobrevolada por una nube de estorninos y, al tiempo, la emoción del instante reflejado: Placidus, el general romano arrodillado en el centro de la composición, es sorprendido mientras cazaba por la aparición de un crucifijo entre las astas de un venado, cayéndose de su caballo y convirtiéndose al cristianismo para ser bautizado con el nombre de Eustaquio.
Albrecht Dürer, San Eustaquio (1499-1503) Riksmuseum, Amsterdam.
Con abundante obra gráfica que compensa los sólo nueve pequeños cuadros (lamentablemente, ni autorretratos ni retablos), la muestra serpentea por meandros igual que los viajes del propio Durero hasta llegar a una sorpresa, es uno de los más maravillosos grabados de la Historia del Arte: Melancolía I (1514), un ángel sentado a horcajadas frente a un mar iluminado por el reflejo de un astro. Todo es extraño y simbólico: la balanza, el inmenso reloj de arena, las herramientas de carpintería, una gran piedra poliédrica, la escalera que no lleva a ninguna parte, una campana, un perro retorcido sobre si mismo y el infinito de un cielo iluminado por un sol de rayos bellísimos. Durero pintó como nadie el pelo, las alas y los rayos del sol.
Albrecht Dürer, Melancholia I, (1514) The Syndics of the Fitzwilliam Museum, University of Cambridge.
En vida de Durero, la Iglesia católica pasó por una época de enorme convulsión y división a la que la exposición dedica su tramo final. En 1517 Martin Lutero publicó sus 95 tesis manifestando los abusos de la Iglesia Católica. Los eventos que se sucedieron desembocaron en una permanente división de la cristiandad y en el comienzo de la Reforma protestante, un cisma que cambió la historia europea. Como tanta otra gente, Durero estaba profundamente interesado por todo cuanto decía Lutero como ejemplifica su lista de 16 panfletos para ser leídos (en la exposición). Junto a ella está el espléndido retrato sobre fondo verde que pintó Lucas Cranach en 1521.
Lucas Cranach, Retrato de Martin Lutero (1521), Museo de Arte de Leipzig.
Panofsky decía que alguno de los monstruos de Durero parecían salir de El Bosco. Y también que muchas de esas escenas parecían una anticipación del surrealismo moderno. Es verdad que detrás de los grabados de Durero llegarían los de Rembrandt y Goya, y también que de las figuras de detalles increíbles, que se podría uno pasar la vida mirando, saldrían Blake, De Chirico, Magritte, Duchamp y Kiefer.
Durero abrió el mundo, lo mismo que lo hicieron Copérnico y Colón. Un universo visionario en blanco y negro y luz del Norte.
Dürer’s Journeys Travels of a Reinassance Artist
National Gallery Trafalgar Square, London WC2N
Comisarios: Susan Foister y Peter Van Den Brink
Hasta el 27 de febrero 2022