Vermeer fue un pintor lento. El espectador de sus cuadros no ve las pinceladas, ni siquiera de cerca, sólo los valores lumínicos. También percibe la calma de sus escenas y sus figuras abstraídas mientras escriben una carta, tocan un instrumento o contemplan un globo terráqueo. Salvo raras excepciones, nunca nos miran.
Vista de Delft, c.1660-1663, Mauritshuis, La Haya.
En el ángulo inferior derecho del marco de ébano una mínima cartela atornillada lleva una fecha inscrita: 1632-1675. En el lado izquierdo hay un nombre: Johannes Vermeer. Alzamos la vista por encima de la última “r”, y ahí está el pedazo de tierra sobre el muelle del cuadro Vista de Delft. Es un pequeño trozo de arena con unas mujeres que conversan, con sus cofias blancas y su cesta bajo el brazo. Una de ellas está vestida del amarillo y azul de La joven de la perla. El reflejo en el agua de la ciudad de Delft está en sombra. En un segundo plano, el sol de la mañana ilumina el campanario de la Iglesia Nueva, que aún no tiene las campanas que empezaron a montarse en mayo de 1660. En la Puerta de Schiedam el reloj marca las siete. Es Delft en esa primavera. Ese mismo rayo de luz alegra las fachadas de unas casas bajas. Debieron ser ellas con sus pinceladas en amarillo las que por el impacto de su belleza aceleraron la muerte de Bergotte, el personaje de Proust. El escritor francés trasladó su emoción en La prisionera (quinto volumen de En busca del tiempo perdido), al ver aquel pequeño paño de pared amarilla pintado por Vermeer. Quizás por eso, el último pensamiento de Bergotte antes de morir fuera el que nos traslada la punzada con la que Proust definía el Arte.
En diciembre de 2021, Taco Dibbits, director del Rijksmuseum de Amsterdam, había anunciado el acontecimiento de las últimas décadas: la reunión en la pinacoteca holandesa de la mayor selección de obras de Vermeer en la historia. Son 28 las que podemos admirar hoy en unas salas que se suceden tapizadas en azul y morado para acoger unos cuadros que son como pequeñas ventanas abiertas a otro mundo, el de la quietud, el silencio y el misterio de Vermeer.
En la primera sala nos reciben sus dos únicos cuadros de exterior:Vista de Delft y La callejuela.Días antes, La lechera, Ama y criada y La callejuela habían sido descolgadas de sus paredes para emprender un corto viaje en su soporte con ruedas hasta las salas de la exposición. Pasaron así por delante de la Ronda de Noche de Rembrandt y por el Cisne amenazado de Jan Asselijn para ser colgadas junto a sus hermanas de pincel, los otros cuadros de Vermeer, que habían llegado de diferentes partes del mundo.
En las siguientes salas, y antes de acercarnos a los cuadros, sorprende el colorido de Vermeer: el azul ultramar y el amarillo de cadmio de los trajes de sus modelos y el brillo del blanco y negro de los suelos. Entonces imaginamos al pintor, hace 360 años, en el estudio del piso alto de su casa de Delft, moliendo en un mortero su tesoro en forma de polvo de colores. Allí tenía su taller con ventanas hacia el norte. Mientras, en el piso inferior, su mujer Catharina, que habría hecho de modelo para el último cuadro, atendería a los 15 hijos que tuvieron. Ella debió ser la inspiración constante de Vermeer. Vemos en los lienzos la evolución de su piel, su colorido y sus peinados. En alguno de ellos aparece vestida con la chaqueta amarilla ribeteada de armiño, que a la muerte del pintor aparecería entre los escasos enseres de su legado en la ruina.
Dama escribiendo una carta, c. 1665-1667, National Gallery of Art, Washington, D.C.
Vermeer fue un pintor lento. El espectador de sus cuadros no ve las pinceladas, ni siquiera de cerca, sólo los valores lumínicos. También percibe la calma de sus escenas y sus figuras abstraídas mientras escriben una carta, tocan un instrumento o contemplan un globo terráqueo. Salvo raras excepciones, nunca nos miran.
Detrás de una sala con obras tempranas, se abre otra de la que cuelga un solo cuadro, primero de una sucesión de escenas de la vida cotidiana: es Muchacha leyendo una carta (1657-1659). Una cortina verde en primer plano da acceso a la mirada hacia un cuarto en el que una joven lee una carta frente a la ventana. La luz configura casi todo: la mano que sostiene la carta, el perfil y el pelo de la modelo, la fruta en el plato de Delft y los nudos de la alfombra turca que cubre la mesa, convertidos en una miríada de gotas luminosas. A través sus ventanas, Vermeer no nos muestra el cielo o un paisaje, ellas solo aportan la luz que el cuadro necesita. La sala celebra la nueva visión de esta obra. Hasta esta muestra, el fondo que conocíamos era una pared blanca; tras su restauración ha surgido el cuadro de un Cupido que también aparecerá en otros dos vermeeres (vídeo explicativo).
Muchacha leyendo una carta (1657-1659), Dresden, Gemäldegalerie Alte Meister, Staatliche.
Más adelante encontramos Muchacha con flauta (1664-1667) colgada junto a Mujer con sombrero rojo (1664-1667), ambas poco más grandes que la palma de nuestra mano. El sombrero rojo de piel de castor rompe el cuadro en una diagonal espesa y luminosa. Su belleza es desconcertante. También lo es el hilo de pintura blanco que Vermeer dejó caer sobre la cabeza del león que remata la silla y que se mezcla entre los ocres para recibir el golpe exacto de luz. Algo más arriba, tres puntos blancos sobre el rojo carmesí confieren el volumen al labio de su boca entreabierta. Y por debajo de ella, Vermeer pinta un brochazo blanco al que rebana cuatro láminas verticales de materia para formar las transparencias del cuello de una blusa de gasa fina. El pintor trabajaba por eliminación, adelgazando la pintura hasta lograr su objetivo.
A la izquierda, Muchacha con sombrero rojo, c. 1665-1667, A la derecha, Muchacha con flauta, c. 1665-1670, ambas en la National Gallery of Art, Washington, D.C.
El ajuar doméstico que pinta es reconocible una y otra vez: muebles, cuadros,
chaquetas de satén, baldosas de un rodapié… Tras una mirada más atenta apreciamos que los motivos de una ventana de cristal emplomado, las baldosas del suelo o el tamaños de mapas y cuadros, varían. Vermeer manipulaba el escenario, inventaba o añadía decoraciones y diseñaba su propio mundo pictórico.
El hechizo de esta exposición está, además, en los detalles: el hilo de diez perlas alineadas sobre la mesa rematado con un lazo amarillo en Mujer escribiendo (1664-1667), el paisaje boscoso de la tapa del virginal en El concierto (1662-1664), las dos manos paralelas y suspendidas en el aire que sujetan el collar en Joven con collar de perlas (1662-1664), el cepillo en escorzo sobre la mesa con su mango de ébano y marfil señalado con una gota de luz en Joven con collar de perlas. ¿y las tachuelas de la silla en el primer plano?. Cada una tiene un punto blanco que marca el brillo al sol de la mañana.
Dama joven con collar de perlas, c. 1663-1664 Staatliche Museen su Berlín, Gemäldegalerie.
Ese mundo pictórico surgió de la interacción de varios componentes coordinados con exactitud: la inmovilidad comparable a una naturaleza muerta, el dominio de la perspectiva y, por encima de todo, su manera de reproducir la luz.
Para dominar la perspectiva se fijó en Pieter de Hook, que trabajó en Delft antes de trasladarse a Amsterdam. Al igual que otros pintores, De Hook la establecía utilizando un alfiler que clavaba en el centro del punto de fuga del cuadro, al cual ataba un cordel tizado con el que marcaba en la superficie los ángulos buscados. Vermeer utilizó este método en, al menos, 16 de sus obras.
Llegamos hasta La encajera, del Louvre, a la que el pintor sitúa tan cerca de nosotros que su encuadre resulta moderno y fotográfico. Los dos hilos y los bolillos entre sus manos se distinguen con nitidez, en cambio, los objetos del primer plano resultan borrosos y disueltos en puntos de luz. Pintar así presupone un acto de observación muy consciente y una profunda comprensión del proceso de la visión. Inevitablemente, este cuadro nos recuerda a La costurera que Velázquez pintó unos 20 años antes y esta similitud encadena en nuestra memoria la de otras imágenes entre ambos pintores: Vista del jardín de Villa Medici y La callejuela, Las meninas y El arte de la pintura, El aguador de Sevilla y La lechera y que Alejandro Vergara nos descubrió en su magnífico texto Afinidades en la pintura española y holandesa del siglo XVII.
La encajera, c. 1669-1670, Museo del Louvre, París.
La construcción de formas en pintura no se hace con colores sino con luces. Vermeer percibió sus efectos con una precisión desconocida. Intuyó los colores producidos por ella (claros y oscuros, fríos y cálidos) y, también, las superficies y las formas de los objetos iluminados, sus reflejos, su enfoque. Nuestro contacto actual con fotografía moderna nos permite catalogar estas características como "fotográficas". Pero, ¿cómo alcanzaría Vermeer esta técnica en el Delft de 1660?, ¿de dónde proceden su ciencia y su habilidad? La investigación que acompaña a esta exposición plantea la utilización de la cámara oscura por parte del pintor.
La lechera, c. 1658-1661, Rijksmuseum, Amsterdam.
Gregor J.M. Weber, comisario de la muestra, ha estudiado el lado católico de Vermeer y sostiene que la cercanía de la residencia de los jesuitas en la calle Oude Langendijk influyó en su vida y obra. Ellos debieron de tener una cámara oscura y, a través de ella, el pintor entraría en contacto con esta nueva forma de ver. ¿Cuántas y cuáles de sus decisiones artísticas determinaría? ¿Le influiría para toda una composición, para los escorzos o sólo para los efectos de luz? Parece ser que Vermeer no pintó sentado delante de una de ellas sino que tomó nota de su visión y su maestría le permitió trasladarlo al lienzo con rigor verídico.
En el siglo XVII, los logros en el campo de las artes y las ciencias se relacionaban a menudo con la religión. Los conocimientos científicos permitían comprender mejor el mundo visible y también revelaban el esplendor de la creación divina. Weber explica como en el cuadro Alegoría de la fe católica un tapiz a modo de cortina recogida a un lado, nos introduce en la escena. En él la figura de un paje que tira de un camello está hecha de puntos luminosos que convierten cada nudo en algo táctil. Sin embargo, el misterio del cuadro es la esfera de cristal que cuelga del techo de una cinta azul. Las ventanas y los colores más luminosos del cuarto se reflejan en ella. Vermeer no trata de pintar una vista en miniatura perfectamente distorsionada de él, sino, los reflejos de luz de ese interior. La emblemática jesuítica está impregnada de alusiones a Dios como luz. Quizás la bola, considerada un modelo del ojo humano capaz de ilustrar el proceso de la visión y es simultáneamente metáfora de Dios, representa aquí el vínculo entre los jesuitas, sus tratados científicos sobre óptica y el pintor de Delft.
Johannes Vermeer es un misterio. No tenemos cartas ni diarios ni podemos identificarle con seguridad en ningún retrato. Viajamos hasta Delft donde es fácil imaginarle paseando por la orilla de algún canal. El museo Prinsenhof nos presenta una visión de su vida y su ciudad en la exposición El Delft de Vermeer.
Criado como un niño protestante, se casa en 1653 con Catharina Bolnes en una iglesia católica clandestina de Schipluiden. No es seguro que se convirtiera al catolicismo para contraer matrimonio. En 1660, ya viven ambos con María Thins, suegra del pintor, en la calle Oude Langendick y son padres de tres de los quince niños que tuvieron. Vermeer vivió allí el resto de su vida y también allí pintó la mayor parte de sus cuadros. En la época en la que inicia su carrera, Delft era uno de los principales centros artísticos de la República Holandesa. Florecía su cerámica a la que Vermeer incluye en sus cuadros. Sin embargo, no pinta una sola flor, ni un solo tulipán en la obra de un artista que vivió en el país y los años posteriores a la tulipomanía.
En el Delft la segunda mitad del siglo XVII, existía una tupida red de personas interesadas por los descubrimientos en medicina, astronomía, matemáticas y óptica, también empezaron a utilizarse los telescopios y microscopios. El mundo del arte y la ciencia estaban estrechamente relacionados.
El geógrafo, 1669, Städel Museum, Francfort del Meno.
Pero en aquel pujante Delft había fuertes desigualdades económicas. Entre los pobres había muchas mujeres cuyos maridos desaparecían meses sirviendo en el ejército de los Estados holandeses o en los barcos de la Compañía de las Indias Orientales. Afortunadamente para Vermeer, su suegra les proporcionó la seguridad económica de la que carecían muchos ciudadanos. Entre ellos, una tía de Vermeer que mantuvo a su familia tras la muerte de su marido vendiendo callos, compró en 1645 la casa del número 42 de Vlamingstraat que Vermeer pinta en La callejuela.
La callejuela, c. 1658-1661 Rijksmuseum Amsterdam.
En 1672 la República Holandesa fue atacada simultáneamente por Inglaterra y Francia y por los arzobispados de Colonia y Munich. En este "Año del desastre" la economía del país se desplomó y el mercado del arte se hundió. Esto afectó directamente a la economía de los Vermeer. El artista murió repentinamente a los 43 años. El 16 de diciembre de 1675, 14 portadores llevaron su féretro a la Oude Kerk. La campana de la iglesia tañió una sola vez. Vermeer fue enterrado en la sepultura familiar de su suegra. Para entonces, tres de sus hijos ya habían sido enterrados allí. En los registros, detrás del nombre de Vermeer, aparece la palabra: "incobrable". Catharina Bolnes, con once hijos, fue declarada en quiebra. Un inventario de sus bienes del 26 de febrero de 1676, ofrece una emocionante visión del mundo del pintor: dos caballetes, tres paletas, seis paneles y 10 lienzos.
Paseamos hasta la esquina que Vermeer escogió para inmortalizar la vista de su ciudad. El campanario, las nubes y el cielo que pintó siguen ahí.
El misterio de la pintura de Vermeer de 350 años de antigüedad - DW documental
Vermeer
Rijksmuseum, Museumstraat 1, Amsterdam
Comisarios: Pieter Roefols y Gregor J.M. Weber
Hasta el 4 de junio 2023
El Delft de Vermeer
Museo Prinsenhof, Sint Agathaplein, Delft
Comisarios: David de Haan y Arthur K. Wheelock Jr.
Hasta el 4 de junio 2023