Alejandra de Argos por Elena Cue

Bello como una idea platónica

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 Altair Copyright Jean Jarreau - Jan Roosens   

Los recuerdos no son neutros, ni es lo mismo el momento de lo vivido que va quedándose atrás, y el de la mirada retrospectiva cuando el tiempo lo ha convertido ya en lejano. La nostalgia no es un sentimiento positivo cuando se alía con la memoria, ese enemigo poderoso al que nunca se derrota. Por eso me gustan sólo los recuerdos sin memoria, imágenes detenidas en el tiempo como si quince años no hubiesen sido más que un instante, el de esta fotografía. Es la de la despedida en la cubierta del barco antes de bajar al bote que esperaba para devolverme a mi vida cotidiana. En ella están todos y, mirándola ahora, después de tantos años, trato de visualizar dentro de mí las expresiones de sus rostros, el tono de sus voces, el calor de sus abrazos... Figuras y fondos que se desvanecen si cierro los ojos, pero que tampoco están si los abro. Sólo manchas dibujadas y coloreadas sobre un papel envejecido.

Cuando Jennifer, Andrew su marido y yo salimos al área de Llegadas del aeropuerto, allí estaba Thomas esperándonos en un rincón apartado del gentío, alto, sonriente y sobresaliendo en la distancia. En su rostro había una expresión relajada y cariñosa. Nos recibió con exquisita cordialidad y nos condujo hasta el muelle donde esperaba la lancha para llevarnos a su barco, en el que pasaríamos unos días entre amigos. Pronto divisamos a lo lejos la esbelta figura del Isis, el dibujo estilizado de su casco blanco y alargado, y el de su espectacular arboladura con el trinquete, la mayor, la mesana, el espolón y su trazado desnudo de jarcias y obenques. 

Ya en cubierta, Mónica, Allison y Charles nos dieron la bienvenida y nos sentamos unos momentos a charlar con ellos. Luego, tras dejar el equipaje en el camarote y cambiarme de ropa, subí a pasear por la cubierta deseoso de volver a recorrer cada rincón de aquella preciosidad flotante. Iba de proa a popa, deteniéndome de vez en cuándo para mirar cómo el sol salpicaba de rojo y oro la inquietud del agua, cuando Thomas me hizo señas desde estribor en el momento en el que la campana daba el aviso para levar el ancla, soltar las amarras, desplegar las velas y realizar la faena con las drizas y los rollos de cuerda para iniciar la navegación. Thomas miraba a barlovento y a sotavento con la atención puesta en la dirección del viento, y empezó a explicarme despacio lo que la tripulación estaba haciendo hasta que la nave alcanzó una velocidad uniforme. La fuerza total producida por la acción del viento sobre las velas es oblicua respecto de la dirección de la embarcación, y la descomposición de esa fuerza hace que tenga que ser compensada por la acción de la quilla, la orza, y el timón: 

- "El arte de navegar -añadía- requiere una disciplina taoísta, la difícil capacidad de armonizar la fuerza del viento, la resistencia del agua, el peso del barco y la voluntad del navegante para conjugar esas fuerzas de modo que todas ellas le conduzcan a donde él quiere y del modo como él quiere ir, tanto si tiene el viento a favor como si no".

La travesía tenía lugar, en efecto, a partir de ese momento, sin que el Isis hiciese el menor movimiento brusco, y hasta que, acercándose finalmente al punto de llegada, bajaba poco a poco la velocidad y las olas iban perdiendo su espuma disminuyendo paulatinamente de tamaño. El viento amainaba y la nave giraba bamboleándose muy suavemente hasta que quedaba de nuevo inmovilizada en el remanso de la bahía. Entonces el capitán daba la orden de volver a echar el ancla y plegar las velas.

Al mirarlo en estas fotografías, todavía puedo percibir y sentir la materia de la que estaba hecho aquel barco, pero no su forma, su orden inteligible que deconstruía la pura apariencia de mi prosaica seguridad. Hecho para albergar retazos de vidas animadas por una voluntad de grandeza, ofrecía un perfecto equilibrio de luces y sombras, de espacios abiertos e intimidad, un envoltorio suave y perfecto que se daba para que bebiésemos de él como una copa cegadora. En su decoración interior, un aire de leyenda y de ficción doraba el ambiente de manera casi imperceptible, y acababa de completar la imagen de un modo de vivir que formaba parte de un mundo en extinción, noble y natural. ¡Era eso lo que finalmente representaba!, una idea, un proyecto, una manera noble de entender la vida todavía en pie, y que se derramaba sobre mí como la lluvia sobre un campo calcinado.

Me había propuesto dejarme sorprender por todas y cada una de las impresiones y matices que aquellos días me depararan, y en esos momentos me venían a la mente las palabras del poeta: "Necesitamos la poesía si queremos vivir por encima, en el aire puro en el que respiran las ideas y los sueños". Aquél barco era para quien lo habitaba como un manto encantado que te envolvía poniéndote a cubierto de las agresiones del mundo exterior. Hoy pienso que ese es, en general, el espacio de la belleza, al que pueden acceder sólo quienes, como los dioses griegos, vencen el tiempo y saben gozar de una juventud inmutable.

Una belleza que puede cambiar con el paisaje o las estaciones, pero que permanece siempre igual y la misma "como una idea platónica". Esta vez revestida de la dulzura mediterránea, pero belleza también cuando, el año anterior, navegamos por el mar del norte. No fue menos brillante entonces el aura que le confería la soledad de aquellas costas pedregosas y atormentadas, en las que el fragor de las tempestades lo llenaba todo con su ruido de agua y viento, y el de los cantos que se arrastraban en la orilla. Era aquél un entorno sobrecogido, entregado al silencio. Las islas grises, el cielo encapotado, los árboles que habían perdido sus hojas... le hacían a uno cambiar el gusto de los paisajes inmediatos del sur, con sus colores violentos y sus ambientes intensamente luminosos, por el aprecio de los tonos intermedios, del silencio y de una cierta distancia respecto a la gente y las cosas. Se comprende que también hay otro lado de la belleza de cuya seducción es conveniente tener experiencia. Tardes de lluvia vista desde el interior, esa lluvia que repica con un punto de cólera en los cristales de las escotillas, y que invita al recogimiento, a la lectura o a la conversación en voz baja. El aire desapacible que trae la humedad del mar, y la bruma que apenas deja ver las sombras de los arrecifes entre los rasguños de la niebla.

El Isis tenía en cubierta un pabellón cuadrangular con tres de sus fachadas abiertas que dejaban correr la brisa mientras navegábamos, y que estaba protegido del sol por un amplio toldo de lona. Era nuestra sala de estar predilecta. Después del primer baño matutino y del desayuno, allí pasábamos las horas juntos. Y mientras leíamos, de vez en cuando alguien levantaba la mirada para destacar el interés de una noticia del periódico, decir una frase interesante o, en el caso de Charles, recitarnos un terceto de Dante o hacernos reír con alguna de sus ocurrencias geniales. Fuera, sólo el sol ardiente pugnando por entrar por las aberturas del toldo, y la silueta de los otros barcos a lo lejos en la línea del horizonte. 

Era habitual que el rumor de las confidencias y de la apacible conversación acabara por producir debates y discusiones en las que cada uno ensayaba el alcance y el dominio de sus propias armas persuasivas y dialécticas. Unos tenían la habilidad para recordar historias y anécdotas y las adornaban con datos, citas y toda clase de sabidurías divertidas y sorprendentes. Otros hablaban con la seguridad, la profundidad y la resolución que reflejan aquello de lo que está hecha la vida misma. De ahí que tendiesen a cargar el acento en el sentido práctico y en ese modo de elaborar la experiencia que la convierte en punto de referencia para no acabar perdiéndose en la nada. Las chicas atacaban, unas veces con valentía e inteligencia altiva, otras con la originalidad y la espontaneidad, y siempre con su intuición y la sensibilidad para encontrar la justa medida entre las palabras y los silencios.

Uno de los días la discusión empezó porque yo había dicho, esta vez en voz alta, que el barco me parecía tan bello "como una idea platónica". Y para explicar lo que quería decir con eso, añadí simplemente que si Platón hubiese tenido que elegir un velero modélico por la perfección de su diseño y la armonía de su belleza para situar su esencia en el mundo de las Ideas, pues podría haber elegido muy bien el Isis, incluyendo a su tripulación y el orden con el que todo sucedía en él a diario. De este modo algo sensible como era este barco prefiguraría una esencia metafísica, símbolo cifrado de una determinada enseñanza filosófica.

Thomas levantó la cabeza y me miró como si fuese a decir algo, pero volvió a bajarla enseguida sin pronunciar palabra. Entre tanto, del otro lado de la sala empezaron las miradas de soslayo de Charles y sus gestos burlones, que provocaron en los demás las risas y las bromas. Allison, su esposa, le lanzó enseguida su consabida mirada de eterna reprimenda, y todo volvió al modo en el que la discusión podía empezar a producirse en los debidos términos.

- "¿El barco una idea platónica?", -dijo por fin Thomas. -"¿Es eso lo que has dicho? Incluso admitiendo que este barco pudiera considerarse eso, una obra de arte -cosa que habría que aclarar-, que yo sepa Platón no conecta la belleza con las obras de arte, sino que para él la belleza es un carácter del ser, o sea, de las Ideas, que sólo son participadas eventualmente en las cosas sensibles". 

- "Exacto -dije yo-, pero cuando habla de la belleza sensible de los cuerpos o de los objetos que se acercan a la perfección de las Ideas alude al amor que despiertan y al comienzo, en ese sentimiento, del proceso que conduce a "recordar" la esencia o verdad de las Ideas. De ahí que el arte pueda tener un valor "educativo", "ennoblecedor" o, si se quiere, incluso "moral", porque conecta la belleza con la verdad y con el bien, o sea, con los otros trascendentales del ser".

- "En conclusión, -dijo Thomas-, que según tú estaríamos navegando en estos momentos sobre una prefiguración de la síntesis metafísica de los trascendentales del ser... ¡Creo que no te voy a tomar en serio!"

- "A veces, lo más serio es lo que se dice en clave de humor, -dijo Andrew-. ¿O es que no estamos en un jardín de Epicuro sobre el mar, en el que el placer más exquisito son estas charlas tan estimulantes entre los amigos?".

Charles frunció en ese momento las cejas, se enderezó sobre su tumbona y sin cambiar su lenta sonrisa somnolienta añadió: "Desde mucho antes de Platón se conecta la belleza con la simetría y la proporción en los objetos. Esto viene ya de los pitagóricos, que defendían que el ser verdadero de las cosas está en las relaciones numéricas que rigen su estructura y el equilibrio de sus componentes. De ahí extrajeron Praxíteles y Vitrubio el canon de la obra de arte perfecta, el primero para la escultura y el segundo para la arquitectura. No veo por qué un objeto tan proporcionado y armónico como el Isis no pueda ser considerado la imagen o la idea de su ejemplar canónico y platónico".

Tras decir aquello, su rostro resplandeció como si acabase de haber tenido una revelación bíblica. Una bandada de gaviotas pasaba en ese momento por encima del toldo y un joven de hombros anchos y pelo moreno paseaba con lentitud por la cubierta de babor. Era uno de los marineros que pareciera no perder esa solemnidad en el andar ni aunque el navío estuviese a punto de irse a pique.

"Muchas gracias, Charles, -dije yo-. En efecto, lo mismo que los cuerpos y los objetos, también las almas tenían, para los pitagóricos, su ser en una relación numérica. De modo que contemplar la simetría y la proporción en las cosas y disfrutar de ella podía favorecer el mantenimiento o el restablecimiento del justo equilibrio en el ánimo, mientras que la percepción de las relaciones disarmónicas produciría el efecto contrario. ¿No se desprende de ello un posible uso "moral", "ennobleedor" y "educativo" del arte? ¿Tan descaminado está lo que he dicho de que el Isis es bello como una idea platónica?"

Allison tomó enseguida la palabra para recordar que Platón había renegado del arte y expulsado a los artistas de su ciudad ideal. Mónica observó que es relativo eso de que la belleza dependa de la simetría y la proporción en los objetos, pues, en su opinión, la belleza era más bien cosa del sentimiento. Es decir, existe en el espíritu que la contempla, y cada espíritu percibe una belleza diferente. Y Jennifer le daba la razón a Mónica añadiendo que, en realidad, la belleza sólo la perciben y la disfrutan los que han ejercitado la delicadeza de su imaginación y se han despojado de buena parte de sus prejuicios.

El calor empezaba a aumentar y nos sentíamos aprisionados por el bochorno del mediodía. Finalmente Mónica miró el reloj y dijo:

- "¡Chicos!, pues en este jardín de Epicuro sobre el mar se va acercando la hora de comer. Así que los que quieran darse un baño antes, ahora es el momento. At 2'15 lunch wil be ready". 

Mónica era la perfecta anfitriona. Cuidaba cada detalle al milímetro, todo debía ser exquisito, medido. Sobre la mesa, el mantel se desplegaba impoluto y sin la menor arruga. Las servilletas, cuidadosamente planchadas y artísticamente dobladas, mostraban sus bordados de frente. Platos y cubiertos siempre como los que se ponen para las ocasiones solemnes, y las fuentes con los deliciosos manjares presentadas perfectamente compuestas y preparadas. Un ritual de orden que interpreté como una permanente demostración de fidelidad a sí misma, el punto de referencia que permite a cualquiera no perderse nunca en la vida.

Tras la comida, cuando todos se retiraban a descansar, yo me quedaba todavía arriba y miraba el mar, el agua metiéndose entre las rocas con un ruido ronco, como de asfixia. También por las noches, después de la cena, miraba el espectáculo increíble del cielo estrellado y la vía láctea; suspendidas en el cielo, cómicas y trágicas, las constelaciones y los planetas, y sentía un antiguo placer de oboe y arpa que serenaba el apremiante reloj de mi vida. Eran momentos que me dejaban su silencio lleno de melancolía, instantes que desde entonces quedaron para siempre dentro de mi espejo, un refugio que me salvaba de un viejo dolor indefinido. Tenía la impresión de que la vida y la felicidad estaban allí y que bastaba un gesto para capturarlas, pero yo no sabía cómo hacerlo. Era la desazón de alguien perdido de sí mismo y que se buscaba inútilmente en la oscura hendidura de una caverna sin salida.

Al caer la tarde, dos marineros nos trasladaban en la lancha a la costa para dar un paseo y tomar un baño. La brisa vespertina se alzaba sobre la maleza, y el olor de las hojas secas y de la arena mojada se mezclaba con el aroma penetrante y vivo del mar. Un día encontramos en la playa a un grupo de chicos y chicas haciendo windsurf. Los miré con envidia dentro de aquellos trajes ceñidos y de colores vivos, luchando con el mar agitado, sanos y alegres, deslizándose con suavidad sobre la cresta de las olas. Acostumbrábamos a subir a alguna colina cercana por senderos estrechos y resbaladizos, y en lo alto nos deteníamos para decidir a dónde iríamos a continuación y para divisar si había alguien más alrededor. Cuando regresábamos a la playa, algunos de los amigos volvían nadando hasta el Isis, deslizándose a través del agua casi sin una ondulación, acompasando el rítmico balanceo de sus brazos y de sus cuerpos con el movimiento del mar.

La cena era el momento culminante del día. A las ocho, vestidos y arreglados, tomábamos el aperitivo y una copa en la popa, tranquilamente sentados, viendo ponerse el sol. Era una hora de serenidad frente a aquel mar dulce, sobre el que el viento dormía amansado. Y se creaba un clima mágico que diluía la desolación de todos esos territorios que nos alejan, y que siempre siguen ahí aunque nos esforcemos en llenarlos con expresiones y gestos de afecto y simpatía. Charles pedía siempre un dry martini que le servían en una copa triangular helada, y al beberlo hacía el gesto de brindar mientras nos miraba por encima de las gafas con ojos de benevolente inquisidor. Andrew sostenía entre sus dedos un vaso largo con whisky y hielo, y yo permanecía sentado en el borde de un sillón de mimbre con la expectación de quien presencia un número de magia. Un cuadro cuyo pintor hubiera preferido la incertidumbre de la aventura a la seguridad de lo conocido, una nueva figuración fenomenológica, la ironía de una nueva mitología neopop, la serenidad minimalista de un paisaje de silencio con hambre de misterio.

Thomas, incorporándose y apoyando su cuerpo sobre sus enormes pies desnudos, empezó diciendo: "Me ha parecido muy interesante la conversación de esta mañana sobre si la belleza es un sentimiento o responde a ciertas condiciones objetivas como la proporción o la simetría, como decía Charles. Lo que me pregunto es si se puede conciliar nuestra concepción moderna del arte con lo que pensaba Platón. ¿Se puede hacer eso?".

- "Yo lo veo difícil -le respondió Allison-. Kant, con quien se inaugura la comprensión moderna del arte, habla del gusto como juicio estético subjetivo cuyo único fin es el placer de lo bello. Pero este placer, ¡atención!, no es otra cosa, para Kant, que el efecto de la conformidad entre el modo de ser objetivo de la vida y las necesidades subjetivas de libertad y felicidad que tenemos los humanos. Es decir, sentimos el placer que producen el arte y la belleza porque con sus ilusiones, sus idealizaciones, con ese encanto mágico que pueden crear nos indican todo lo que está siempre más allá de lo que podemos conseguir en la realidad para que nuestros deseos y aspiraciones de perfección y de satisfacción puedan realizarse. Por eso, el gusto estético no produce nada más que un placer puramente subjetivo y, como si dijéramos, mudo. No depende realmente de los objetos o de las imágenes que lo provocan, sino de ese irrebasable desajuste interior nuestro entre lo que somos y lo que nos gustaría ser".

- "¡Claro! -dijo Thomas-. Pero ahí está el problema. ¿Intervienen o no intervienen aspectos objetivos en la experiencia de la belleza? A mí me parece, como tú has recordado esta mañana, que los griegos quisieron reconducir también la experiencia de lo bello al ámbito de la inteligencia y lo racional. Eran un pueblo muy sensible, y por eso debieron tener una experiencia muy viva del poder que las formas artísticas son capaces de ejercer sobre el alma humana. A ellos les pareció que la vida ordenada del Estado requería ciudadanos que se comportaran racionalmente y se acomodaran cada uno a su papel social. La emotividad que despierta y suscita el arte es no sólo algo inútil sino también peligroso para el buen orden ciudadano. De ahí que Platón expulsara de su ciudad ideal a todos los artistas".

Al terminar Thomas de hablar Andrew dió un respingo haciéndose hacia atrás en su asiento, como apartándose de esas palabras para volver enseguida a ellas olfateándolas prudentemente:

"¿Pero por qué tendríamos que oponer razón y sentimiento? -dijo- ¿Es preciso hacerlo? Una descripción hecha en términos puramente racionales nunca tendrá el colorido y la vivacidad de detalles que tiene esa descripción cuando interviene la imaginación y el sentimiento poético. Luego el sentimiento no es algo de lo que haya que huir para relegarlo al ámbito de lo no serio".

Allison miró a Andrew con irónico arrobo y las sonrisas quedaron petrificadas en la sombra temiendo abatirse la tormenta: "Pues mira tú por dónde, estoy completamente de acuerdo con lo que has dicho, Andrew -dijo para alivio de todos- ¿Es que no es justo el sentimiento?, quiero decir, ¿no es real? ¿Incluso no se podría decir en cierto modo que lo real y lo justo son justamente los sentimientos -dejando atrás lo que pensaron los griegos-, puesto que no sabemos lo que son los objetos o la realidad más allá de nuestro modo de percibirla?".

En este momento habló Mónica: "Yo pienso que la naturaleza sólo es bella cuando tiene la apariencia del arte, por decirlo así; y, a su vez, el arte no puede ser llamado bello sino cuando nosotros, aun teniendo conciencia de que es arte, lo consideramos como naturaleza. Y así es como se conciliarían, según me parece a mí, lo objetivo y lo subjetivo".

"Pues qué bien que me estéis dando la razón todos, aunque no lo hagáis a propósito -dije yo-. Platón se enrocaba en sus posiciones objetivistas respecto al arte porque estaba haciéndoles la guerra a los poetas y los rapsodas que eran los que tenían entonces el monopolio de la educación del pueblo, y él quería que esa función de educar la ejerciesen los filósofos. Pero al final él no es sino otro poeta más que habla continuamente de la belleza sensible de cuerpos y cosas que se acercan a la perfección, para subrayar el amor que despiertan y el inicio, en ese sentimiento -digo sentimiento-, del proceso que conduce a recordar la esencia o verdad de las Ideas. De ahí que pueda poner a la belleza en conexión con el bien y con la verdad, y afirmar que la belleza es manifestación de lo bueno y lo verdadero". 

El sol se había puesto ya. En la orilla, a lo lejos, las palmeras movían sus palmas contra el cielo todavía azul, y algunos obreros trabajaban limpiando la playa cubierta de algas. Cuando nos trasladamos al comedor y empezó la cena, me miré allí y los miré a todos: éramos la única verdad de nosotros mismos, y todo lo demás la máscara que los otros nos imponen.

Recuerdo que el placer de aquella última velada y de la espléndida cena con la que Mónica nos obsequió se prolongó luego, cuando me fui a dormir, en un dulce sueño que tuve en el que me veía bailando con Violeta, mi primer amor de niño, que, de improviso, se había hecho mujer y había aparecido en la penumbra de la popa mientras yo escuchaba un vago eco de música. La brisa era apenas un suave suspiro. Me convencí de que era ella por su modo inconfundible de cruzar las piernas y por su forma exquisita de tocarme con las puntas más delicadas de sus dedos. Llevaba el pelo suelto cayéndole sobre un vestido de noche color perla, y me hablaba con una elegancia que le hacía brillar, a pesar de la oscuridad, como una diosa. 

Empezó a sonar Everything I do, en la voz de Bryan Adams, y yo la tomaba de la mano y la rodeaba luego por la cintura. Su cuello largo emergiendo del escote, el cuidado dibujo de su peinado, el irresistible brillo de sus hombros, y mi cabeza que se hundía allí, en el ángulo del cuello con el hombro, desordenando su armonía. Mientras la canción sonaba:

Look into my eyes, you will see

What you mean to me. 

Search your heart, search your soul

And when you find me there you'll search no more.

Y estaban sus cabellos, que olían a rosanova y azalea, rozándome la cara, y sus brazos flotando por encima de mis hombros mientras bailabamos. Violeta dejaba caer su cabeza sobre mi hombro, pero yo no notaba su peso. Sólo estaba junto a mí como un bienestar.

Cuando al día siguiente todo estaba preparado para marcharme me daba por pensar que el barco, las costas y paisajes que habíamos recorrido, las charlas que habíamos disfrutado, todo eso estaba allí esperando a que cesara mi presencia y mi movimiento para quedarse inmóvil como única verdad. Era el espejismo de lo esencial como un cristal exento de la densidad envolvente de lo cotidiano, de lo común. Y me sentía como si siempre hubiera vivido allí, o como si hubiera sido un error no haber vivido allí desde siempre. Era mi tiempo sin memoria, tiempo sin tiempo, porque la felicidad no se recuerda. Es un estado cuyo tiempo es el del instante, no el de la sucesión. Luego regresa el tiempo de verdad, y lo hace despacio, avasalladora e inexorablemente.

De estas experiencias hoy ya sólo quedan los jirones de aquellas impresiones, simples imágenes felices detenidas en estas fotografías. Y esos afectos y desafectos que todavía contienen y que desprenden el aroma de lo que siempre me ha importado de verdad. El traslado de la lancha al aeropuerto, los trámites del embarque y el viaje de vuelta fueron convirtiendo aquellos días alegres en una meditación sobre el verdadero sentido de la filosofía platónica, la que comprende al ser humano prisionero en una caverna desde la que sólo puede ver los destellos de una belleza recordada, rememorada pero existente en otro nivel de realidad, cuyo fulgor deslumbra y ciega sin que sea posible su visión, ni su alcance, ni su posesión en esta vida. Lo pensaba asomado a la ventanilla del avión, mientras miraba los colores ocres de un paisaje desolado de tierras quemadas y barbechos, bordeado por las heridas azules del mar.

 

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