Pablo de Lora, catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad Autónoma de Madrid y célebre por su polémica obra Lo sexual es político (y jurídico), en su nuevo libro Los derechos en broma cuyo título evoca el ya clásico de Ronald Dworkin Taking rights seriously desarrolla los efectos de normativas que bautiza con el genérico título de «legislación santimonia».
Los derechos en broma: un estudio sobre la moralización de las democracias liberales
Hubo un tiempo en que los Estados de Derecho occidentales creyeron poder legislar con una neutralidad moral aceptable. Era el momento en que la democracia liberal constituía prácticamente el fin de la historia. En la filosofía del derecho y de la política imperaba el magisterio de John Rawls. Entonces, se decía que las sociedades moralmente pluralistas necesitaban un Estado que velase únicamente por el respeto a unos principios mínimos universales (vgr. los derechos humanos o eso que, entre nosotros, Adela Cortina denominó ética mínima) recogidos en textos constitucionales. Las opciones morales, siempre que se atuvieran a estos principios, pertenecían a la esfera privada que cada agente moral podía y debía decidir libremente.
La neutralidad moral (que no ética, pues requería, insisto, unos mínimos que funcionasen como conditiones sine qua non para la vida en común) no suponía, por supuesto, neutralidad política, pues esta resultaría incompatible con la democracia representativa. Si no fuera así ¿para qué las elecciones periódicas? El reto, pues, radicaba en hacer compatibles el compromiso con unos mínimos éticos, la imprescindible neutralidad moral del Estado y unas opciones políticas libremente elegidas por los ciudadanos.
La apuesta por la neutralidad moral del Estado ha sido ampliamente contestada en las últimas décadas, tanto por la filosofía moral y política como por la práctica. Desde el multiculturalismo hasta el pensamiento decolonial las críticas han sido feroces, aunque no siempre del todo convincentes. En la práctica, la acción política de los gobiernos democráticos se ha dirigido cada vez con mayor intensidad a elaborar leyes que tratan de «mejorar la vida de las personas» y «hacer pedagogía», expresión esta última poco afortunada, pues convierte al ciudadano en un paidion, un niño que aún debe ser tutelado.
Pablo de Lora, catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad Autónoma de Madrid y célebre por su polémica obra Lo sexual es político (y jurídico), denomina a este tipo de normativa con el genérico título de «legislación santimonia», y se pregunta qué efectos tiene para nuestras democracias la acción de un legislador como este desde el punto de vista de la libertad de los ciudadanos. La cuestión se desarrolla en Los derechos en broma, libro publicado el pasado otoño por Deusto y cuyo título evoca el ya clásico de Ronald Dworkin Taking rights seriously, que en España se publicó con el título Los derechos en serio.
Con multitud de ejemplos, De Lora muestra cómo este tipo de normas, colmadas de buenos propósitos, tratan de mostrar a los ciudadanos el recto camino hacia la excelencia moral. Evidentemente, la justificación de esta excelencia procede de la ideología del partido o partidos que legislan en cada momento y suele identificarse con la mejor interpretación de esos principios constitucionales mínimos.
Pablo de Lora
Esta deserción de la neutralidad moral nos desliza por una doble pendiente: por un lado, como señala De Lora, las reivindicaciones políticas se visten con el manto de los derechos humanos. Este hecho ha propiciado que la política consista en detectar o, sencillamente, construir «desventuras sociales» que requieren la intervención del Estado para paliarlas. Es lo que el autor denomina «burocracia del consuelo». Pero ¿cómo tomarse los derechos en serio -se pregunta De Lora- si dotamos a toda reivindicación política con los caracteres propios de los derechos humanos? O, dicho de otra forma: si cada actuación política cuya fuente es un deseo colectivo se convierte en la aplicación de uno o varios derechos humanos ¿no pierden estos el carácter absoluto, universal e inalienable que los definía?
La otra pendiente, igualmente resbaladiza, consiste en la naturalización de la ideología política por obra de la identificación de las opciones partidistas con una interpretación pretendidamente correcta de los principios éticos mínimos. Es decir: la medida X, que trata de resolver una situación “injusta”, se presenta como la única opción posible para la plena realización de un principio ético o un derecho humano concreto. De esta forma, una opinión política pasa a convertirse en una afirmación indiscutible. Parafraseando a Alf Ross, el filósofo del derecho danés, se apela a la justicia para acabar la discusión dando un golpe sobre la mesa.
La vida cotidiana ha sufrido un progresivo proceso de moralización animado desde el espacio político, acaso porque las narrativas que antes compartíamos y que cohesionaban nuestras comunidades, tales como las religiones, han dejado de cumplir este papel. Proliferan los ejemplos: ir al supermercado, comprar un coche, comer carne o tirar la basura se han convertido en acciones con un fuerte contenido moral. En los colegios los estudiantes (o, más bien, el estudiantado) no aprenden ya únicamente la composición de los alimentos (proteínas, hidratos de carbono, grasas, etc.), sino la necesidad de mantener una dieta saludable; y el estudio de las matemáticas, antes un asunto meramente cognitivo, debe incluir ahora una dimensión afectiva que integra conocimientos, destrezas y actitudes esenciales para entender las emociones.
Se podrá discutir la pertinencia o no de estos puntos de vista y, en general, si la moralización de la vida cotidiana es deseable o no desde un punto de vista político, pero no creo que pueda negarse su incremento en los últimos años. De hecho, es uno de los principales motores de eso que ha venido en llamarse “batalla cultural” y que habría que denominar más ajustadamente “batalla por la superioridad moral”. Vivimos inmersos en una paradoja: por un lado, hemos dejado de creer en los grandes relatos que nos ofrecían vínculos con nuestros semejantes; por otro, tratamos de que prevalezca el relato que consideramos moralmente más adecuado, haciéndolo pasar por la interpretación correcta de esa ética mínima que recogen nuestras constituciones democráticas.
Reconozcámoslo: la neutralidad moral del Estado liberal nunca fue del todo cierta. En esto tienen razón sus críticos. Sobre todo en aquellas sociedades moralmente más homogéneas, como las que ya no existen en nuestro continente. Ahora bien, el considerable pluralismo moral de las sociedades occidentales convierte el proyecto de neutralidad liberal en un ideal regulador necesario para detectar excesos moralizantes de la actividad política. Entiendo que esta es la propuesta de Pablo De Lora, que no es solo ética y jurídica, sino fundamentalmente política: una propuesta que facilite la cohesión social de las sociedades plurales y evite las batallas culturales (o morales).