Alejandra de Argos por Elena Cue

Autor colaborador: Pedro Oriol.
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 Artistas 1  

 

Los viejos prodigios, Miguel Angel, Leonardo, (quizá ellos dos lo fueron todo su tiempo, juventud, madurez, vejez), Goya y su última pintura negra, Velazquez y sus bufones, Tiziano en su autorretrato, El Greco en su pintura delirante, Rembrandt cuando en sus pinturas tardías convirtió sus pinceladas en materia inasible de luz, Mancini anciano que trascendió su virtuosismo en espíritu...Sí, digo los viejos prodigio....

¿Por qué dieron su obra más esencial en el umbral de la muerte?

La vocación exige una suerte de reclusión, una concentración total, un olvido de tanta vida que corre por las venas;  la vida es, en la plenitud, un ganarse la vida, una entrega a la familia, a los amores, a los amigos, al vigor físico, y todo eso se ...vive...por dentro...y por fuera.

Cuando ya se vivió la vida y la naturaleza te concede más tiempo, la vocación eclosiona y se expande, ya no es necesaria la habilidad ni el virtuosismo, ya no importa tener la mano precisa del cirujano, lo único que verdaderamente irradia es el alma, ya no hay distracciones, toda la materia pesada ha quedado atrás, ha habido un desapego de lo físico, una liberación, y la pintura ni siquiera es ya pintura, es otra cosa...

Algo así como la vocación pura, que bordea otros mundos ignotos, desconocidos, inabordables para el resto de los humanos.

La pintura es una conquista, un largo camino, como el de San Juan de La Cruz, llegando a la luz a través de la noche oscura...

 

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 Pedro Oriol: Manos 

 

Blanco sobre blanco, menos es más, nos vamos todos convirtiendo al budismo sin enterarnos. Hemos ido matando el deseo y asesinando los cuerpos. Y no al modo dulce y pasivo de los orientales. Aquí no llegamos al nirvana pálido una vez agotado el espectro de color, aquí cuando interiorizamos, llegamos a la sangre y la teñimos de blanco.

Hartos de formalismos, hartos de virtuosismos- para los juegos malabares está el circo-, llevamos cien años haciendo una pira de fuego.

Hemos arrojado a las llamas las cruces y sus maderos, hemos ido quemando todo lo externo, hemos prescindido de la materia por considerarla accesoria y hemos llegado a la nada de Duchamp, a la idea límpida y pura, al vacío final de Oteiza, al vértigo arañado en las cabezas cada vez más diminutas e invisibles de Giacometti, a la carcajada clásica de Picasso, a la pirueta humorística y comercial de Warhol, a la humildad repetida una y otra vez de Morandi.

Hemos quemado la grandilocuencia, esa peste pasada, y nos hemos topado con el muro vacío del absurdo.

Y ponemos cara de incrédulos, de que nada nos importa, de que todo es un juego, un juego muy caro de millones. Algunos se frotan las manos.

Pero en el arte , como en las guerras y en el amor, hay demasiados mártires y demasiados muertos para que nos riamos alegremente.

Sólo los niños juegan en serio.

En los juegos olímpicos pervive hoy la Grecia clásica; cuerpos aún más bellos y recrecidos, la humanidad estilizándose.

El atleta es la representación carnal elevada a su cumbre y nada puede entorpecer la linea de su contorno. ni sombra de sexo. Cuerpos desnudos y depilados, cuerpos en plenitud buscando sus límites, cuerpos sin edad. El discóbolo desnudo y detenido en su belleza, aislado del sufrimiento, ajeno a su coraza musculada, construida para hacer frente al dolor.

Queda la mitología griega olvidada y encerrada en los museos. Hoy se expone la mujer tendida y descubierta junto a los trapos manchados de la pintura de Lucien Freud. Una mujer vista bajo la lupa diseccionadora, la vagina como una herida, el cuerpo despojado de su misterio, la piel desgarrada de superficie.

Y el hombre cualquiera desnudo, el hombre ordinario y peludo, la mirada perdida, su sexo basto, el hombre tendido en el diván del señor Freud, aplastado contra el suelo, asfixiado en su evidencia.

Topografía enfermiza y subterránea, traspasada por unos ojos incisivos y escrutadores, los cuerpos vistos desde una lente inmisericorde, detenidos y vulnerables, ahogados en su propia luz.

Cuerpos de hombres y mujeres pintados por el último grandilocuente, hundidos en una nueva mitología triste y sabia, Edipo y Layo, cuerpos desolados y titánicos de miseria, polvo de ceniza escultórica, ¡Qué lejos Grecia!

Estoy ante los cuadros de Rothko. Y contemplo el espíritu fluyendo en el color ingrávido y sin contornos. Viendo los lienzos de este pintor, pienso que debía de sentirse entre barrotes y que no estaba dispuesto a encarcelar su pintura.

Color licuado, color puro, apenas nada sobre una superficie despojada, ascética, color extendido por aquellas manos antes de la última desesperación, manos que al pintar creían todavía, manos que no encontraron materia en la que salvarse ni cuerpo en el que reconocerse. Manos que cogen los pinceles como cuchillos asesinos de toda envoltura y van ordenando puritanamente el salpicado de la sangre. Sangre violeta, amarilla, azul, sangre oscura que va extendiendo ante nosotros, espectadores alucinados.

Arte que vuelve los ojos hacia dentro, paisajes interiores y cuerpos desmenuzados, arte que no es sino el anuncio de quien prescinde finalmente del oxígeno.

Hemos quemado todo y en el fuego se han ido haciendo cenizas nuestros cuerpos y en el humo se nos ha ido evaporando el espíritu.

Y tendremos que regresar a la carne renovada.

Hasta en la hostia consagrada invocamos al cuerpo.

¡Que vuelvan los cuerpos!

Que alguien nos salve de esta luz ácida.

Que nos acaricie la sombra.

 

- La Gran Hogera -                         - Página Principal -

 

Autor colaborador: Pedro Oriol.
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  DISTRITO 9   

 

¿Por qué reprochar a un triste su tristeza y a un alegre su alegría?

Cada vez que un destello ilumina una parte, se ensombrece la otra, y en ese movimiento estamos todos contenidos, los oscurecidos y los refulgentes.

Un requiem trasciende nuestro dolor como un himno nos hermana en la alegría.

Un arte sin sombras siempre será un arte plano. ¡Qué simpleza esa que relaciona la alegría con el colorismo y la tristeza con la negritud¡ Qué bellas intenciones las de Renoir, pero que amaneramiento el de su última pintura débil y algodonosa.

Encerrarse entre cuatro paredes ante un lienzo en blanco no es un camino suave.  Tampoco un juego vano y decorativo.

Pintar una flor es detener el instante breve de su esplendor, un canto a la vida sobre el filo de la desaparición.

Deberíamos dejar atrás toda impostura, toda teatralidad. La del que ríe simulando y la del que llora implorante.

El arte puede penetrar hasta lo negro más hondo de la tierra o ascender sin peso hasta la plenitud radiante y cegadora del del blanco. Pero siempre llevará en sí la sombra de una muerte invisible que nada tiene que ver con lo cadavérico. Una muerte germinadora y creadora de sucesivas realidades.

El primer trazo es ya un avance cuando pinto sobre oscuro. Parecen surgir las pinceladas, como el origen del universo, de un agujero negro. Hasta la sombra más densa tiene ahí su grado de luz. Y el tránsito hacia la claridad es un viaje a la esperanza.

 levedad 

 

Algunas madrugadas, cuando todavía todo es oscuro, bajo al estudio y me siento frente al ventanal. Allí aguardo quieto para ver cómo la luz va devolviendo su peso a las cosas. Es como asistir a una suave resurrección. Vuelve a amanecer.

Se van erigiendo los objetos asidos por la claridad, que avanza lunar entre la penumbra. Se deposita la luz sobre los relieves iluminando lo esencial, tallando el volumen. Luz norte, permanentemente fiel a su frialdad, emancipada de los rayos amarillos del omnipotente sol. Luz integral, preñada de nocturnidad, alumbrando plateada a lo largo del día, rozando el color de cada cosa y derramándose sobre la totalidad.

Es en esa templanza y en ese ritmo cuando se van integrando todos mis tiempos en uno solo pleno: el tiempo de descubrir, el tiempo de comprender, el tiempo de amar. Donde pintar es adivinar y cada movimiento de la mano funde la contemplación en acción.

Se va acabando el día y el estudio gira gradualmente hacia la penumbra. Entre esas dos luces, las cosas, urgentes, se precipitan; y en ese descenso vertiginoso hay un instante detenido, una especie de clarividencia: es la realidad bendiciéndonos con su último resplandor, reinventándose terminal y bella, antes de recogerse de nuevo en la oscuridad.

 

Autor colaborador: Pedro Oriol.
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 CH-D PW  

 

Vuelvo a recordar las palabras de Miltos: "Si lo dejo, me deja"

Esta mañana andando por la calle Mayor, entre la multitud, me fijé en un anciano con el rostro cerúleo, el pelo blanco peinado hacia atrás que dejaba ver una amplia frente de luz. Su delgadez era extrema y su piel translúcida apenas cubría los huesos de su cara. Su mirada perdida tenía un aire perturbador pues uno de sus ojos estaba cubierto por una nube, y la pupila era toda de un blanco mate, como si fuera una perla turbia. Andaba ausente del resto, parecía saborear los últimos momentos de una vida, como un viajero que se despide. Su otro ojo, azul, miraba embelesado hacia arriba, hacia las azoteas amarillas y grises de Madrid.

¡Tenía que haberle parado! Y amablemente decirle que me gustaría pintarlo.

Pero es difícil abordar a las personas. Es difícil exigirles que se sitúen en un plano distinto. Nadie acompaña a un desconocido, a una casa ajena, para que le pinten un retrato.

Sí, yo me sentí hermanado con el hombre del ojo blanco, pero, ¿y él?

Aunque parecía transido en su andar, me hubiera considerado un loco escapado del manicomio, o simplemente se hubiera protegido de un posible peligro.

El arte, sí, es ese otro plano que asusta, está tan cerca de la locura y del crimen y de la transgresión, tan cerca de la santidad.

Sí, Miltos, sí. " SI lo dejo, me deja"

Me siento como un cazador que no ha tenido el valor de seguir a su presa, como un santo que no ha podido abrazar a su hermano.

Vuelvo a la vida gris. Me diluyo. Entro en una pastelería, me endulzo con un pastel. He estado al borde de la fraternidad. Vuelvo al borde de la mediocridad...