Alejandra de Argos por Elena Cue

 
 

Diego Sánchez Meca - Conocer a un Amigo 1 

Berlín, 6 de septiembre de 2013.

 

Querido Armin,

​También para mí la muerte de Stefan, aunque esperada, ha sido uno de esos golpes del destino que desarbolan el orden de los días. Es verdad que éramos amigos, aunque no es cierto -como dices- que nos conociéramos mucho. En realidad, esta imposibilidad de conocer a un amigo "a fondo" no es, para mí, algo que se constate sólo una vez desaparecido, sino que es una certeza que sobrevive a muchos recuerdos que se terminan yendo por el desagüe del olvido.

​Para empezar, opino que no depende de uno despertar el interés que atrae a los otros hacia ti, como tampoco suprimir las barreras de separación que impiden el encuentro y la relación manteniéndote aislado en la soledad. Stefan y yo nos conocimos en Heidelberg, al inicio de una primavera adelantada y esplendorosa que ponía fin al austero silencio del invierno alemán. Coincidíamos en un seminario sobre los paralogismos kantianos en el que las clases del prof. Martens iban sumiéndonos en un mar de niebla que nos unía a todos. Entonces empezamos a conversar pero como si, además del clamor de los argumentos filosóficos, escuchásemos una voz ineludible surgida de lo más recóndito de nuestra niñez. Quedábamos para estudiar juntos pero también para ir a pescar, descubriendo que lo que nos divertía más era cazar lagartos y ranas con el anzuelo.

​Pronto me di cuenta de que Stefan y yo no eramos afines casi en nada, y esto no sólo porque él fuera alemán y yo español. Era algo mucho más profundo que continuó existiendo incluso después de haber seguido tratándonos más de veinte años. Tal vez nuestra amistad se ha ido alimentando justo de esa diferencia, o sea, de las cosas que cada uno habría deseado tener de todo aquello que veía, imaginaba o admiraba tal vez en el otro. En la amistad hay mucho de recreación imaginativa y afectiva del otro. Recuerdo su brusca reacción cuando un día me vió, por primera vez, hacer sobre la frente la señal de la cruz. Y también recuerdo cómo contesté a los duros monosílabos que salían de su boca como pedradas lanzadas sobre la superficie de una charca. Hasta empezamos a caminar a cierta distancia el uno del otro, como si tratásemos de evitar incluso el contacto de nuestras sombras.

​Y sin embargo, tienes razón cuando afirmas que la amistad y el conocimiento del otro empiezan con una decisión propia de querer llegar a eso. Tal vez hasta es posible que casi se limite a eso, pues este querer es la fuerza del mostrarse y del darse por el simple placer de hacerlo. Ahora bien, ¿qué conocimiento has de tener del otro para que tal decisión se produzca? ¿Ese otro puede ser cualquiera? ¿Por qué este sí y el otro no?

 Diego Sánchez Meca - Conocer a un Amigo 2 

​Aquellos años juveniles en Heidelberg transcurrieron transidos de la mansedumbre que nos mantiene firmes sobre la vida. Los sábados y domingos me despertaba después de las once envuelto en una dulce placidez. Abría las ventanas de mi cuarto, me duchaba sin prisa y bajaba a desayunar no sin antes tocar en la puerta de Stefan para gritarle sin entrar que lo esperaba en la cafetería. A él le gustaba el café muy caliente y sin azúcar, pero la taza se le solía enfriar entre las manos cuando se quedaba absorto en el hilo de la conversación. Y discutíamos como braceando en un agua agitada tratando de alcanzar algo que nunca llegaba a estar al alcance de nuestras manos: "La experiencia propia -le decía yo- es siempre limitada, parcial, inevitablemente subjetiva... ¿Cómo extraer un contenido de saber de esto que merezca la pena? Los filósofos no saben gran cosa porque ninguno habla desde su experiencia, sino desde un castillo de abstracciones que me suscita una invencible perplejidad". Entonces él, apartando la taza del desayuno hacia un lado de la mesa, me contestaba: "No hay que culparles por ello. Seguramente tampoco nosotros seríamos capaces de decir gran cosa desde nuestra experiencia personal. Porque no se puede evitar, por ejemplo cuando se está a gusto con alguien, mostrarse desinhibido, parlotear con espontaneidad viviendo el instante en su inmediatez, sin estar pendiente de pensarlo, de razonarlo, de comprenderlo, de memorizarlo para luego escribirlo. La experiencia vivida desprende una fragancia que no te penetra cuando intentas vivirla desde la intención de convertirla en experiencia escrita".

​Pues tal vez eso es lo que pasa también con la amistad, amigo Armin, de la que, si es buena, ni se habla ni se escribe, sino que sólo se vive mientras está ahí. Tu carta me dejó por eso pensativo. El paso de los años te enseña cómo has de ir dejándote el equipaje por el camino para poder andar más deprisa, recorrer más trayecto, encontrarte con más gente, ver más cosas, aumentar en amplitud y en intensidad el mundo de tu experiencia, esa riqueza espiritual que se sedimenta en el corazón, no en la memoria ni en la razón. Recuerdo el momento en que Stefan y yo nos vimos por última vez en su casa de Friburgo, aquel fatídico día de sol veraniego en el que todo parecía estar al acecho. Habiéndole dicho el médico que podía morir en cualquier momento, me telefoneó para que nos despidiésemos. Insistió en caminar unos pasos por el jardín a lo largo de aquél paseo flanqueado de sauces, de adelfas y de laurel, abanicados por la brisa de la tarde. Él se tapaba el sol haciendo visera con la mano a la vez que se limpiaba un sudor frío que surgía una y otra vez de su frente. Apenas nos dijimos nada, sobrecogidos por una inquietud que espantaba los pensamientos. Cuando empezó a hacerse tarde nos despedimos en el quicio de la puerta, en presencia de su mujer, que sostenía una bandeja con refrescos en la mano. Me lanzó una última mirada de angustia, con el blanco de los ojos enrojecido y lloroso, mientras yo le estrechaba la mano con la mirada en otra parte.

​Una de las cualidades de Stefan era su capacidad para distinguir los matices más delicados de cualquier pensamiento que se le expresaba, su sutileza perceptiva y el refinamiento de su intuición. Esto le permitía señalar enseguida lo que mejor podía reforzar el carácter de verdad de lo que, sin proponérselo, descubría. Me gustaba mucho eso de él, porque era un modo muy elocuente de precisar lo que han tratado de enseñar los planteamientos filosóficos que concluyen en la imposibilidad del conocimiento del otro, incluída su existencia misma. Descartes fue quien inauguró esto con su idea del ego cogitans como sujeto aislado que sólo puede estar seguro de su existencia subjetiva. El problema es que este solipsismo no se ha quedado en una simple pesadilla teórica, sino que ha incidido en la mentalidad moderna y ha llegado a hacer corriente para muchos la idea de que somos “mónadas sin ventanas”, individuos incapacitados para relacionarnos y conocernos. Con las limitaciones que he tratado de expresarte, en realidad no creo que esto sea así en este sentido tan radical. La prueba de ello es que cada día tenemos la evidencia de que, aunque la comunicación tiene sus límites y dificultades, las diferencias y extrañezas entre el mundo del otro y el propio no son sólo una resistencia o una barrera invencible, sino al mismo tiempo la ocasión para aprender cosas nuevas.

​Recibe un abrazo fuerte de tu amigo.

 Diego Sánchez Meca - Conocer a un Amigo 3 

 

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"Toma mi collar de lágrimas. Te espero en ese lado del tiempo de donde la luz inaugura un reinado dichoso". Octavio Paz, Mariposa de Obsidiana.

En un quiebro de su vida, ella decidió volver a ese hotel. Era una Semana Santa en el sur y la luz era blanca, sobre los pueblos y también sobre un mar que no era bonito, pero llevaba una fina capa de bruma. Y un horizonte cercano.

Había oído los tambores de la madrugada del Jueves Santo como una turista nórdica más, seguía reteniendo, días después la marcha de los legionarios, las notas y la letra de Soy un novio de la muerte y la tarareaba sin cesar. Se había sentado en las escaleras de mármol rosa de la catedral de Málaga al sol, debajo de la torre sin terminar. Había sentido la compañía de la soledad andaluza y se había dejado llevar hasta ese hotel, años después, con la vida muy libre y, quizás, excesivamente cargada de experiencias.

El comedor del desayuno tenía una pared de azulejos portugueses que representaban un antiguo colmado y decoraban el ir y venir de los camareros vestidos de blanco que repartían el café y los molletes en bandejas plateadas. Buceaba entre las hojas de sus periódicos retrasados disfrutando y alargando el momento que más le gustaba del día.

Había salido de su cuarto con un traje largo de flores alegres que se ceñía desde el escote hasta su cintura y llevaba una cesta con sus libros.
Él estaba sentado contra la ventana cuando la vio llegar.

-Clarissa?

Ella levantó los ojos atravesada por esa voz que, en el fondo, sabía que había ido a buscar.

-Peter?

El gesto de su cara, el tono suavísimo de su voz, hicieron que la conversación siguiera en silencio, entre los ojos de ambos y en el estudio fugaz del rostro del otro, en el recorrido por el paso del tiempo.

-Cómo estás? Qué impresión... Son, tres?...sí, tres años ya. Llegaste ayer?... Al hotel?

-Sí, anoche; tarde. Me han dado un cuarto con vistas sobre la piscina y el mar. No he sido capaz de cerrar mi fecha de salida, aún...

Sonrió, disfrazando el temblor de sus manos al abrazar con sus dedos la taza de café caliente.

-Pero...siéntate, por favor!

-Me quedé con el hotel Clarissa. Después de aquello... No era capaz de seguir viviendo en Londres, cerré algunos capítulos de mi vida y me vine. Quería estar aquí y ha resultado que disfruto del negocio, es un trabajo bonito, conoces a gente de paso, he conseguido... rellenar estos años.

-Está precioso, Peter...

El tono de la voz de ambos se aceleraba y se perdía en un montón de convencionalismos mientras sus miradas seguían manteniendo una conversación más profunda, llena de sobresaltos, cuerpo a cuerpo, y en paralelo.

-Cómo estás tú Clarissa?

-Yo?... estoy bien, Peter. Pero... Si, quería...

-Clarissa, Clarissa, perdóname... -Interrumpió, rodeando con mucha delicadeza las manos de Clarissa y la taza- Llevo mucho tiempo pensando en este momento. Si llegaría. En cómo sería. Te debo una explicación. -Peter, yo... No conseguí, no...

El tono de Peter se volvió rotundo.

-No pude aparecer en el aeropuerto esa mañana, Clarissa. Perder ese avión contigo fue perder lo que me quedaba de vida, de ilusión. Había calculado todos los riesgos, todo el sufrimiento que iba a causar a Elisabeth, a los niños. Llevábamos meses hablando de ello, recuerdas?

Clarissa notó como una hoja de acero le entraba por el estómago. Se concentró en mantener la compostura mientras la frase de Peter se repetía una y otra vez en su cabeza. Tomó una decisión y notó cómo un hilo de sudor frío le recorría la frente. Balbució y respiró hondo.

-Si Peter... Si, quizás...

-Déjame seguir Clarissa, -impuso con sus ojos, algo más pequeños pero de un azul que casi invitaba a la compasión-. Estaba este proyecto, este hotel y nuestra vida juntos.

Agachó la cabeza, y levantó la mirada como si no se hubieran separado nunca.

-Beth tuvo una crisis aquella noche, volvió a subirle la fiebre, tuve su cuerpecito hirviendo entre mis brazos. Llevamos a la niña a la clínica. La vi detrás de un cristal. Llena de sondas. Me miró, Clarissa, y me llamó con su voz que yo no alcanzaba a oír.

-No Peter, si yo... Déjalo!

-No te estoy dando sólo una explicación. Estoy tratando de recuperar y compartir contigo parte de la paz que he perdido. Sabrás perdonarme? -Perdonarte? Si, pero yo...

-He pensado en nosotros, en cómo hubiera sido ese reencuentro, ese viaje, cada día de estos años...

Él iba depositando miradas en distintas zonas de su cuello.

-Sí, yo también lo he hecho Peter.

-Y tú? Qué fue de ti? Sigues casada con Richard?

-No. Aquello duró sólo unos meses más. No quise...

Se habían quedado solos en aquel comedor. El sol empezaba a salir entre las nubes negras dejando que el jardín brillara de forma intensa, invitando a salir y oler la lluvia reciente.

-Me gustaría invitarte a cenar esta noche, en el jardín ¿si te parece?

-Gracias Peter. Tengo que hacer unas llamadas. Te dejaré un mensaje en recepción.

Clarissa cerró la puerta de su habitación con todo el peso de su cuerpo. Las manos a los lados de su traje seguían blandas y frías. Se dio media vuelta y apoyó la frente en la madera rugosa de la puerta antigua y la dejó ahí un rato indefinido.

Cerró los ojos y volvió a recorrer, como cada día de aquellos años, la angustiosa sensación de aquellos metros de pasillo, esa madrugada; a notar el peso de cada maleta en su mano y a sentir el alma en vilo. Recordó, otra vez, cómo miró la puerta, luego el picaporte y el ruido que hicieron las maletas cuando las dejó caer en el suelo.

Ella nunca fue al aeropuerto.

Ninguno de los dos sabía que el otro no había aparecido esa mañana. Ambos habían vivido así todos estos años; con la carga de haber destrozado la vida del otro.

Él no lo sabría nunca. Era mejor así.

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En poco más de trescientas páginas el historiador y periodista alemán Florian Illies relata con humor y fugacidad los acontecimientos culturales que vivió Europa el año anterior a la Gran Guerra. 

Este libro no es una novela, ni tampoco un ensayo, simplemente es una crónica que engulle al lector, en un relato contado durante los doce meses del año sobre una parte importante de los acontecimientos creativos y culturales que tuvieron lugar antes de la masacre bélica que hizo temblar los cimientos de todo el pensamiento occidental. 

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La obra resulta atractiva para cualquier curioso que quiera rememorar las vanguardias artísticas, la influencia del psicoanálisis en el pensamiento posterior, especialmente en la Escuela de Frankfurt, las grandes obras literarias, los grandes acontecimientos culturales y el cambio de mentalidad que se estaba produciendo en Europa, ignorando que su estilo de vida estaba a punto de desaparecer. El desarrollo tecnológico, industrial y de las artes colocó al mundo occidental en cimas jamás soñadas para trasladarle en poco tiempo a su total hundimiento.

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Dos son los hilos conductores del relato, por un lado la relación epistolar entre Frank Kafka y su amada Felice Bauer y por otro, la turbulenta relación entre Alma, la viuda de Mahler y Oskar Kokoschka, contada a través de su famoso lienzo, "La novia del viento”.

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Los grandes creadores del primer cuarto del siglo XX, entran y salen a lo largo de estos doce meses del año de 1913. Arnold Schönberg e Igor Stravinsky y las nuevas formas musicales. Freud y C.G. Jung con sus luchas intestinas. La disolución del grupo Der Blaue Reiter (Wassily Kandinsky, Franz Marc, Albert Bloch, Robert Delaunay) y del Die Brücke (E. Ludwing Kirchner,  Erich Heckel, Karl Schmidt-Rottluff…). La crudeza de los lienzos de George Grosz, que utiliza su arte como un arma contra el poder establecido. La nueva arquitectura de Peter Behrens, autor unos años antes de la sala de turbinas de la fabrica de AEG, de Walter Gropius, de Adolf Loos y  de otros muchos arquitectos que toman la luz y la simetría como razón de su trabajo.

 

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“La exposición de arte actual procedente de Europa cayó sobre nosotros como una bomba”, así comentaba la revista Camera Work, la muestra que se celebró en el Armory Show de Nueva York a principios de 1913. La obra de Marcel Duchamp “Mujer bajando una escalera” noqueó a los visitantes americanos. Berlín celebra, unos meses después, en la legendaria galería Sturm, el Primer Salón de Otoño Alemán, donde están representadas todas las vanguardias, excepto  los pintores de Die BrükeGertrud Stein es el centro de la creatividad parisina, en su casa reúne a artistas ya consagrados como Picasso, Matisse y Braque. El coleccionista Eduard Arnhold hospeda en su casa a Emil Nolde, que junto a James Simon son los grandes  mecenas berlineses. Escritores, pensadores, editores, marchantes... cierran el circulo del relato.

París, Berlín, Zurich, Venecia, Viena, Munich, son los recorridos habituales en los que se mueve la cultura  más progresista de la época. Es el momento de la transformación de las ciudades en grandes metrópolis. La moda comienza a formar parte de un nuevo estilo de vida.

 

 

A todo el derroche de figuras claves que se van sucediendo en el tiempo, el libro incluye numerosas anécdotas contadas en clave de humor y algunos datos que no coinciden en el tiempo pero que visten adecuadamente la historia. Casi se podría decir que 1913, Un año hace cien años es una pequeña guía de mano para adentrarse en el fascinante mundo de la creatividad exuberante, que se cierra con el Manifiesto suprematista y con "Cuadro negro sobre fondo blanco" de Malevich.

 

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Floorian Illies. 1913 Un año hace cien años. Salamandra 2013

 
 

Diego Sánchez Meca, Música

 

Todo arte es un puro juego de la fantasía y de la imaginación que nos produce placer, que nos divierte pero que, al mismo tiempo, nos enseña algo. En sí mismo, como creación, es un modo de manifestarse la fuerza formadora de la vida. Pues crear arte es estar ejerciendo la actividad misma en la que consiste la vida, que no es otra cosa que producción de un mundo de apariencias y juego exuberante y continuo de su creación y de su destrucción. Esta es la razón por la que el arte requiere el desplegarse de una sobreabundancia de fuerza, de una intensidad vital y personal que se explaya y se vierte hacia fuera creando y destruyendo las formas, los objetos y las obras. En esto radica lo artístico del arte, en que su fuerza creadora no es sino participación en la fuerza creadora y destructora que mueve el mundo.

  

Pues bien, preguntémonos ahora: ¿Cómo actúa esta fuerza? ¿Cómo se ejerce? Se ejerce -y esto es lo más importante- como capacidad de dominar una gran cantidad de estímulos o de impulsos hasta armonizarlos en una forma bella. Fijémonos lo que hace esta fuerza en la naturaleza. Todo lo que vive está movido por un ritmo, y lo propio de lo viviente es engendrar un ritmo. Y esto, hasta el punto de que se puede definir la vida, desde este punto de vista, como una organización rítmica espontánea. Por ejemplo, si recurrimos a nuestra experiencia, estaremos de acuerdo en que preferimos siempre el esfuerzo rítmico al esfuerzo desordenado. Esto lo comprobamos, sobre todo, cuando practicamos algún deporte o realizamos algún trabajo físico. Supone un gran ahorro de energía ejecutar movimientos iguales en duraciones de tiempo iguales, pues obtenemos así el máximo rendimiento a nuestro trabajo muscular evitando la fatiga.

 Música en la cabeza   

 

Este es un hecho que rige no sólo el movimiento de los seres orgánicos, sino que se da igualmente también en el mundo inorgánico. Un cierto ritmo tiene lugar siempre allí donde hay un conflicto de fuerzas que no están en equilibrio: entre el frío y el calor, entre lo húmedo y lo seco, entre lo denso y lo expandido, entre la luz y la oscuridad... Todo lo que existe lucha y, por eso, esta oposición de los contrarios instaura un ritmo, el ritmo de las estaciones, el ritmo del día y la noche, el ritmo de la lluvia y la sequía, el ritmo del hambre y la saciedad. Se puede decir, por tanto, siguiendo a Heráclito, que todo el devenir está ligado al ritmo. Y de ello podemos concluir que vivir, existir, evolucionar consiste en instaurar una relación de equilibrio sobre un fondo de desequilibrio, dominar el desorden mediante una organización regular, crear un mundo, o sea un orden y una proporción a partir del caos.

 

De igual modo, el arte no es, en realidad, el desplegarse libre de efusiones sentimentales o de fantasías incontroladas, sino la conjunción exitosa de contenido y de forma, de inspiración y de técnica. Y tanto más excelsa y sublime resulta una obra artística cuanto la desbordante fuerza del genio que la crea logra quedar finalmente contenida y dominada bajo los perfiles y trazos de una forma artística, o sea, de un orden, de un ritmo. Pues bien, esto nos enseña algunas cosas.

Por ejemplo, en la buena música, ese deseo tan humano de querer alcanzar lo profundo, lo infinito, lo esencial, lo en sí; ese querer encontrar pensamientos sublimes en el paroxismo de un idealismo del lógos, corre el peligro de romper el equilibrio justo entre forma y contenido. Porque la música mejor sería la que se contenta con las formas de nuestro mundo y de nuestra vida y las ama por si mismas, como meras apariencias, sin tratar de ir más allá de ellas buscándoles un sentido en sí como esencia trasmundana. La música, como juego de formas melódicas y ritmos, es, en este sentido, un modo privilegiado de pensamiento de la verdad de la apariencia, ya que su forma artística permite conocer el mundo, no como descubrimiento de su ser más profundo, sino como juego trágico-dionisíaco del crear y el destruir. Los ritmos, las canciones, las armonías que el artista crea y con las que piensa se refieren a la tierra y a la vida, que no es más que ese juego alternativo de nacimiento y muerte.

 

  Partitura música 

 

Lo interesante es que, así entendida, esta música no tiene por qué derivar en el pesimismo y en el ascetismo, como concluía Schopenhauer. Al contrario, puede llegar a convertirse en el verdadero contramovimiento del ascetismo y en algo completamente antipesimista: "Creería sólo en un Dios que supiese bailar", dice Nietzsche. Que es como exigirle a la música que sea el arte de la ligereza, de la versatilidad, de la sutileza y del puro gozo de vivir. Lo que esta música enseña a todo ser humano que ama y afirma la vida es a conquistarse a cada instante dominando su caos, dando un sentido a su vida e imponiendo una ley, un orden, un ritmo, una forma a su impulsividad y a su temporalidad unificándola en un todo y dirigiéndola a unas metas. Si no hace esto entonces se verá aplastado por el caos, o sea por la multiplicidad de sus impresiones e impulsos, de las determinación cambiantes e imprevisibles que se mueven en todas las direcciones en el seno último del acontecer.

En conclusión, la música que expresa la victoria sobre el caos es la música que afirma la vida, la que sintoniza con la gran salud del cuerpo, la que afronta el reto de conquistar un orden en el tiempo en vez de sucumbir pasiva y nihilistamente a la seducción de un caos sonoro que privilegia los timbres y los colores en detrimento de la organización armónica y melódica. Nietzsche pensó así la música dionisíaca. En el escenario esta música debe sonar ella sola, sin trasmundos, generando vitalidad. El buen estilo en música sería, por tanto, la música absoluta, imagen de una necesidad de superación que se despierta ante el sentimiento, no sólo de lo bello como plenitud de la forma conquistada, sino también de lo sublime que rompe continuamente cualquier forma inducida por un impulso de una nueva y más profunda plenitud.

 

Diego Sánchez Meca

 
 

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Chéjov y su esposa, la actriz Olga Knípper.

 

"Deme una mujer que, como la Luna, no aparezca todos los días en mi cielo" (Chèjov)

A lo largo del último año, y tras la concesión del Premio Nobel de Literatura a Alice Munro, se ha dicho sin cesar que Antón Chèjov (1860-1904) es el padre del cuento moderno. Hemos releído "La Estepa" hace ya unas semanas. Algo ha permanecido ahí, en el fondo, dando vueltas, sin ser digerido, produciendo cierta perplejidad y volvemos sobre ello.

En este cuento largo, de unas 150 páginas, se narra el viaje de un niño por la estepa ucraniana alrededor de 1880, para Chèjov el "alma rusa" dependía de la inaudita soledad de la estepa y la va describiendo como si fueran lienzos, uno detrás de otro, que van surgiendo de entre las líneas. Nos asombra reconocer que es lo más parecido a pintar escribiendo.
¿Cuántos pintores, grabadores, ilustradores de cuentos o directores de cine han dibujado o transmitido una tormenta como lo hace este escritor ruso?

"Detrás de las colinas surgió, de manera inesperada, una nube rizada de color ceniza. Intercambió una mirada con la estepa, como si quisiera decirle: "Estoy preparada" y frunció el ceño. De pronto, algo se desgarró en el aire estancado, el viento sopló con todas sus fuerzas y con un silbante estrépito corrió formando remolinos por la estepa. Al instante la hierba y la maleza del año anterior empezaron a murmurar; el polvo sobre el camino avanzó por la estepa y, arrastrando tras de sí la paja, libélulas y plumas, se elevó en forma de tromba negra hasta el cielo oscureciendo el sol. Atravesando la estepa a lo largo y ancho, tropezando y saltando, se desplazaban los cardos; uno de ellos, atrapado por el torbellino, giró como un ave, se elevó hasta el cielo y, tras convertirse allí en un punto negro, desapareció de la vista. Otro lo siguió y luego un tercero; Yegoruska vio cómo dos de ellos chocaban en las alturas azules y se acometían en una suerte de combate singular".

La descripción y el paisaje son los protagonistas absolutos. Por lo demás, nos resulta una lectura lenta, lentísima, en la que no ocurre prácticamente nada.

¿Nada?¿Cuál es pues la razón del impacto que produce en el lector? En un lector actual, nos referimos.

En la época de la inmediatez, del exceso de información pero, sobre todo, en la época de la exigencia de contenidos complejos y vertiginosos. Cuando los guiones de las películas recientemente oscarizadas giran alocadamente hacia el enamoramiento de un hombre por un sistema operativo informático, o nos ahogan en la angustia de un fatídico viaje espacial, ¿qué nos aporta leer cómo inician el vuelo las alas de una avutarda?, ¿Por qué nos sobrecoge la descripción del tiempo que pasa en una mañana en el campo como si "se estirase de manera infinita, como si también él se hubiera detenido y bloqueado"?. Nos admira ver cómo el autor disecciona el declive de la sociedad rusa de finales del siglo XIX a través de los gestos de un viejo pope. "El padre Jristofor no había conocido en toda su vida una preocupación que hubiera podido apretar su alma como una boa".

Encontramos la respuesta a nuestras preguntas estableciendo un paralelismo con lo que nos ocurre con la pintura.

Cuando viajamos con la mirada por la tabla de Jan van Eyck "Hombre con turbante rojo", a través de cada pelo del visón de su cuello o por ese ojo, en el que al final, entre pinceladas diminutas de blanco, descubrimos una gota de sangre ¿No reconocemos algo muy parecido a lo que sentimos con la bofetada mental, con el derechazo plástico, de este otro cuadro que elegimos: "Retrato de un joven pintor", de Lucian Freud?

 

 

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¿Acaso este viaje, desde la paleta de letras de Chèjov -o incluso, de Thoreau-, hasta al "efecto tornado" que nos producen las novelas, por ejemplo, de David Foster Wallace, no es parecido?


Quizás, y después de todo, simplemente se trate de que todas estas obras surgen de la ejecución de un genio. Todas nos han producido una suerte de punzada en algún registro de nuestro hipotálamo. Y reconocemos que esa punzada es de las que se quedan. De nuevo, sin digerir. Somos depredadores de emociones y reconocemos a las presas.