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- Escrito por Marina Valcárcel
¿Estamos ante lo que podría llamarse la retrospectiva de un artista desconocido? La Fundación Terzo Pilastro presenta en Roma la mayor exposición hasta la fecha de Banksy, la estrella sin rostro del Street Art. Un seudónimo para un artista rebelde cuya obra incisiva, a veces irónica e irreverente interroga y denuncia aspectos políticos y sociales de nuestro tiempo. A pocos metros del Palacio Cipolla, sede de esta exposición, cuelga, en otro palacio de la Vía del Corso, el Inocencio X de Velázquez; imaginamos con ironía su mirada, más atónita que nunca, viendo desfilar las colas interminables delante del lienzo: 15.000 entradas vendidas en las dos primeras semanas. ¿Qué pensará Velázquez de este grafitero que osó perfilar un Cristo parecido al suyo pero que en lugar de tener las manos atravesadas por clavos, éstas le sirven para sujetar bolsas repletas de regalos, caramelos y botellas de champán?
¿Estamos ante lo que podría llamarse la retrospectiva de un artista desconocido? La Fundación Terzo Pilastro presenta en Roma la mayor exposición hasta la fecha de Banksy, la estrella sin rostro del Street Art. Un seudónimo para un artista rebelde cuya obra incisiva, a veces irónica e irreverente interroga y denuncia aspectos políticos y sociales de nuestro tiempo. A pocos metros del Palacio Cipolla, sede de esta exposición, cuelga, en otro palacio de la Vía del Corso, el Inocencio X de Velázquez; imaginamos con ironía su mirada, más atónita que nunca, viendo desfilar las colas interminables delante del lienzo: 15.000 entradas vendidas en las dos primeras semanas. ¿Qué pensará Velázquez de este grafitero que osó perfilar un Cristo parecido al suyo pero que en lugar de tener las manos atravesadas por clavos, éstas le sirven para sujetar bolsas repletas de regalos, caramelos y botellas de champán?
Guerra, Capitalismo y Libertad es el título de la muestra que engloba tres de los grandes asuntos sobre los que gira el discurso de este inventor de un diálogo nuevo, más astuto, inteligente y de doble filo: cualidades esenciales en la cultura de hoy. Sus lemas antimaterialistas, anticapitalistas y antisistema se propagan como la pólvora, sobre todo entre los jóvenes. Banksy es un grafitero pensante. Su campaña, masiva y sostenida, podría equipararse a la mejor estrategia de un servicio secreto. Entre los años 1992 y 1994 estaba en todos y cada uno de los sitios a los que su público miraba.
Primera sala: primer golpe. De la misma manera que en Love is in the Air (Flower Thrower), ese emocionante grafiti de Banksy a lo Discóbolo de Mirón del siglo XXI, en el que un muchacho en plena revuelta, la cara tapada con un pañuelo y la visera vuelta hacia atrás, lanza lo que debería ser un cóctel molotov, y sin embargo es un ramo de flores... con idéntica fuerza, arranca esta exposición. Es un mensaje de Banksy como si fuera una botella de gasolina: "Me gusta creer que tengo las agallas suficientes para reivindicar anónimamente, en una democracia occidental, las cosas en las que nadie cree: paz, justicia y libertad". Después de esta frase sobre fondo negro vendrán unas 150 obras, datadas entre 1998 y 2011 y distribuidas en diez salas. Todas ellas pertenecen a colecciones privadas. Los comisarios han aclarado con rotundidad que Banksy nada tiene que ver con la organización de esta exposición.
Según la leyenda, Banksy nacido en Bristol, quizás en 1974, debe rondar los 40 años y acaba de casarse con una parlamentaria laborista. Le separan, por tanto, ocho y diez años de los otros dos revolucionarios de la esfera artística británica: Damien Hirst y Tracey Emin. El anonimato es probablemente la llave del éxito de Banksy. Pero la gran cuestión que se desprende de esta muestra y que ya quedó abierta tras la exposición de Bristol en 2009 es: ¿Mutará definitivamente Banksy de ser el chico que pintaba callejones en ciudades de provincias del Reino Unido al pintor de lienzos que cuelgan en exposiciones de grandes museos europeos o en las galerías que frecuentan Tom Cruise, Cristina Aguilera o Angelina Jolie dispuestos a pagar cientos de miles de dólares por ellos? Arcoris Andipa, comisario de la exposición y el galerista griego afincado en Londres que más obras de este autor ha vendido, declara: "El éxito de Banksy está solo en la inteligencia del mensaje en su obra".
Quizás antes de Banksy apenas existía la posibilidad de aceptar el grafiti como arte. Aún así, hoy en día, los límites son difusos. Nos sorprende la ausencia de libros en torno al arte urbano frente a la sobreabundancia de imágenes por lo general carentes de texto, colgadas en las webs de los artistas y en las redes sociales. Por eso conviene aclarar brevemente las dos tendencias del Street Art: grafiti y postgrafiti. El grafiti, surgido en Filadelfia en 1959, es la tradición extendida por Occidente a través de la cual ciertas bandas callejeras de jóvenes escriben sus apodos sistemáticamente sobre cualquier superficie de la ciudad utilizando siempre pintura en aerosol o rotuladores. Es su manera de marcar su territorio, la repetición de un nombre hasta el triunfo de hacerlo sobresalir entre los demás. En Nueva York, en la década de 1970, esta práctica se multiplica en los vagones del metro. Keith Haring lo describe así: "Llegué a Nueva York en un momento en que las pinturas más bellas que se exhibían sobre la ciudad iban sobre ruedas. Pinturas que viajaban hasta ti en vez de lo contrario".
Sin embargo el postgrafiti, al que pertenecen desde Basquiat a Banksy y que surge en el Nueva York de los ochenta, es gráfico, rara vez textual. Son imágenes que involucran al viandante buscando el diálogo entre artista y espectador, una suerte de relación íntima en el espacio público. Le invitan a participar, a sorprenderse en cada esquina o pared en la que dejan su mensaje, su crítica, su autoría, pretenden que reconozcamos su estilo y nos enganchemos a él, nos dejan su huella. El postgrafiti surge de la confluencia del arte académico, principalmente del pop, con varias formas de cultura urbana: el grafiti, el punk o el skate. Podría definirse como una autocampaña publicitaria en la que no existe una contrapartida económica y por tanto la libertad del artista es total. Los grafiteros suelen responder a un patrón estrecho: siempre varones, siempre jóvenes, en su mayoría estudiantes de diseño o de bellas artes y sustituyen el aerosol por las plantillas, las pegatinas y la pintura a mano alzada. Van vestidos, -más bien tapados- con la capucha de un jersey y sus zapatillas de deporte. Y todos ellos han crecido en la era de internet. Ese es su medio y su manera de inocular su arte por las arterias del mundo.
Toda obra de arte queda extrañamente desplazada si la arrancamos del lugar para el que fue concebida. Estamos en la ciudad de Caravaggio y ante La vocación de San Mateo que no nos llega igual desde la aproximación a la tenue luz en esquina de la Capilla Contarelli que desde la frialdad de un museo. Y es curioso porque este efecto en Banksy se multiplica de manera exponencial: en el palacio Cipolla sus cuadros, o litografías se quedan sin la fuerza que imprime un trozo de pared robada a la calle. Poco tienen que ver con la emoción del grafiti de la niña que pretende sobrevolar la franja de Gaza agarrada a un montón de globos o el Steve Jobs a lo inmigrante sirio pintado en Calais. Parte del gancho del arte urbano es su transitoriedad, la sensación de que el grafiti tiene solo el tiempo de vida que le concederán unos vándalos o la policía. Así, resguardada y reproducida en series, anula toda la magia de su fragilidad, de su factura en la nocturnidad, bajo la luz de una farola o en la inestabilidad del andamio. Ese era el debate interno al que Banksy nos forzaba. Grafiti es una forma de guerrilla. Es una manera de robar poder, territorio y gloria a un enemigo mejor equipado. Banksy una vez lo acuñó como "Una forma de venganza". Algo de todo esto se pierde bajo la protección de las bóvedas del palacio romano.
Se ha constatado que existen en el mundo más de 140 lugares en los que el grafitero ha dejado alguna de sus obras. Esta exposición nos permite un viaje único: conocer parte del enigma de Banksy sin tener que peregrinar desde Israel hasta Nueva Orleans.
Guerra, Capitalismo & Libertad
Fundación Terzo Pilastro Palacio Cipolla, Vía del Corso 320, Roma Comisarios: Stefano Antonelli, Francesca Mezzano y Arcoris Andipa Hasta el 4 Septiembre 2016.
Ver tambien:
- Banksy: Del fondo del callejón a un palacio romano - - Página principal: Alejandra de Argos -
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- Escrito por Marina Valcárcel
Son 26 retratos y solo dos sonrisas. La exposición Rusia y las artes: La época de Tolstói y Chaikovski, en la National Portrait Gallery de Londres transmite una sensación de solidez. También de pesadumbre. Son retratos rusos de 1864 a 1914 que encierran lo que Rusia alumbró en esos años previos al terror bolchevique y a la Primera Guerra mundial. Ese caudal inagotable de un ingenio distinto: de la música a la literatura y de la poesía al teatro. De la mirada de Dostoyevski a la de Ajmátova y por sus vidas en contra de todo. En la primavera de 1881 el compositor Modest Músorgski posa para un retrato delante de Ilia Repin. Tiene 42 años y está ingresado por alcoholismo en el hospital militar de San Petersburgo. Baja de su cuarto sin peinar, les rodean montañas de periódicos con la noticia, la víspera, del asesinato del zar Alejandro II.
Ilia Repin, Modest Músorgski, 1881.
Son 26 retratos y solo dos sonrisas. La exposición Rusia y las artes: La época de Tolstói y Chaikovski, en la National Portrait Gallery de Londres transmite una sensación de solidez. También de pesadumbre. Son retratos rusos de 1864 a 1914 que encierran lo que Rusia alumbró en esos años previos al terror bolchevique y a la Primera Guerra mundial. Ese caudal inagotable de un ingenio distinto: de la música a la literatura y de la poesía al teatro. De la mirada de Dostoyevski a la de Ajmátova y por sus vidas en contra de todo.
En la primavera de 1881 el compositor Modest Músorgski posa para un retrato delante de Ilia Repin. Tiene 42 años y está ingresado por alcoholismo en el hospital militar de San Petersburgo. Baja de su cuarto sin peinar, les rodean montañas de periódicos con la noticia, la víspera, del asesinato del zar Alejandro II. Repin pinta rápido, la banda cruzada de color fresa del cuello de su bata, el bordado alegre de la camisa de campesino ruso y una cabeza magistral. La mirada fija y perdida del enfermo, del loco, la nariz colorada, el pelo y la barba disparados. Y un único rizo sobre su frente.
Repin escribió esta escena: "A pesar de las órdenes estrictas que le prohibían el coñac... Una enfermera consiguió una botella entera para celebrar el día de su santo. La sesión para el posado próximo se había fijado para el día siguiente pero cuando llegué a la hora convenida ya no encontré a Músorgski entre el mundo de los vivos".
El pintor rechazó el pago del cuadro y pidió que invirtieran aquella suma de dinero en el monumento conmemorativo a su amigo Músorgski. El encargo había sido realizado por Pavel Tretiakov (1832-1898), magnate textil y mecenas de las artes, quien, desde 1850 empieza a comprar retratos de las figuras sobresalientes de la cultura rusa creando una nueva manera de concebir una galería de retratos. Una suerte de museo dentro de otro museo. Es el nacimiento de la galería Tretiakov declarada en 1918 propiedad de la Unión Soviética.
La segunda parte del siglo XIX es el apogeo del retrato ruso, hasta entonces solo dedicado a representar a la nobleza. A partir de 1860 y 1870 se empieza a cuestionar la identidad del retratado, quién y por qué debía ser elegido en función de su peso y legado en la sociedad rusa. No es casual que en los años 1870 la psicología se considera una disciplina científica independiente. Así, el individuo se convertía en faro, en referente para la vida y la galería de retratos de Tretiakov en una suerte de iconostasio, aquel término de origen griego que significa "exposición de iconos" y que divide, en las iglesias ortodoxas, el altar de la nave: lo sagrado de lo humano. Tretiakov quería reunir en su galería de iconos a los intelectuales rusos: pensadores, escritores, músicos... Para definir a través de ellos un nuevo sentido de nación.
En el mismo año,1856, se inauguran dos grandes colecciones de retratos: la galería Tretiakov y la National Portrait Gallery de Londres. Ambas celebran ahora su 160 aniversario con el intercambio de sus colecciones. Hasta Rusia ha viajado el retrato de Shakespeare escoltado, entre otros, por el de Byron: serán las estrellas de la exposición, De Isabel a Victoria. Y hasta Londres han llegado algo más de dos decenas de retratos de los cuales 22 no habían salido nunca de Rusia.
La exposición de la National Portrait Gallery se inaugura y se clausura con el retrato de dos grandes coleccionistas moscovitas: Tretiakov y Morozov. En este país los círculos liberales e intelectuales eran muy influyentes, las grandes familias de comerciantes asignaban importantes cantidades de su fortuna al apoyo a las artes. A diferencia de Nueva York o París, el dinero no era suficiente para ser admitido en las élites culturales, en la Rusia de finales de siglo existía una ética que vinculaba la fortuna al patrocinio artístico. Ilia Repin pinta a su amigo Pavel Tretiakov en 1901. Es un hombre menudo, de perfil difuminado y mano frágil. Está de pie y su figura en negro parece solo una excusa para presentar a su alrededor los cientos de obras que ya entonces colgaban en su galería. Cuando, en 1892, Tretiakov cede su colección a Moscú ésta contaba con 1.276 cuadros.
Ilia Repin, Pavel Tretiakov, 1901.
El cierre de esta exposición es también, como en el caso de Tretiakov, un único cuadro sobre pared oscura, y un único hombre y su pasión por la pintura. El retrato de Ivan Morozov (1910) por Vasily Serov entra de golpe en las vanguardias. Lleno de colorido y fuerza, el magnate de las fábricas de Moscú, es un contrapunto entre el peso en negro de este hombre grande de mirada segura y vividora que enseña el oro de sus gemelos, de su sortija y de su reloj, frente a la fiesta de colores del Matisse que acaba de comprar y que Serov pinta detrás en un diálogo o, más bien, en una pelea por el protagonismo de ambos: el trazo negro, tan característico de Matisse, parece salirse del bodegón Frutas y bronce para formar la silueta del ruso. Morozov se dedicó a la compra de pintura moderna francesa. Su colección, con cinco Monet, cinco Van Gogh, seis Renoir, 11 Gaugin, 18 Cézanne y 11 Matisse entre otros, fue nacionalizada después de la Revolución y dividida entre el Hermitage y el museo Pushkin de Moscú.
Valentín Serov, Iván Morozov, 1910.
La exposición de Londres está organizada en tres salas, divididas en paredes temáticas, teatro, música, mecenazgo... Una de ellas responde al título: Tres grandes novelistas. Es un estudio de tres miradas, tres actitudes: Dostoyevski, Tolstói y Turguénev. El retrato de Fiódor Dostoyevski (1872) por Vasily Perov es el único realizado en vida del escritor y es un retrato terrible: un reflejo demasiado real del pueblo ruso, sufriente y oprimido. Tiene una carga excesiva en ese abrigo grande y demasiado pesado para los hombros encorvados del escritor de perfil, una mirada tan vacía y perdida en el último rincón del cuadro que preferimos dirigirnos hasta sus manos, las únicas iluminadas junto a su frente. Descubrimos entonces que la tensión entre la destrucción y la creación en el escritor se condensa en esos dedos que parecen ser muchos más que diez y que están apretados de miedo por una cabeza que acaba de escribir Crimen y Castigo y El Idiota. Dostoyevski fue víctima de la crueldad del reinado de Nicolás I. A los 28 años fue arrestado y condenado a muerte. Ya en el paredón una orden del zar conmutó la pena.
Esta falsa ejecución oscureció para siempre una parte de la cabeza del escritor que fue deportado durante los cuatro años siguientes a trabajos forzados en Siberia.
Vasily Perov, Fiódor Dostoyevski, 1872.
A su lado, Nikolai Ge pinta en 1884 a León Tolstói que trabaja concentrado en su escritorio de Moscú, con su pisapapeles dorado y su mano derecha gigantesca que corre por cientos de folios en los que está volcando su Confesión. Es el final de su vida y parece necesitar desordenarlo todo para encontrar la verdad: "Todo se volvió claro para mí, y yo estaba contento y en paz. Entonces fue como si alguien me dijera: “Atención, acuérdate”. Y me desperté". Sin embargo, el retrato de Iván Tuguénev por Repin, que ya en 1874 defraudó a Tretiakov, desconcierta por su frialdad despectiva y desafiante.
Nikolai Ge, León Tolstói, 1884.
Habría, sin duda, otras miradas de esta exposición. Como el estudio de las fisionomías: desde el retrato de Alexander Ostrovsky, ese robusto eslavo de cara ancha, a la imagen espectral de Vladimir Dal. También el estudio de los trajes: desde los paños densos, color de lodo de los abrigos rusos, al elegante retrato de la Baronesa Varvara Iksul von Hildenbandt cuyo sombrero cónico y sofisticadísimo parece haberse escapado de Vogue, la otra exposición, estos días, en este mismo museo.
Ilia Repin, Baronesa Varvara Ikskul von Hildenbant, 1889.
Merecería un capítulo aparte el repaso de los grandes pintores rusos tan desaparecidos de nuestros manuales de arte. También el de las colecciones de arte privadas diseminadas misteriosamente en la historia de Rusia después de 1917: ¿Por qué sabemos tan poco de pintores como Repin, Serov o el neurasténico Mikhail Vrubel cuyos lienzos fracturados daban muestra de ese mundo que él veía a través un prisma distinto? ¿Por qué, sin embargo, se hace de nuevo la luz con las vanguardias y conocemos más de cerca a Malevich o Kandisnky?
Elegimos cerrar con una pareja de retratos: Nikolai Gumilev (1909) y Anna Ajmátova (1914) ambos pintados por Olga Della-Vos-Kardovskaia. Es un cierre brutal. Este matrimonio resume detrás de su belleza y juventud, el horror de las vidas en Rusia. Gumilev recuerda al conde de Montesquiou en el cuadro de Boldini: el dandismo de su figura esbelta, la ralla perfecta del pelo, el sombrero de Panamá y una mano delgada que ajusta una margarita en el ojal de su solapa. El poeta y marido de Ajmátova fue fusilado en 1921. Lev, hijo de ambos, paso largos periodos en la cárcel y años en campos de trabajo. Su amigo Mandelstam muere también en los campos. El retrato de Ajmátova, a sus 26 años, "esa reina trágica" como la definiría Isaiah Berlin conserva toda la elegancia en ese perfil dibujado hasta 16 veces por Modigliani. Ajmátova, la gran poeta rusa del siglo XX, empeñada en poner voz al terror estalinista tardará aún 29 años en escribir Réquiem, cuyo En vez de prólogo lo explica todo: "Diecisiete años pasé haciendo cola a las puertas de la cárcel en Leningrado... Un día alguien me reconoció. Detrás de mí, una mujer -los labios morados de frío- que nunca había oído mi nombre salió del acorchamiento en que todos estábamos y me preguntó al oído:
-¿Y usted puede dar cuenta de esto?
Yo le dije:
-Puedo.
Y entonces algo como una sonrisa asomó a lo que había sido su rostro".
Como en esta misa de difuntos de Ajmátova, nosotros también hemos podido vislumbrar algo de la historia de Rusia, tan cerrada, a través de los cuadros de esta exposición.
Rusia y las Artes: La época de Tolstói y Chaikovski. National Portrait Gallery Londres, St. Martin's Pl Comisaria: Rosalind P. Blakesley Hasta el 26 de Junio.
Olga Della-Vos-Kardovskaia, Anna Ajmátova, 1914.
- De Músorgski a Ajmátova: Cuadros de una exposición - - Página principal: Alejandra de Argos -
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- Escrito por Maira Herrero
La historia de Versalles es larga y complicada, y ha sido escrita con todo detalle desde 1624, cuando Luis XIII construyó el primer palacio. Pero no es hasta el reinado de su hijo, Luis XIV cuando el palacio se convierte en el centro de atención del mundo entero. En 1661 Charles Le Brun (1619-1690) recibe el primer encargo de Luis XIV, Alejandro y la familia de Darío y, a partir de ese momento su carrera artística será imparable. Tres años más tarde de esta primera obra fue nombrado pintor real y Chancelier de la Academia de Pintura y Escultura de París y responsable de crear la imagen artística del nuevo orden social de un monarca absoluto.
Charles Le Brun. Louis XIV. Musée du Louvre
La historia de Versalles es larga y complicada, y ha sido escrita con todo detalle desde 1624, cuando Luis XIII construyó el primer palacio. Pero no es hasta el reinado de su hijo, Luis XIV cuando el palacio se convierte en el centro de atención del mundo entero.
En 1661 Charles Le Brun(1619-1690) recibe el primer encargo de Luis XIV, Alejandro y la familia de Darío y, a partir de ese momento su carrera artística será imparable. Tres años más tarde de esta primera obra fue nombrado pintor real y Chancelier de la Academia de Pintura y Escultura de París y responsable de crear la imagen artística del nuevo orden social de un monarca absoluto.
Le Brun ya había sido reconocido oficialmente cuando Nicolás Fouquet ministro de finanzas del rey, le encargó la decoración de su Palacio de Vaux-Le-Vicomte (1656 -1661), y unos años antes el cardenal Richelieu le puso bajo su protección confiándole la decoración de su residencia.
Su capacidad de trabajo, sus conocimientos en todas las ramas artísticas, su maestría como organizador y sus habilidades sociales, le convirtieron en el artista favorito de políticos y aristócratas. Creó un estilo y un gusto que se convirtieron en referente para toda Europa. Luis II de Baviera, un siglo más tarde, quiso replicar Versalles en la Isla de Herrenchiemsee, aunque finalmente, por falta de fondos, solo copió la gran escalera.
Le Brun supo rodearse de excelentes pintores, escultores, grabadores y artesanos para complacer a un monarca necesitado de contar “su historia” a través de las Bellas Artes. El arte se puso al servicio de la gloria de Francia, y el Palacio de Versalles fue la culminación del reinado de Luis XIV y símbolo, como el mismo dijo, de su grandeza.
Les reines de Perse aux pieds d'Alexandre dit aussi la tente de Darius Château de Versaillest
Durante los primeros años de la década de 1660 el Rey había concentrado su interés en finalizar las obras del palacio del Louvre pero pronto se cansó, y el proyecto de convertir Versalles en el centro del mundo fue su objetivo prioritario. Le Vau, Le Nôtre y Le Brun fueron los artífices del conjunto del proyecto. Pero por muy importante que fuera la arquitectura y los jardines de Versalles, donde Luis XIV volcó sus mayores atenciones fue en su interior. Allí quiso plasmar toda la complejidad de la etiqueta y de la grandeza real buscando la admiración de amigos y enemigos.
Esta exposición supone una gran oportunidad para acercarse a la complejidad del trabajo que se escondía detrás del esplendor decorativo de Versalles. La Fundación Caixa Fórum en colaboración con el Museo del Louvre ha reunido algunos de los dibujos preparatorios sobre cartón de dos de las estancias más representativas del Palacio de Versalles, La Gran Escalera o Escalare des Ambassadeurs y La Galería de los Espejos.
Charles Le Brun, Las diferentes naciones de Asia, lápiz negro, tiza blanca y sanguina sobre papel, 1,680 m x 2,350 m, Museo del Louvre
La Escalera de los Embajadores era el espacio que conducía a los aposentos reales y desde ahí, a la galería de los espejos. La decoración de este complicado espacio, estrecho y con escasa luz, únicamente cenital, obra del arquitecto Louis Le Vau supuso un reto muy importante para Le Brun quien utilizó todo su ingenio para convertirlo en el primer espacio de representación real, consiguiendo simular una amplitud y grandiosidad que no se correspondía con sus proporciones reales. Su diseño se remonta a 1674, momento de máximo apogeo del pintor, que supo combinar con gran habilidad realidad y ficción. Las pinturas que aparecían en las paredes representaban las celebraciones en honor del Luis XIV conmemorando sus hazañas militares. Desgraciadamente, en 1752 durante el reinado de Luis XV, La Gran Escalera fue destruida, y hoy conocemos su diseño original gracias a los grabados conservados en el Museo del Louvre y expuestos estos días en La Caixa, en una gran vitrina frente a una reproducción de la escalera. Estos grabados fueron un encargo del monarca que quiso utilizarlos como medio de difusión de las grandes empresas reales. Una parte de los grabados que aquí se exponen, las ocho planchas relativas a las pinturas del techo, fueron obra de Étienne Baudet A partir de este encargo los grabados se sucedieron y gracias a todos ellos hoy conocemos de primera mano la imagen de La Gran Escalera.
El programa iconográfico de este espacio está cuidado hasta el último detalle. En los paramentos verticales se combinan, con la arquitectura y los zócalos de mármol, las pinturas de Le Brun que consiguieron dotar de un realismo sorprendente a todo el conjunto. En los laterales de La Escalera estaban representadas las naciones de los cuatro continentes, y en el techo aparecían figuras alegóricas, encarnación cada una de ellas de una idea. Calíope es la musa de la poesía heroica, Melpómene es la diosa de la tragedia y, Fama e Historia aparecen como instrumentos de propagación del poder real. Es la gran representación de la monarquía absoluta, con un liturgia tan grandiosa que recordaba a tiempos pretéritos.
Details Part of the ceilling of the Hall of Mirrors in the Palace of Versailles
Los dibujos expuestos en las primeras salas corresponden unas veces a zonas enteras de La Escalera y otras, a detalles decorativos que ponen en valor la minuciosidad del trabajo y la escala monumental que requirió el diseño de estos dibujos preparatorios. Las correcciones y titubeos que se observan en algunos de ellos, sirven para comprender mejor la complejidad del diseño en un espacio tan enrevesado, así como los caprichos del comitente.
La segunda parte de la exposición está dedicada a La Gran Galería o Galería de los Espejos. Posiblemente uno de los aspectos más significativos de este espacio fue la ruptura iconográfica imperante hasta el momento, las imágenes mitológicas que evocan la figura del rey desaparecen y ahora es el propio rey el que aparece representado sin disfraz simbólico alguno poniéndolo al mismo nivel que las divinidades que hasta ahora le representaban, Apolo, Hércules, Alejandro, etc. Las figuras que dibuja Le Brun son de una gran visualidad y su maestría como dibujante ensalzan con suma naturalidad la majestad real. Las pinturas cuentan las hazañas bélicas de Luis XIV, en los paneles centrales aparecen escenas de la Guerra contra Holanda, y en los espacios menores diferentes acontecimientos de su reinado.
Le Brun, Las diferentes naciones de Asia, lápiz negro, tiza blanca y sanguina sobre papel, 1,680 m x 2,350 m, Museo del Louvre
El Paso del Rin en presencia de los enemigos, unos de los episodios más importantes del reinado, ocupan un lugar principal en el techo de la galería. Los cartones preparatorios sobre el Paso del Rin que hoy podemos ver en la muestra son la primera vez que se exponen en público, pues hasta 1990 se conservaron enrollados en los fondos del Museo del Louvre, y tras una mínima restauración en el taller de papel del Louvre en 2015, los dibujos quedaron listos para su exhibición. Su estado es prácticamente el mismo que tenían cuando salieron del estudio del pintor, pues a su muerte el Rey requisó toda su obra y pasó a formar parte de las colecciones reales y de ahí a los fondos del Museo del Louvre.
Esta exposición adquiere un doble interés pues, además de poder conocer un número importante de los dibujos originales de Le Brun, de grabados de Baudet y de Charles Simonneau, también el visitante tiene la oportunidad de adentrarse en las técnicas de transferencia de los cartones a las paredes y los techos, en la importancia del soporte de papel y en el complicado proceso que se llevó a cabo para conseguir la admiración del mundo entero. Cuando estos dibujos regresen a París volverán a la oscuridad para que no pierdan la frescura con la que estos días se pueden ver en Caixa Forum.
Caixa Fórum Madrid
HASTA EL 21 DE JUNIO DE 2016
- Charles Le Brun. Dibujar Versalles - - Página principal: Alejandra de Argos -
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- Escrito por Marina Valcárcel
Hay unos pocos artistas y escritores en la historia occidental cuya referencia constante y legado en las generaciones posteriores, lejos de agotar su caudal, más bien su torrente en lo que se refiere a la capacidad de transmitir o contagiar fuentes de inspiración, lo han fortalecido y multiplicado de manera incesante. Se nos ocurren solo unos nombres: Shakespeare, Goethe o Picasso... En este Olimpo muchas veces está también Eugène Delacroix (1798-1863). Por su técnica pictórica pero también por su temperamento, su genio y por su Diario publicado en tres volúmenes, entre 1893 y 1895. A finales del siglo XIX, Paul Signac, discípulo de Georges Seurat, hace una de las afirmaciones más rotundas en la valoración de Delacroix considerándole la única y más importante figura de la pintura moderna. Eso es un atrevimiento en el país de Ingres y Monet.
Eugène Delacroix, La caza del León (detalle). 1861
Hay unos pocos artistas y escritores en la historia occidental cuya referencia constante y legado en las generaciones posteriores, lejos de agotar su caudal, más bien su torrente en lo que se refiere a la capacidad de transmitir o contagiar fuentes de inspiración, lo han fortalecido y multiplicado de manera incesante. Se nos ocurren solo unos nombres: Shakespeare, Goethe o Picasso... En este Olimpo muchas veces está también Eugène Delacroix (1798-1863). Por su técnica pictórica pero también por su temperamento, su genio y por su Diario publicado en tres volúmenes, entre 1893 y 1895. A finales del siglo XIX, Paul Signac, discípulo de Georges Seurat, hace una de las afirmaciones más rotundas en la valoración de Delacroix considerándole la única y más importante figura de la pintura moderna. Eso es un atrevimiento en el país de Ingres y Monet.
Estos días podemos contrastar las palabras de Signac en la National Gallery de Londres, Delacroix: El despertar de la pintura moderna, es una exposición, la más importante de los últimos 50 años en Gran Bretaña sobre el pintor, en la que sus cuadros mantienen emocionantes diálogos con sus otros compañeros de sala: Van Gogh, Matisse, Cézanne, Gaugin, Kandisnky...
Eugène Delacroix, Autorretrato, hacia 1837.
En un artículo de 1858, Théophile Silvestre lo define así: "Tiene un sol en la cabeza y un huracán en el corazón; durante 40 años ha tocado todas las teclas de la pasión humana; grandioso, terrible o tranquilo, el pincel fue de los santos a los guerreros, de los guerreros a los amantes, de los amantes a los tigres y de los tigres a las flores". De esta manera, las salas bajo tierra de la Sainsbury Wing de la National Gallery van saltando por los grandes temas del pintor francés: Marruecos, la caza, la deuda a Rubens, las flores, los cuadros narrativos, los religiosos... Y un único hilo conductor: el color. El color y, sobre todo, su pincelada.
Eugène Delacroix, Naufragio en la costa. 1862.
La teoría del arte en Francia había dividido, a lo largo del siglo XVII, en una particular litigio, la pintura entre Poussin y Rubens. El dibujo frente al color volvían a encontrarse en la batalla esta vez en el Salón de 1824: Ingres representaba el dibujo y a su idolatrado Rafael con El voto de Luis XIII, mientras que Delacroix se convertía en un huracán mucho más violento que Rubens avanzando hacia el romanticismo y hacia el color con su Masacre de Chios.
Walter Friedlaender, en su ensayo De David a Delacroix, narra una escena llena de ingenio cuando Bernini, refiriéndose a Poussin, le describe como: "Ese pintor que trabaja desde aquí", señalándose a la frente. Poussin y Delacroix aparentemente enemigos en su camino por la pintura, estaban llenos de afinidades, entre otras, la confianza de ambos en la teoría. Delacroix es un gran teórico de la pintura. Dominándola hasta parecer que todo lo que salía de su paleta no lo hacía del trabajo incesante: pintaba 12 horas al día, su pincel corría por los lienzos mientras uno de sus amigos le leía El Infierno de Dante. Eran pruebas y errores, estudios y centenares de bocetos, llegó a hacer hasta seis versiones de Cristo en el mar de Galilea. Él quería que su pintura pareciera solo surgir de la rabia y la locura, de la búsqueda y la pasión. De la soltura del genio.
"El primer deber de la pintura es que sea una fiesta para el ojo", dijo el pintor francés. Delacroix pretendía, por encima de todo, que la mirada del espectador se clavara sin posibilidad de salida en sus lienzos, a veces inmensos como el Sardanápalo, otras veces de dimensiones discretas, como la desgarradora Crucifixión de esta muestra. Para ello se inventa las composiciones más barrocas, más demenciales, los cuerpos más retorcidos, los gestos más terribles, los desequilibrios más exagerados, los paisajes brillantes y las noches infinitas, las Pasiones de Cristo y las otras pasiones, los bodegones de caza en los que se mezclan liebres con langostas, los tigres y las contorsiones de las bailarinas en Tánger. Fue, además, uno de los mejores pintores que reflejaron la superficie del agua, el mar, y también las lágrimas.
Eugène Delacroix, Crucifixión, 1853.
Vincent Van Gogh, Pietá, 1889
Delacroix es la paradoja del romanticismo. Dice Baudelaire: "Estaba pasionalmente enamorado de la pasión y fríamente determinado a encontrar aquellos medios que le permitieran expresar esa pasión de la manera más visible". Pero por encima de todo hay algo que le conduce directamente a ese despertar de las vanguardias del fin de siglo en cientos de perspectivas: el uso del color.
Entre 1824 y 1832 ocurren dos hechos que marcan la pintura de Delacroix: el contacto con la pintura inglesa y su viaje a Marruecos. En el salón de 1824, Delacroix se queda absorto delante de los tres grandes paisajes de Constable. Le desconciertan la fuerza y la frescura del verde de la hierba propuesta a través de una aplicación distinta del color. Esta intensidad se conseguía colocando diferentes tonos de verde, uno al lado del otro, en lugar de las tradicionales superficies monocromas. El color redoblaba así su potencia a base de ser fragmentado, separado en pinceladas cortas, nerviosas, dotadas de lenguaje propio, más vivo y brillante. Mucho más real. El viaje a Marruecos de 1832 supone la confrontación del pintor a una luz y unos colores distintos a los que había visto en París. Siendo consciente de la libertad que ofrece la acuarela, traduce su experiencia norteafricana en cuadernos de viaje que llena de esbozos de paisajes de Tánger, de casas blancas en las que rebota la luz, de plantas mediterráneas y de trajes llenos de brillos alegres. Una vez más el espíritu anglófilo que vive en Delacroix sale a la superficie. No es solo la literatura de sus admirados Lord Byron y Walter Scott, cuyas historias llenan sus cuadros, también lo hace en la pintura: Turner y la técnica de la acuarela heredada de Bonington.
Cézanne, La apoteosis de Delacroix, 1890-4
La imagen del cartel de esta exposición recoge el mensaje de esta muestra. Es un detalle del cuadro La caza del león, del que solo vemos la cabeza del animal en una torsión absoluta, a punto de ser atravesado por una lanza. La mirada de la fiera clavada en la hoja metálica y las fauces abiertas en un aullido del que casi puede oírse el eco sordo que sale del cuadro, son solo un apoyo para que el pintor concentre toda la violencia, brutalidad y belleza en una única arma: la pincelada. La cabeza de este león está formada por hilos de pintura como si fueran llamas de fuego, abrasadoras pinceladas en ocres, oros y cremas superpuestas de las que va surgiendo la melena en torbellino de la fiera. El color llega al último término de la extravagancia. Quizás este, y poco más, sea el paso y al mismo tiempo, el comienzo de mucho de lo que viene después: fauvismo, impresionismo, puntillismo y de ahí hasta Van Gogh. "Todos pintamos como Delacroix", dijo Cézanne.
Hay en esta exposición parejas de cuadros, cuadros sueltos y momentos de belleza sobrecogedora. Están las Bañistas de Delacroix y también las de Cézanne. La pequeña Crucifixion de Delacroix que sale desde el suelo para meter la cabeza de Cristo dentro de un cielo de tormenta. Tiene al lado la Pietá de Van Gogh, con ese extraño Cristo pelirrojo, hecho de un nervio concéntrico. Hay también un Cristo en el mar de Galilea: Cristo duerme pacífico con esa horla de luz que enloqueció a Van Gogh y le llevó a imitarla en soles que atardecían sobre campos franceses. Las olas de este cuadro son uno de los golpes de la exposición.
Eugène Delacroix, Cristo en el mar de Galilea, 1853.
Vincent Van Gogh, Sembrador en el campo, Atardecer, 1888.
Toda la muestra está llena de referencias y paralelismos con otros escritores y artistas vinculados con Delacroix. Desde el cuadro inagural, Homenaje a Delacroix, de Henri Fantin-Latour, hasta una sala dedicada solo a los cuadros de flores, presidida por un cesto de flores y frutas de Delacroix, en la que entran en una alucinante competencia floral ascendente Cézanne, Courbet, Bazille, Renoir, Van Gogh... Según la leyenda, Delacroix regaló su paleta a Fantin-Latour, y ésta es ciertamente asombrosa porque decenas de pequeñas manchas de color, ordenadas una al lado de la otra, conforman en si un cuadro de Delacroix: cada mancha es una sugerencia. Baudelaire escribió sobre ella: "Jamás he visto una paleta ordenada de manera tan minuciosa, parece un ramo de flores escogido con maestría".
En 1858, ya al final de su vida, Delacroix alquila una nueva casa en el barrio de Saint-Germain-des-Prés para estar cerca de la Iglesia de San Sulpicio donde pinta su descomunal Jacob y el ángel. Allí, en el número 6 de la Plaza Fürstenberg, invierte toda su ilusión en la decoración de la fachada de su estudio que diseña con una enorme cristalera bordeada con moldes de bajorrelieves clásicos que encarga en el Louvre. De su estudio de techos altos sale una pequeña escalera, de la que él era el único beneficiario, a un pequeño jardín interior donde esta semana crecían los tulipanes. Hay algo distinto entre ese jardín monacal y la pequeña plaza que se ilumina por la noche con una única farola central de cinco globos de luz. Delacroix heredó por parte de madre, Victoire Oeben, la sangre, la sofisticación en el detalle y la paciencia de los mejores ebanistas franceses del siglo XVIII. Por parte de padre era posible hijo natural del príncipe de Talleyrand-Périgord.
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- Escrito por Marina Valcárcel
Quizás ésta no sea una crítica de arte al uso, surge en los días finales de una exposición, de lo que quedará tras ella, de su huella. La retrospectiva de Anselm Kiefer en el Pompidou se cerrará en unas semanas, dejando atrás sus 150 cuadros monumentales, sus 40 vitrinas y una pregunta en el aire: ¿Qué queda después de Kiefer? No parece fácil que el panorama artístico de los próximos años pueda equiparar el impacto que dejará esta exposición. La densidad de esta pintura de nube de ceniza ha quedado suspendida en el sexto piso del museo donde habita y flota sobre el cielo de París. Las paredes del Pompidou parecen forzadas a abrirse en salas distintas para acoger cuadros descomunales de interiores de arquitecturas totalitarias, claustrofóbicas, de bosques nevados cuajados de manchas de sangre, caminos que avanzan a través de serpientes y nombres de la batallas.
Der Morgenthau Plan (El plan Morgenthau), 2014
Quizás ésta no sea una crítica de arte al uso, surge en los días finales de una exposición, de lo que quedará tras ella, de su huella. La retrospectiva de Anselm Kiefer en el Pompidou se cerrará en unas semanas, dejando atrás sus 150 cuadros monumentales, sus 40 vitrinas y una pregunta en el aire: ¿Qué queda después de Kiefer?
No parece fácil que el panorama artístico de los próximos años pueda equiparar el impacto que dejará esta exposición. La densidad de esta pintura de nube de ceniza ha quedado suspendida en el sexto piso del museo donde habita y flota sobre el cielo de París.
Las paredes del Pompidou parecen forzadas a abrirse en salas distintas para acoger cuadros descomunales de interiores de arquitecturas totalitarias, claustrofóbicas, de bosques nevados cuajados de manchas de sangre, caminos que avanzan a través de serpientes y nombres de la batallas: Teutoburgo, Varus... También de sus paisajes, campos áridos, divididos en surcos abigarrados, como si fueran las vías del tren que avanzan hacia los hornos crematorios y que convergen en un punto de fuga hacia un horizonte aplastado y un cielo que no existe. Es la denuncia del artista alemán que quiere hacer ruido en un mundo de silencio.
Varus, 1976.
Anselm Kiefer nace en mayo de 1945, en Donaueschingen, parte de la futura República Federal de Alemania, y pertenece a esa segunda generación de alemanes que crece sin referencias o recuerdos de lo que fue el régimen nazi. Son años en los que las autoridades del país anestesian a la población tratando de evitar cualquier sentimiento de responsabilidad o culpa en el Holocausto y echan por encima de la tradición alemana y del pasado nazi una capa de carbón que anule la memoria. Kiefer nace después de Auschwitz pero quiere vivir con Auschwitz. Por eso, a partir de 1970, su obra se convierte en lo que Daniel Arasse llama "un teatro para la memoria": rescatar, estructurar y presentar la identidad alemana. Desde ese momento la factoría mental de Kiefer se pone en marcha para elaborar una versión contemporánea de la pintura de historia.
Estos días el techo blanco del Pompidou parece más bajo que en otras ocasiones, empujado por el límite superior de los cuadros, y por el suelo de hormigón que hace que la luz, exclusivamente artificial, rebote en un color de plomo. Hasta la sala de las vitrinas tiene mucho de sofocante, apretadas unas contra otras como si pertenecieran a un viejo museo de ciencias naturales. Las vitrinas nacen de los objetos que acumula Kiefer en lo que él llama las catacumbas de su estudio en Barjac: objetos a la espera de ser convertidos en mensaje: trozos de arcilla, bobinas de películas calcinadas, antiguas máquinas de escribir, fósiles, alambres retorcidos y flores secas. Nada se tira, todos los materiales tienen vida, todo se recicla en otro cuadro, en otra escultura.
Saturn-Zeit (Tiempo de Saturno), 2015.
Kiefer excita la curiosidad sensorial. Y lo hace también desde tu técnica pictórica, desde la elección de los materiales a la estratificación en capas y capas de distintos materiales de vida sobre un cuadro hecho en un tiempo indefinido: "Mis cuadros se podrían comparar con el Talmud, en los comentarios sobre los comentarios, en la sedimentación sobre la sedimentación. Si hiciéramos un agujero en el lienzo, veríamos toda la historia del cuadro en la verticalidad", dice Kiefer, quien nos interpela a través de la materia, del color y del estado de sus cuadros. A partir de los años 90 sus obras, engullidas por la materia, son mucho más que una imagen. Son, más bien, un viaje por unas superficies muy espesas, rugosas, ásperas que invitan a nuestros sentidos desconcertados a familiarizarse y tocar lo desconocido, a palpar, a arañar, casi a oler.
Los cuadros de Anselm Kiefer no son fáciles de abordar, el espectador ha de dominar la distancia que imponen, alejarse y encontrarse con esas dimensiones distintas. Las obras de Kiefer adquieren desde 1980 un tamaño titánico quizás porque la historia es una construcción que no se digiere tan fácilmente. Toda obra de Kiefer produce un golpe. Y ese golpe inicial está relacionado con el mundo de las sensaciones no solo el de las dimensiones. En una división arbitraria de la filosofía estética, Kiefer pertenecería al mundo de lo sublime más que al mundo de lo bello. La obra del pintor alemán asalta al espectador, le obliga a posicionarse, le contagia de inquietud, de perplejidad, también de curiosidad. En este sentido Kiefer impone las mismas barreras que levantaría un romántico alemán. Sentimos la inmensidad, lo inabarcable que producen los Nibelungos de Wagner, la tragedia. También nos lleva hasta la soledad, la duda, y la misma pregunta que lanza el personaje de espaldas de Caspar David Friedrich, ese hombre vestido con casaca negra y apoyado en el bastón frente a las montañas: El caminante sobre el mar de nubes, (1818).
Anselm Kiefer es un artista total: pintor, escultor, creador de espacios pero también, y sobre todo, es un artesano: herrero, minero, carpintero, un paisajista que convive con un discurso interior muy denso: "Mi biografía es la biografía de Alemania", pero también, y además, es la historia la de los judíos, la Shoah, la Cábala, el Cantar de los Cantares, los mitos germánicos, la alquimia y la visión cósmica de Robert Fludd: cada astro tiene su correspondencia en una flor. Y los libros, su biblioteca: Heidegger, Walter Benjamin, Hölderlin y un poco más lejos Ingeborg Bachmann y después Paul Celan. Y después de Paul Celan, más Paul Celan. Paul Celan habita muy hondo, desde 1980 en los cuadros de Kiefer. Son un pintor alemán que reivindica la historia de su país a través del Holocausto y que siempre quiso ser poeta, frente al gran poeta rumano-judío, de la segunda parte del siglo XX, que decidió escribir la poesía que le quemaba por dentro en alemán, la lengua de sus verdugos.
¿Es posible escribir poesía después de Auschwitz? Pregunta Theodor Adorno. Quizás solo quepa el silencio. Pero si se adopta el camino de no callar, si se quiere seguir denunciando en alemán, es precisó refundar esa lengua. Por eso Paul Celan utiliza un lenguaje hermético. Y así, de esta unión entre poeta y pintor van surgiendo palabras sueltas que habitan en los cuadros, versos enteros escritos por la caligrafía redonda de Kiefer que salen de los cielos negros. Y muchos títulos: "Para Paul Celan: flor de ceniza". Porque las flores y Paul Celan se unen en varios momentos de la obra de Kiefer.
Für Paul Celan: Aschenblume (Para Paul Celan: Flor de Ceniza), 2006.
Margarethe, es un cuadro de 1981 inspirando en el poema "Fuga de la muerte" de Celan. Kiefer pinta, o pega, o grita extrañas flores hechas de briznas de paja que salen de un suelo negro como si fueran rayos que terminan en una llama de pintura rosa. Son los personajes de Margarethe, representando al pueblo alemán con sus trenzas doradas de paja, frente a Sulamit, imagen del pueblo judío con su pelo de ceniza. Los iconos de la poesía de Celan se transmiten también a través de los materiales: la paja, la ceniza, el pelo, la arena... Como si fuera la transfusión de la palabra escrita en la capa de la pintura del cuadro.
Margarethe, 1981.
Avanzamos por el Pompidou. De pronto, sin solución de continuidad, se abre ante nosotros una sala distinta, despejada, ligera, llena de luz, de color, creemos de alegría. Son solo cuatro cuadros de flores de gran formato. ¿Por qué pinta flores Anselm Kiefer? ¿Por qué empieza a plantar campos de girasoles en Barjac? ¿Por qué los girasoles empiezan poco a poco a invadir sus cuadros y sus esculturas?. Kiefer utiliza una vez más la pintura para interpelar a la historia. Hacia el año 2010 el artista vuelve sobre un hecho relacionado con el final de la segunda guerra mundial, el plan Morgenthau. Con el fin de impedir que Alemania, tras la guerra, siguiera desarrollando un programa de industria pesada y pudiera rearmarse, el secretario americano del tesoro, Henry Morgentau, propone a las autoridades internacionales un plan radical consistente en transformar Alemania en un país principalmente agrícola. Kiefer imagina la aplicación de este plan pintando cuadros invadidos por tapices de flores de colores, se deja llevar por la belleza, llena los lienzos de espesas capas de acrílico de la que surgen formas blandas de color que nos recuerdan la devoción del artista por la pintura de Van Gogh. Es Der Morgenthau Plan, de 2014.
Der Morgenthau Plan (El plan Morgenthau), 2014.
En la pared de enfrente está Lilith (1987-1900). Desde su viaje en 1984 a Israel, los cuadros de Kiefer se llenan de influencias de la Cábala desarrollada en el siglo XVI por Isaac Louria, de la Biblia y de varios textos rabínicos. Lilith es la primera mujer de Adán en la mitología judía, sustituida por Eva, encarna la envidia, los celos y la voluntad de venganza. Es la serpiente. El cuadro, basado en São Paulo, representa una ciudad apocalíptica teñida por la ceniza. En el centro cuelga una mecha de pelo negro que simboliza a Lilith. El resto del cuadro aparece cuajado de flores que salen del lienzo hacia nosotros, son varas secas de amapolas. De nuevo flores y de nuevo Paul Celan. Uno de sus primeros poemarios, Amapola y memoria, gira entorno a la amapola o adormidera, símbolo del olvido y, a la memoria.
Lilith, 1987-1990.
Según las Escrituras todos los cuerpos enterrados en Israel resucitaran. Los sabios del judaísmo dicen que la tierra de Israel tiene el poder de expiar, de perdonar los pecados. Paul Celan se suicidó a los 48 años en el Sena. Y su cuerpo está enterrado en Thiais, el cementerio de los pobres de París. Su lápida escueta, gris, igual a todas las demás está cubierta por pequeñas piedras. Es la manera en la que los judíos dejan señal de la visita a sus muertos, las flores pertenecen a la vida.
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