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- Escrito por Maira Herrero
Geumhyung Jeong es una artista coreana interdisciplinar que viene del mundo del teatro, la animación y la danza. Su entrada en el circuito del arte contemporáneo tal y como lo entendemos es relativamente reciente, y en apenas cinco años ha expuesto su trabajo y realizado sus performances en lugares como TATE Modern, Kunsthalle Basel, Hermès Foundation en Seúl o Delfina Foundation, Londres. Los temas que Jeong planeta en su trabajo resuenan perfectamente con los discursos candentes en el arte contemporáneo hoy en día, pero lo hace desde una posición de outsider que le otorga un carácter ingenuo y genuino.
Spa & Beauty. Geumhyung Jeong. Galería The Ryder
Geumhyung Jeong es una artista coreana interdisciplinar que viene del mundo del teatro, la animación y la danza. Su entrada en el circuito del arte contemporáneo tal y como lo entendemos es relativamente reciente, y en apenas cinco años ha expuesto su trabajo y realizado sus performances en lugares como TATE Modern, Kunsthalle Basel, Hermès Foundation en Seúl o Delfina Foundation, Londres. Los temas que Jeong planeta en su trabajo resuenan perfectamente con los discursos candentes en el arte contemporáneo hoy en día, pero lo hace desde una posición de outsider que le otorga un carácter ingenuo y genuino.
Siendo una artista principalmente de performance, la muestra, que se presenta tanto en Londres como en Madrid, reflexiona acerca del propio concepto. Mientras que en Londres la muestra trabaja esta idea de performance sin ella, en Madrid presenta su instalación y performance Spa & Beauty.
Spa & Beauty. Geumhyung Jeong. Galería The Ryder
Spa & Beauty es un proyecto comisionado por la Tate Modern en el que la artista crea un spa ligeramente modificado, quizá con ese punto de inquiétante étrangeté del que Freud nos habla. La instalación se compone del mobiliario y objetos propio de un spa (una bañera, una camilla de masajes, cepillos, esponjas, ..), pero Jeong le da una vuelta de tuerca incluyendo extremidades de maniquís y vídeos de teletienda descargados de internet que proporcionan otros niveles de significado y que buscan hablar de una sociedad obsesionada con la apariencia física y el bienestar. La ironía con la que presenta la industria del bienestar no pasa desapercibida. Definiéndose como coleccionista, la artista nos presenta todos los objetos de su colección, objetos que suelen encontrarse en contacto directo con la piel o que aluden al cuerpo de modo explícito. Más allá de la crítica a la industria de la belleza, también existe un discurso en torno a lo humano y mecánico en su trabajo. Dos de los vídeos que conforman la muestran nos desvelan el proceso de producción de un cepillo, uno elaborado artesanalmente, el otro producido por una máquina.
Jeong define su performance de Spa & Beauty como 'demonstration', una palabra poco utilizada en este ámbito, pero muy reveladora ya que nos habla de una performance que busca acercarnos al trabajo de un spa. Tiene, por tanto, algo de teatral, en el sentido en que nos hace parte de una ficción y nosotros aceptamos la 'ilusión' de estar entrando realmente en un spa. En este sentido, es apropiado traer aquí la noción de simulacro de Baudrillard para hablar del modo en que el proyecto alude a una realidad común a todos, pero desde la simulación.
Spa & Beauty. Geumhyung Jeong. Galería The Ryder
La artista coreana es increíblemente versátil, cada proyecto brinda nuevos temas y recurre a estrategias de interpretación distintas. Por ejemplo, en su performance 7 Ways, presentada en Tate en 2017, deslumbraba su destreza a la hora de moverse en el escenario. Jeong interactuaba con objetos de su colección, pero en este caso no solo generaba la ilusión de que era ella quien movía los objetos, sino que éstos la movían a ella. En su performance RC Toy, presentada en Kunsthalle Basel este año, la artista crea unos robots a los que adhiere extremidades corporales. El resultado son unas criaturas medio hombre medio máquina con la que interactúa de forma claramente sexual. El mando de control que activa cada robot se encuentra en las partes erógenas de los otros robots de modo que se encuentran todos interconectados y activados por su presencia, en una especie de orgía con robots.
Apuesta rompedora de la Galería The Ryder que acaba de abrir sus puertas en Madrid como parte de un ambicioso proyecto en el que lleva trabajando desde hace más de cinco años en su sede de Londres.
- Spa & Beauty. Geumhyung Jeong. Galería The Ryder - - Alejandra de Argos -
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- Escrito por Marina Valcárcel
Esta exposición descarga sobre nosotros una tormenta de ideas. Es un desafío que nos lanza la Royal Academy y al que Gormley comparece con todas sus armas, desde todos sus frentes: con plomo, acero, agua de mar, algo de sangre de sus venas y un batallón de hombres de hierro, decenas de Gormleys soldados. Han sido cuatro años de realización en los que, para la colocación de cada pieza, se han hecho todas las combinaciones imaginables. También, en los que se ha sometido a la arquitectura del edificio al extremo de empujarla contra sus límites: paredes que sujetan pesos descomunales, salas clásicas que albergan piezas cuyo tamaño parece de otro mundo, el de Gulliver, que se expanden contra las puertas, contra las esquinas, al tiempo que, en la sala contigua, el suelo, convertido en estanque, se inunda de agua.
Subject (2018), Royal Academy of Arts, Londres.
Esta exposición descarga sobre nosotros una tormenta de ideas. Es un desafío que nos lanza la Royal Academy y al que Gormley comparece con todas sus armas, desde todos sus frentes: con plomo, acero, agua de mar, algo de sangre de sus venas y un batallón de hombres de hierro, decenas de Gormleys soldados. Han sido cuatro años de realización en los que, para la colocación de cada pieza, se han hecho todas las combinaciones imaginables. También, en los que se ha sometido a la arquitectura del edificio al extremo de empujarla contra sus límites: paredes que sujetan pesos descomunales, salas clásicas que albergan piezas cuyo tamaño parece de otro mundo, el de Gulliver, que se expanden contra las puertas, contra las esquinas, al tiempo que, en la sala contigua, el suelo, convertido en estanque, se inunda de agua.
Sin embargo, en esta tensión subyace, constante y denso como un hilo de luz, el discurso de Gormley. En ese sentido, esta no parece una retrospectiva convencional sino una declaración de principios del artista, quien desde el comienzo mantiene la continuidad de su pregunta incesante, inquietante, como un gong, una patada contra el metal y su obsesión por involucrarnos, zarandearnos, despertarnos: “El cuerpo es para mi un lugar más que un objeto: cuerpo “en” el espacio y cuerpo “como” espacio. Acompáñeme, cierre los ojos, mire en el interior de su cuerpo, en esa oscuridad en la que se pierden los límites del espacio, en la que adquirimos la infinitud del cosmos”. Esa es la clave, el grito de guerra de Antony Gormley.
El patio de la Royal Academy, con su fachada neoclásica, está presidido por la estatua de su primer presidente, Sir Joshua Reynolds. Estos días, el retratista promotor del “Gran estilo” en pintura, mira de soslayo un diminuto objeto a sus pies: Iron Baby (1999) es la escultura de un bebé, a tamaño natural, que descansa en el suelo como si fuera su cuna; está basada en la hija de Gormley a los seis días de nacer. El artista ha declarado: “Su densidad sugiere un potencial enérgico, como el de una pequeña bomba. La esculpí en hierro para que fuera como el núcleo de nuestro planeta”. Esta pieza-proyectil configura el tono de esta exposición.
Iron Baby (1999) Annenberg Courtyard, Royal Academy of Arts, Londres.
Antony Gormley nació en Londres en 1950, en una familia radical y católica: fue bautizado con un nombre cuyas iniciales conforman A.M.D.G., Ad maiorem Dei gloriam -A mayor gloria de Dios-, divisa de la compañía de Jesús: “Me llamo Antony Mark David Gormley y mi nombre no fue casual”. Desde los seis años debía cumplir con la norma estricta de la siesta: subía a su pequeño cuarto donde hacía calor, se tumbaba sin moverse, con los ojos cerrados, mientras la luz inundaba su cama sin piedad. En ese ambiente claustrofóbico se sentía prisionero en su jaula incandescente, él solo y sus ojos. Poco a poco empezó a concentrarse en ese espacio cerrado, opresivo y fue transformándolo en un lugar distinto: oscuro, fresco, en el que flotaba en un infinito profundo y azul. Sesenta años después es un escultor cuyo trabajo consiste en lidiar con el concepto de qué significa habitar en el cuerpo humano.
Gormley estudió con los benedictinos, viajó a Lourdes como voluntario y todo aquello dinamitó su fe católica. Después de graduarse en Cambridge, se unió a la ruta hippy, viajó por Turquía, Siria, Afganistán, hasta India: “el lugar donde las cosas empezaron a tener algo de sentido”. Pasó dos años estudiando budismo: “La pasión por la meditación me llevo a un lugar donde ya había estado de niño”.
La experiencia en India plantó la semilla de sus primeras esculturas. Sleeping place (1974) es la silueta de un hombre tumbado, replegado sobre si mismo, cubierto por una tela de hilo blanco. “Durante dos semanas deambulé por Calcuta. Las calles eran del ruido, las maletas, los atropellos, los puestos de comida en el suelo, los rickshaws... y en medio de todo aquello estaban esos cuerpos tumbados, inmóviles, tapados, no se sabía si vivos o muertos. Sleeping Place fue la manera de convertir la experiencia en objeto.
Sleeping place, (1974)
Desde 1981 Gormley trabaja con el cuerpo y elige el suyo como núcleo de todo. Durante los siguientes 15 años, Vicken Parsons, su mujer, cómplice y única asistente, envolvía con una malla de escayola el cuerpo desnudo del artista en distintas posturas, dejando solo al descubierto un orificio para la boca, después lo recortaba y lo liberaba de su estuche de yeso. Así surgió el sello artístico de Gormley, un ejército de hombres de hierro que hoy pueblan desde la costa inglesa hasta los tejados de Manhattan. Estas esculturas de "molde corporal” -de las que Lost Horizont I (2008) es la pieza para esta exposición con 24 figuras orientadas hacia puntos distintos en cada pared, suelo y techo, cuestionando la percepción de lo que está arriba y lo que está abajo- evolucionaron gracias a la puntera técnica de infrarrojos y a un programa informático hecho a su medida, que le sirve para llevar más lejos sus dimensiones y posturas, adentrándose aún más en la abstracción. Empezaron a surgir “hombres” cada vez más esquemáticos, cuyos huesos, músculos y piel se decodificaron en formas informáticas o industriales, píxeles físicos hechos de hierro oxidado, ladrillos de metal que como piezas de Lego conforman seres sin nombre, sin identidad. Son Slabworks (2019), en la sala 1.
Lost Horizon I (2008), Royal Academy of Arts, Londres.
Slabworks (2019), Royal Academy of Arts, Londres.
Antony Gormley acaba de cumplir 70 años; la Royal Academy corona aquí y así su trayectoria. Sin embargo, Gormley crece como escultor a cielo abierto, su obra tiene una fuerza amplificadora que punza, como agujas de acupuntura, paisajes urbanos y naturales: playas y desiertos, palacios italianos y chimeneas industriales inglesas... El escultor deja ahí sus hombres solitarios, como un bosque de preguntas, forzándonos a entender ese lugar de una manera ya distinta. En palabras de Simon Schama: “Son actores, no estatuas”.
Another Place (1997), Crosby Beach, Merseyside, Gran Bretaña.
Gormley también ha querido dar voz a quien no la tenía -One&Other (2009), en el cuarto pilar de Trafalgar Square involucró a 2.400 voluntarios- y Escultura para Derry Walls (1987) fue su vínculo con el conflicto de Irlanda del Norte. Figuras dobles con forma cruciforme, símbolo del cristianismo en hierro para aguantar el impacto de las balas, que se colocaron en los puntos de división entre protestantes y católicos: “Desde el momento en que las esculturas bajaban de las grúas, una muchedumbre de jóvenes se agolpó en torno a ellas, escupiéndolas. Un joven de mi equipo enarboló un martillo y salió corriendo hacia ellos con la velocidad del viento, siempre recordaré ese momento. Aquellas bandas quemaron nuestras esculturas, colgaron neumáticos de sus cuellos y las prendieron. A la mañana siguiente los restos de las llantas abrasadas parecían coronas de espinas”.
Escultura para Derry Walls (1987), Derry, Irlanda
La conexión con el espectador le ha llevado también a invitar a colaborar al público en la creación de su obra. Field (1990) es un océano de pequeñas figuras de barro hecho en tres semanas, por una familia de constructores de ladrillo, a las afueras de México D.F.: “Cada vez que he hecho Field, he utilizado gente y material local. Aquella vez les di unas instrucciones muy básicas: Cojan un trozo de barro, denle forma con sus manos, hagan dos incisiones para los ojos y vean en lo que se convierte, dejen que sea su forma, que sea única. ¿Qué surge, o mejor, qué se libera cuando brindas un objetivo común a un grupo de personas? El resultado es mágico”.
La primera vez que el escultor hizo Field, eran más de 1000 figuras, cuando hizo Field for the British Isles (1993), el ejército de pequeños hombres de barro superó los 40.000. “Traté ofrecer físicamente una voz aquellos que no la tienen. Yo crecí en los años 60, en un mundo ordenado en el que los ciudadanos fuimos poco a poco accediendo a los puestos de poder. Ese es el espíritu de Field, llenar un museo hasta su último milímetro. Que la experiencia agradable de estar en un museo se transforme al ser confrontados por esa mirada acusadora de millares de ojos que nos interpelan”, explica Gormley.
Field for the British Isles (1993) St Helens, Liverpool, Gran Bretaña.
En 1994 Gormley recibe el Premio Turner, su consagración y una pértiga directa al cielo para abordar sus obras de mayor envergadura. Angel of the North (1998) es un tótem de 20 metros y 200 toneladas de acero en forma de ángel. Sus alas desplegadas alcanzan las de un Jumbo. Su ubicación, a la salida de la A1, cerca de Gateshead, la convierte en una de las obras de arte más vistas del mundo.
Angel of the North (1998) Gateshead, Gran Bretaña.
El espíritu de estas obras vibra entre las 13 salas de la exposición a las que también acompañan los dibujos de Gormley que, como un Leonardo del siglo XXI, y teñidos de sangre, petróleo, tierra o aceite de linaza, demuestran la obsesión de un escultor por el dibujo. Son joyas que salen inmediatas y directas como flechas de las neuronas de su ingenio.
Mould (1981), Colección privada
Esta muestra es una coproducción entre espectador y creador. Las esculturas demandan nuestra participación física e imaginativa: debemos agacharnos, reptar y perdernos entre ellas. También resulta fascinante el juego con la escala, obras del tamaño de la palma de una mano y otras colosales. Clearing VII (2019), compuesta de kilómetros de tubos de aluminio enroscados trazando un arco entre el suelo y el techo y de pared a pared, es un “dibujo en el espacio” que envuelve al espectador. Para Host (2019) llena una sala de agua de mar y barro, evocando las profundidades de las que surgió la vida. Matrix III (2019) es una descomunal nube oscura de rejillas rectangulares de acero suspendidas del techo. Aunque algunas de sus nuevas piezas sean abstractas, su punto de referencia siempre es el cuerpo humano. Leonardo dibujó el Hombre de Vitrubio en 1490: "Vitrubio estableció en ocho cabezas la proporción del hombre, también que la distancia desde la barbilla hasta la frente debía medir lo mismo que la mano”, dice Gormley mientras avanza hasta la malla de Matrix III para demostrarlo.
Matrix III (2019), Royal Academy of Arts, Londres.
En estos días que todavía conservan algo de luz del verano, aún puede verse Sight, la instalación que Gormley ha hecho para la isla de Delos. Veintinueve de sus hombres de hierro defienden como centinelas contemporáneos esta roca flotante en mitad del Egeo, cuyo nombre significa “La Visible”, después de que Zeus la ofreciera a Leto, su amante mortal, para que diera a luz a Artemisa y Apolo. Hoy, 5.000 años después, surge por primera vez la intervención de un artista. Sus esculturas nos reciben desde puntos estratégicos: la orilla del mar, entre capiteles en el suelo rodeados de amapolas o como extrañas compañeras de los dioses en mármol de las salas del museo... mientras mantienen una conversación emocionante a través de los milenios. Según Martin Robertson, especialista británico en arqueología griega, fue en esta isla donde apareció una estatua de mármol a mediados del siglo VII a.C., que representa a una mujer y procede del santuario de Delos. En la falda de la figura una inscripción en verso nos dice que fue dedicada a Artemisa por Nicandre de Naxos. Es el comienzo de la escultura monumental en Grecia.
Sight, (2019), Isla de Delos
Pero Delos está también habitada por esculturas de Gormley que responden a ese otro canon abstracto, sus hombres pixelados, que se integran sorprendentemente en lo que queda de la arquitectura de la isla hoy: ruinas catalogadas en hileras de bloques de piedra por los arqueólogos. En este sentido es una correlación objetiva de la era digital, en la que la información nos llega en bits que reconstruimos para crear una imagen: “Ésa fue la idea originaria que coordinó la sintaxis de esta exposición, a partir de estos cuerpos decodificados, como sombras materiales de un cuerpo viviente”, dice el escultor.
Sight, (2019), Isla de Delos
Como David Hockney, Gormley pertenece a ese grupo de artistas que han entregado parte de su vida a la elaboración de un discurso sobre la Historia del Arte. Con la emoción de un actor de teatro inglés, el escultor recorre, en el documental de BBC How Art Began, las cuevas paleolíticas de Francia, España e Indonesia en busca del primer trazo del hombre y la contestación a una pregunta: ¿qué desencadenó en el homo sapiens la necesidad de dejar su huella impresa en el tiempo? Así, instalaciones como Sight o Still Standing (2011), en las colecciones clásicas del Hermitage, le han permitido confrontarnos con sus premisas utilizando el diálogo de su obra con la estatuaria clásica. Para Gormley, desde Grecia hasta el siglo XIX hubo un único discurso en escultura: la idealización del cuerpo humano. Hoy insiste en que es un tiempo distinto, su trabajo demanda la participación del espectador, sus cuerpos vacíos deben ser completados por nuestras sensaciones. Cave (2019), talismán de la Royal Academy, es una escultura a escala arquitectónica, un inmenso cuerpo transformado en cuevas geométricas con entrada y salida. Gormley aspira a que entremos en él y vivamos en el interior de su estómago, de sus extremidades a modo de túnel de luz o sintamos el frío y la angustia en el interior de la cabeza de este Hulk, reventado en cubos de acero contra el suelo. “Trato de otorgar el nuevo lenguaje de la modernidad al cuerpo, rechazado antes como algo clásico. Lo que quiero hacer es el cuerpo abstracto, el que responde al lenguaje de Malevich, Picasso... y de ahí hasta Donald Judd o Sol Lewitt”. Gormley y el pasado como propulsión de su escultura hacia el futuro, dos sensaciones que se funden en una sola victoria.
Antony Gormley
Royal Academy of Arts
Burlington House Piccadilly,
London W1J 0BD
Comisario: Martin Caiger-Smith
Hasta el 3 de diciembre 2019.
- Gormley en la Royal Academy, discurso en hierro - - Alejandra de Argos -
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- Escrito por Marina Valcárcel
2019: Año Rembrandt. El Rijksmuseum arranca el 350 aniversario de la muerte del genio con la exposición: Todos los Rembrandt. Esta conmemoración llegará en junio al Prado con: Velázquez, Rembrandt, Vermeer. Miradas afines en España y Holanda.
La galería central del Rijksmuseum no debe medir más de sesenta metros, porque, al cruzar su puerta batiente de cristales emplomados, nuestra mirada se queda ya agarrada de la mano que, iluminada por un rayo de luz, nos tiende el capitán Frans Banninck Cocq. Nos hace saltar junto a él al interior de su lienzo, donde está a punto de dar la orden para que arranque a desfilar por las calles de Amsterdam La ronda de noche.
2019: Año Rembrandt. El Rijksmuseum arranca el 350 aniversario de la muerte del genio con la exposición: Todos los Rembrandt. Esta conmemoración llegará en junio al Prado con: Velázquez, Rembrandt, Vermeer. Miradas afines en España y Holanda.
La galería central del Rijksmuseum no debe medir más de sesenta metros, porque, al cruzar su puerta batiente de cristales emplomados, nuestra mirada se queda ya agarrada de la mano que, iluminada por un rayo de luz, nos tiende el capitán Frans Banninck Cocq. Nos hace saltar junto a él al interior de su lienzo, donde está a punto de dar la orden para que arranque a desfilar por las calles de Amsterdam La ronda de noche.
La galería de este museo neogótico tiene algo de planta basilical, con sus capillas laterales que son las salas de las que cuelga la mejor colección del mundo de pintura holandesa del Siglo de Oro. El visitante se ve forzado a zigzaguear por ellas mientras al fondo se mantiene en su ábside, como si fuera un retablo de altar, este cuadro civil, controvertido e inmenso que Rembrandt pintó en 1642.
Desde el principio de este deambular ya intuimos algo diferente a lo que vemos en otras colecciones de pintura española, italiana o francesa del siglo XVII, repletas de escenas mitológicas, religiosas o militares: ¿dónde están aquí los Rompimientos de Gloria y los Descendimientos de la Cruz, las Huidas a Egipto o las Epifanías?, ¿Dónde están Dánae, Proserpina o Daphne y Apolo?
Antes de la sala de Rembrandt, los cuadros del Rijksmuseum, de formato extrañamente pequeño, nos llevan a conocer una pintura distinta. Es la consagración de la pintura de género que nos golpea por su implacable verismo. Y también por sus temas nuevos: escenas que retratan una vida burguesa, familiar y urbana en el interior de sus casas y su mundo, esencialmente femenino, íntimo y detenido en unos cuartos con mobiliario de roble, zócalos de azulejos de Delft y cocinas bañadas de luz y de calma, donde los protagonistas leen una carta, tocan un clavicordio, acunan un bebé, barren un cuarto o se abrochan un collar de perlas ante una ventana. Escenas que parecen transcurrir en un largo día de fiesta.
Vermeer, Mujer leyendo una carta, (1663-64), Rijksmuseum Amsterdam.
Cifras apabullantes
Quizás no exista otro país en el que, en un periodo de tiempo tan breve, se hayan hecho tantas pinturas: se estima que entre 1600 y 1700 se pintaron en Holanda de cinco a diez millones de cuadros. Entre 1650 y 1675 están activos Rembrandt van Rijn (1606-1669) y Johannes Vermeer (1632-1675) y, al menos, media docena más de pintores de primer orden: Carel Fabritius, Gerard Dou, Gerard ter Borch, Frans Van Mieris, Jan Steen, Pieter de Hooch, Gabriël Metsu...
¿Qué es lo que hizo posible una producción artística tan prolífica? ¿Qué llevó a las Provincias Unidas a escribir un capítulo fundamental en la historia del arte? ¿Un arte por, otro lado local, que se transforma en eterno?
Desde el punto de vista técnico, el teórico Karel van Mander, reiterando a Giorgio Vasari, ya afirmaba que la pintura holandesa del Siglo de Oro derivaba de la pintura flamenca del XV, del preciosismo con que Jan van Eyck, Robert Campin o Roger van der Weyden pintaban, con la excusa aún de una escena religiosa, los interiores de sus casas, las chimeneas y las biblias de los cancilleres, los zuecos de sus santas, los damascos y las pieles de sus abrigos o las azucenas de los arcángeles.
Por otro lado, la vida de los artistas se ve salpicada por acontecimientos dramáticos, militares y políticos que sin embargo no parecen haber dejado huella alguna en su obra. El siglo XVII es el más sangriento de la Historia donde las guerras se conocen por el número de años que duran. Los Países Bajos, divididos por la lucha civil entre calvinistas y católicos, se batían contra el reino de España de la misma manera que lo hacían contra el mar. El mar cubría las llanuras una y otra vez, cuajando los paisajes de molinos, diques, canales y puentes. Fueron magistrales ingenieros navales; con su flota consiguieron dominar el comercio de gran parte del mundo. Hasta la década de 1640, los neerlandeses se expandieron desde Brasil hasta Africa y desde Indonesia y Japón hasta la costa este de América del Norte, fundando su capital Nueva Amsterdam, hoy Manhattan.
En 1602 se fundó la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales, VOC, que con sus 160 navíos surcando los océanos desembarcaba mercancías inverosímiles: toneladas de platos de porcelana china azul y blanca, maderas y grano del Báltico, alfombras persas, azúcar de Brasil, fruta de las Indias orientales, especias y pimienta de Java, Sumatra y Borneo. De los sultanes de Turquía llegaron los tulipanes y con ellos la tulipomanía, que devino más tarde en una fiebre que estalló en la década de 1620 por el aumento de su precio . Se conservan registros de ventas absurdas: lujosas mansiones a cambio de un sólo bulbo. Fue la primera burbuja especulativa de la Historia.
Así, Amsterdam y su puerto se convirtieron en el mayor centro de comercio del norte de Europa. Se constituyó la bolsa de valores, considerada hoy, después de la de Amberes en 1460, la más antigua del mundo. Fundada en 1602 por la VOC y la primera en funcionar como el actual mercado bursátil, su objetivo era recabar fondos para futuros viajes de negocios.
Este comercio global creó una élite con dinero más que abundante para decorar sus casas. Prosperaron las artes decorativas, la búsqueda de los artículos de lujo y, sobre todo, la pintura que se convirtió en el nuevo símbolo de estatus. Desaparecido el patrocinio de la nobleza y la Iglesia, la burguesía será, a partir de ese momento, quien elija los temas a pintar. Querían encontrar en los cuadros su propia vida, su severidad y sus sueños: sentirse reconocidos. El arte holandés supuso el arranque del futuro mercado artístico internacional tal y como lo entendemos hoy.
Vermeer, El arte de la pintura -detalle del mapa de las Provincias Unidas-, (1666), Kunsthistorisches Museum Viena.
Colosal salto de pértiga
Este guión que nos acompaña y se va escribiendo a medida que avanzamos por las salas de este museo, es el contexto en el que Vermeer y Rembrandt, cada uno en su casa de Delft o de Amsterdam, alumbran su manera de hacer pintura. La de Vermeer parece la prolongación natural de la mentalidad de la época. La de Rembrandt es un salto de pértiga colosal por encima de ella.
En una pared cerca ya de La ronda de noche, aparecen tres cuadros muy pequeños que anuncian, desde el principio, una calma sideral. Son los tres cuadros que el Rijksmuseum tiene de Vermeer. La callejuela (1658) mide poco más de medio metro y es tan real que parece no existir. Es como si en la pared del museo se hubiera abierto un agujero para ver al fondo, una pequeña calle de Delft. Quizás por eso se dice que el arte de Vermeer queda en una vía muerta: detrás de si, sólo la fotografía, siglos después, intentará dibujar con su objetivo el aire que rodea a las figuras.
Vermeer, La callejuela, (1658), Rijksmuseum Amsterdam
La lechera (1659), está vestida con los colores preferidos de Vermeer, amarillo y azul ultramar, y vierte concentrada un hilo de leche muy densa en un cuenco de barro. Parece que no debemos perturbarla. El bodegón con los panes en pico y sus motas de sol, el cesto y sobre todo, la pared bañada por una luz que dibuja la sombra de un clavo, los distintos blancos que marcan un desconchón o la esquina con las modulaciones ocres de una mancha de humedad, forman una realidad intensa, pequeña pero dilatada, mágica. La exactitud del tono. Un artista, al final, debe tener el don de ver las cosas corrientes de manera distinta. La creación tiene que ser algo parecido a iluminar estas cosas con una luz más fuerte, con una atención más concentrada, con un sobrevoltaje distinto. Cuando Rembrandt pinta una copa de vino, ésta abandona su naturaleza de copa y entra a formar parte de una acción. La ilumina con una luz teatral, la encaja en un escenario. Vermeer, sin embargo, la aísla, quiere una luz sólo para esa copa, le concede la virtud de ser ella, única, material e independiente, en un mundo de tiempo inmóvil. Pinta el tiempo que vuela entre las cosas.
Vermeer, La lechera, (1659), Rijksmuseum Amsterdam.
En los años en los que Rembrandt y Vermeer trabajan, el mundo está sumido en una revolución científica. Surgió entonces una idea nueva de lo que significaba ver: creían que la naturaleza escondía un mundo que la vista no captaba y que la ciencia insistió en descubrir. Una ola de pensamiento empírico que necesitaba apoyarse en instrumentos que midieran la naturaleza, que permitieran ver partes del mundo antes invisibles. Así, en el siglo XVII, se inventaron el termómetro, el barómetro, el telescopio o el microscopio. Y los pintores, empeñados en describir la naturaleza y en pintar cuadros llenos de efectos ópticos, volvieron a confiar en las lentes y también en la cámara oscura. No sabemos si Vermeer utilizó estas técnicas en sus cuadros, fuera así o no, es seguro que conocía sus efectos y cómo la luz influye en nuestro modo de ver el mundo, la manera en la que acentúa las tonalidades de los colores hasta que parecen joyas, matiza los contornos de las figuras, señala cómo los toques de luz resaltan y brillan donde el sol incide sobre superficies reflectantes.
Vermeer pinta La lechera unos 16 años después de que Rembrandt empezara a trabajar en La ronda de noche. Ambos cuadros son una revolución pictórica y ambos representan polos opuestos. Simplificando el estudio de Svetlana Alpers sobre pintura holandesa del siglo XVII, puede decirse que Vermeer representa la sublimación de la pintura descriptiva y su deuda con la observación, mientras que Rembrandt utiliza la narración, los temas de historia como excusa para morder con su pintura de fiera, la médula de la expresión, la acción, los gestos y los recovecos del alma. Sus estudios de luz y materia son sólo un medio para pintar hasta el fondo el dolor, la soledad, el fracaso, el poder, la ceguera o la vida justo a un paso de la muerte.
Rembrandt, La profetisa Ana, (1631), Rijksmuseum Amsterdam.
Diez años, diez días
En un documental sobre los últimos años de la vida de Rembrandt, Simon Schama, describe una escena: en 1885, un joven artista atraviesa las salas del Rijksmuseum para quedarse clavado delante de un cuadro. Ojos absortos y sudor febril ante la impresión de la obra adorada. “Entregaría diez años de mi vida a cambio de estar delante de este cuadro diez días”. ¿Qué es lo que tiene el cuadro La novia judía? Pocos días después el joven Van Gogh dejó escrito que Rembrandt había pintado ese cuadro “con mano de fuego”. Schama interpreta el impacto que Van Gogh recibió delante de esta obra como el que produce cualquier obra maestra: ataca directamente a las vísceras. Van Gogh fue otro pintor que llevó la pincelada hasta su extremo más físico, y sucumbe delante de este cuadro final de Rembrandt. En él el maestro anciano, arruinado y cerca de la muerte, retrata la encarnación física del amor. Todo cuanto significa ser tocado, acariciado. La novia judía es una sinfonía de cuatro manos, las cuatro manos de una pareja: mano de hombre que se apoya sobre el corazón de su mujer, mano de mujer que abraza esa mano de hombre, mano de hombre que, protectora, abraza el hombro de su mujer...
Rembrandt acomete este cuadro final con la furia de la materia. La manga que pinta aquí no tiene una explicación fácil: hace falta, como hizo Van Gogh, estar delante de ella. Esa manga, en decenas de tonalidades de oro, es una costra física, una masa de densidad pictórica que contiene dentro todo un mundo incrustado: trozos de cáscara de huevo, de cristal machacado, barro, sílice... El pintor está actuando sobre la pintura como siglos más tarde lo harán Pollock, Lucian Freud o Kiefer, pintando emociones con la materia.
Rembrandt, La novia judía, (1662), Rijksmuseum Amsterdam.
En la exposición que inaugura el Rijksmuseum estará La novia judía, también La ronda de noche con su mano tendida hacia nosotros, y toda la apabullante colección -la más importante del mundo- de lienzos y grabados de Rembrandt que guarda este museo. Sin embargo, lo que hace única esta muestra es otra cosa. Es, por encima de todo, encontrar separados por pocos metros, cuadros de genios contrapuestos. Entrar y salir de Rembrandt, llegar hasta Vermeer, deshacer nuestros pasos y... volver a empezar de nuevo. Lo dijo Simon Schama, Vermeer frente Rembrandt: cristalización frente a emoción.
Rembrandt, La ronda de noche, (1642), Rijksmuseum Amsterdam
All the Rembrandts
Rijksmuseum
1070 DN Amsterdam
Comisario: Jonathan Bikker
15 de febrero al 10 de junio 2019
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- Escrito por Marina Valcárcel
Un Van Gogh distinto visita estos días la Tate Modern de Londres. Viene del museo Pushkin de Moscú y parece traer consigo cierto aire de cartel soviético, de propaganda, casi de castigo y de frío; es diferente y lejano de los lienzos soleados, más icónicos de Van Gogh. No es un lirio, un jarrón lleno de girasoles o un trigal... Es su cuadro más trágico. Patio de cárcel, fue pintado en febrero de 1890 desde el sanatorio psiquiátrico de Saint-Rémy, donde apenas ya sin fuerza para salir a pintar al campo, reproducía con furia las estampas que su hermano Theo le mandaba. Este lienzo, basado en un grabado de Gustave Doré, es un grito extremo. Su terror a la locura y al encierro. Un grupo de 33 presos, con la cabeza gacha, arrastra los pies por un círculo de ejercicio opresivo y alienante, ante una pared sin final. La sensación de falta libertad es total.
Vincent Van Gogh, Autorretrato dedicado a Gaugin, (1888), Fogg Art Museum, Estados Unidos.
Un Van Gogh distinto visita estos días la Tate Modern de Londres. Viene del museo Pushkin de Moscú y parece traer consigo cierto aire de cartel soviético, de propaganda, casi de castigo y de frío; es diferente y lejano de los lienzos soleados, más icónicos de Van Gogh. No es un lirio, un jarrón lleno de girasoles o un trigal... Es su cuadro más trágico. Patio de cárcel, fue pintado en febrero de 1890 desde el sanatorio psiquiátrico de Saint-Rémy, donde apenas ya sin fuerza para salir a pintar al campo, reproducía con furia las estampas que su hermano Theo le mandaba. Este lienzo, basado en un grabado de Gustave Doré, es un grito extremo. Su terror a la locura y al encierro. Un grupo de 33 presos, con la cabeza gacha, arrastra los pies por un círculo de ejercicio opresivo y alienante, ante una pared sin final. La sensación de falta libertad es total. Dos simbólicas mariposas se ocultan entre los ladrillos del patio de la cárcel. Sólo un pequeño rayo de luz se cuela desde algún cielo para iluminar el rostro de uno de los presos, el único que levanta la cabeza y nos mira. Hombre rubio, de piel blanca. Es Vincent Van Gogh. Cinco meses después de pintar este cuadro, el 27 de julio de 1890, saldría a los campos de trigo que rodeaban Auvers con un revólver y se dispararía una bala en el estómago.
Vincent Van Gogh, Patio de cárcel, (1890), Museo Pushkin, Moscú.
Meditación sobre la pintura
Van Gogh murió a los 37 años. Otros visionarios que revolucionaron el arte de su época, murieron también jóvenes: Basquiat con 27 años, Egon Schiele 28, Modigliani 35, Rafael 36, Caravaggio 38...
Sin embargo, y a diferencia de ellos, la biografía de Van Gogh (1853-1890) está marcada por algo insólito: el grueso de su obra se produjo en sus dos últimos años de vida. Algo más de 700 días para pintar 900 obras que hicieron saltar por los aires el techo de la pintura occidental. Dos años en los que pinta entrando y saliendo del manicomio, comiéndose los tubos de óleo del color por el que sentía fijación: amarillo de plomo. Exprimiendo los periodos de calma y de producción frenética, pintando a veces un cuadro por día, a veces dos, luchando contra la opacidad que le producía el bromuro de potasio inyectado en sus venas para prevenir sus convulsiones. Pintar para no enloquecer, pintar cada lirio o cada espiga hasta sentirla, pintar el sol y la luz de la noche, pintar para no morir, morir pintando.
Además de sus cuadros, el holandés deja una obra capital: su correspondencia, que nos llega prácticamente intacta. Desde agosto de 1872 hasta su muerte, Van Gogh escribió más de 800 cartas de ellas, 668 están dirigidas a Theo, su hermano pequeño, su confidente, su cómplice, su doble. Todas empiezan por: “Querido Theo”. Vincent le escribe en neerlandés, inglés o francés.
En esta primavera muchos caminos parecen confluir en Van Gogh: Tate Modern se estrena con su gran exposición Van Gogh in Britain, la primera dedicada al pintor desde 1947. El museo Van Gogh de Amsterdam nos regala una preciosa muestra en la que sus paisajes dialogan con los de David Hockney. En Barcelona hay colas para ver la exposición interactiva Meet Van Gogh. Además, aún en cartelera está la película que Julian Schnabel dedica al genio del pelo rojo.
Vincent Van Gogh, Almendro en flor, (1890), Museo Van Gogh, Amsterdam, Países Bajos.
Mucho antes de que Vincent cogiera un lápiz con la intención de aprender a ser pintor, ya miraba el mundo con los ojos de un artista. Desde niño practicaba la observación de la naturaleza durante sus largos paseos por el paisaje de Brabante: cogía los nidos de los pájaros o se quedaba perplejo ante las llanuras holandesas rotas sólo por la aguja de alguna iglesia o por la franja roja de la luz del atardecer.
A través de su padre, un pastor calvinista de la localidad holandesa de Zundert, se contagió de un método de aprendizaje tradicional implantado entonces en el norte de Europa: todo aquello que observamos está lleno de significados metafóricos y simbólicos. Gran parte de esta enseñanza a los niños se hacía a través de estampas, con las que convivían en sus casas. En el estudio del padre de Vincent había colgados tres grabados que le marcaron desde pequeño: El retorno del hijo pródigo, La cosecha y un grabado de un niño en su cuna de Rembrandt; escenas sencillas que alumbraron desde el principio en Van Gogh la llama de un sentimiento religioso muy hondo.
Búsqueda de salvación
Bajo esos ojos azules, Vincent vivía enroscado en su mente. Mucho antes que el arte, en su vida apareció la necesidad de la búsqueda de la salvación. Pero también la lectura sin tregua: por encima de todo la Biblia, también Shakespeare, después de Dickens a Víctor Hugo, de Homero a Balzac... Desde los 16 hasta los 30 años trabajó, junto a su hermano Theo, como ayudante en la galería de arte Goupil y viajó por Holanda, Londres y París. En estas ciudades se sumergía en los museos descifrando a los pintores que más le impresionaban: Rubens, Frans Hals, Delacroix y siempre Rembrandt. En París descubrió a los impresionistas, las estampas japonesas, sus colores brillantes, falta de perspectiva y de sombras; conoció también la pincelada corta de los puntillistas. Y todo cuanto aprendió en los museos y en libros servía para expandir el tesoro del bagaje de sus imágenes y su memoria.
A los 30 años y en menos de una década, este joven frágil y confundido decide aprender a pintar; asimiló toda la innovación contemporánea y emergió como el pionero de la pintura más moderna y expresiva. Y así, en febrero de 1888, Vincent llega a la estación de Arlés, donde su pintura adquirirá la madurez al tiempo que su vida comenzará a desintegrarse. Instalado en la Casa Amarilla y obsesionado por la llegada de Gaugin, remata, a un ritmo a veces de seis lienzos al día, sus cuadros míticos: la serie de Los girasoles, sus Botas, La silla, su Dormitorio... Pero también en ese mismo cuarto le encontrarán casi muerto. En Van Gogh Prometeo, Georges Bataille afirma que es precisamente, a partir de la noche de diciembre de 1888, cuando entrega en un burdel su oreja cortada a golpe de navaja: “Cuando su pintura se convierte en rayo, en explosión y llama; al tiempo que él se extinguía en un éxtasis frente a un haz de luz radiante, explotando, en llamas.”
Vincent Van Gogh, Silla de Gaugin, (1888), Museo Van Gogh, Amsterdam, Países Bajos.
Surge el tubo plegable
En Provenza se mimetizaba con el paisaje: había bambú y juncos por todos lados, con ellos hacía plumas para dibujar... También pudo beneficiarse de los avances de la industria química, aparecieron nuevos colores, los pigmentos de alquitrán de hulla, el malva y el magenta de los tintes de anilina y los colores de laca sintética. Pero sobre todo, surgió el tubo plegable, que hizo posible pintar en el exterior.
Cuando salía al campo con su caballete, torcía la cabeza como los girasoles buscando la luz del sol y los colores, sentía la naturaleza en su plenitud: la temperatura, los sonidos, el mistral, el olor... entonces entraba en un estado hipnótico. Las últimas nieves acaban de limpiar los frutales en los huertos. Había caminos y más caminos de árboles distintos, todo empezaba a brillar con una intensidad que Vincent transmitía en líneas cortas y taquigráficas. Fue entonces cuando dio con la motivación de su pintura: en la naturaleza encontró el poder de sugestión de los colores que utilizaba para emitir ideas poéticas, expresar sentimientos o estados de ánimo. Julian Schnabel, en su película, trata de meternos en la catarsis de Van Gogh a través de los recursos ópticos. Cuenta cómo un día, en una tienda de segunda mano, encontró unas gafas bifocales; al llevarlas puestas se dio cuenta de que su campo de visión se alteraba, se desenfocaba o ampliaba... creyó así saber transmitir en la pantalla su mirada en trance.
Vincent Van Gogh, Campo de trigo con cipreses, (1889), Metropolitan Museum, Nueva York, Estados Unidos.
En el museo de Amsterdam, estos días, Hockney hablaba con devoción: “Creo que mi deuda con Van Gogh se hace aquí evidente. Para mí es un artista contemporáneo: sigue hablándome hoy, como Brueghel”. Van Gogh y Hockney: los separa un siglo de vida, pero sus paisajes expuestos cara a cara son como un choque de estrellas: “A pesar de que resulte obvio que ambos sentimos fascinación por la naturaleza, lo que más me vincula a Van Gogh no es su color, su pincelada o sus paisajes, sino la claridad de su espacio”. Insistiendo en el parecido de su pincelada, responde con una sonrisa: “Bueno, a veces robo cosas a Van Gogh. Los grandes artistas no toman prestado, roban”. Y añade serio: “En una fotografía la superficie es toda uniforme. Entre una foto tomada a un cuadro de Van Gogh y un lienzo real, la diferencia es la pincelada. No podemos mirar una foto mucho tiempo, no más de una fracción de segundo, porque no vemos al sujeto en capas. El retrato que me hizo Lucian Freud requirió 120 horas de posado y todo ese tiempo se ve en las capas del cuadro. Por eso tiene un interés infinitamente superior al de la foto”.
La exposición de Londres, la de Amsterdam y también película de Schnabel confluyen milagrosamente en un mismo cuadro que estos días brilla en la muestra de la Tate. Es At Eternity’s Gate, el lienzo que da título a la película de Schnabel. Como Patio de cárcel, Van Gogh pintó este cuadro en Abril de 1890, en sus días de aislamiento en el asilo de Saint-Paul-de-Mausole, y esta vez está basado en un dibujo suyo del periodo holandés. Representa a un hombre sentado en una silla con la cabeza sepultada entre los brazos. Símbolo de la desesperación y más probablemente, de la angustia de Van Gogh. Dos semanas antes de empezar este lienzo, su médico, Théophile Peyron, escribía a Theo: “Suele sentarse con la cabeza entre las manos y cuando alguien se acerca para hablarle, parece como si le doliera profundamente.”
Al mismo tiempo, At Eternity’s Gate supone un renacer en Hockney. En marzo de 2013, uno de sus asistentes, Dominique Elliot, se suicidó en casa de pintor cuando éste pintaba los paisajes de Yorkshire que hoy visitan Amsterdam. Durante varios meses Hockney fue incapaz de pintar. En julio del mismo año, Hockney mandó un dibujo a su amiga y comisaria Edith Devaney. Era un retrato de su amigo Jean-Pierre Goncalves de Lima, sentado en su estudio con la cabeza entre las manos. En el acto, Devaney señaló la similitud con el dibujo de Van Gogh. Hockney reconoció que éste no era sólo un retrato de su amigo, también era una suerte de autorretrato ante la tragedia. Después de aquel retrato llegaron muchos más; conformaron, en 2016, la exposición de la Royal Academy: 82 portraits and one still life. Van Gogh había tirado de la mano de Hockney para que volviera a pintar.
Vincent Van Gogh, At Eternity’s Gate, (1889), Kröller-Müller Museum, Otterlo, Países Bajos.
Contemplador en silencio
En 1890, durante su ingreso, a Van Gogh todo le afectaba aún más profundamente. Respiraba su respiración detrás de las rejas, sentía vibrar su espíritu detrás de la ventana y lo dejaba participar a través de su pincel de los cambios del paisaje, de la luz y de las estaciones. En el jardín tapiado del monasterio, se convirtió en un contemplador en silencio. Sentado bajo los árboles, capturaba todo lo que veía. Se tumbaba al lado de los lirios y los pintaba como si fuera uno de ellos, cara a cara. Cuando miramos hoy sus cuadros, casi podemos sentir el aire y el frescor de la sombra, el movimiento de la hierba y las lavandas. Vincent escribió entonces que se encontraba en su paraíso.
Vincent Van Gogh, Lirios, (1889), J.Paul Getty Museum, California, Estados Unidos.
Sin embargo, al final de su vida, la lucha dentro de su cabeza entre arte y locura se volvió heroica. La repetición de las crisis era aterradora. En los momentos de calma, pintaba furiosamente como tratando de matar al siguiente ataque que, inevitablemente, llegaría al día siguiente. Pintar para Van Gogh, en esta época, era su destrucción y al mismo tiempo su salvación, porque era precisamente entre los espasmos cuando veía con más intensidad, con más lucidez, cuando sus facultades pictóricas parecían estar bajo un control absoluto. Son obras salvajes, pintadas ante el abismo. Entonces repetía cipreses enroscados como columnas salomónicas, trigales con caminos sin final, noches estrelladas como por chirriantes lámparas de gas, nubes encadenadas en movimiento como si fueran las velas de un barco movidas por el viento.
Vincent Van Gogh, Noche estrellada, (1889), MoMA, Nueva York, Estados Unidos.
En mayo de 1890, Theo sabía que su hermano atravesaba por un momento terrible. Presentía que estaba a punto de producir un milagro: convertir su trastorno mental en una revolución. Theo temía que toda la intensidad que Van Gogh llevaba dentro explotara definitivamente en su cabeza. Y encontró un sitio para que la explosión fuera controlada: el pueblo de Auvers-sur-Oise, a 20 kilómetros al norte de París. Allí, acompañado por el doctor Gachet, Van Gogh encontró la fuerza para soltar su última furia creadora. En los 70 días que duró la etapa de Auvers, pintó 90 cuadros. Muchos de ellos son sus obras más excepcionales, casi siempre paisajes solitarios, estremecedores y absolutamente novedosos. Su último cuadro, Tres raíces, hoy en la exposición de Amsterdam, es un manifiesto a la abstracción.
Vincent Van Gogh, Tres raíces, (1890), Museo Van Gogh, Amsterdam, Países Bajos.
En una de las últimas cartas a Theo, Vincent se quejaba de que a falta de tener hijos, sus pinturas eran su legado. Pero Van Gogh sí tuvo un descendiente: el expresionismo. Y con él a muchos herederos: Kokoschka, De Kooning, Jackson Pollock...
En pocos meses, Theo, agotado y enfermo, perdió la razón y también murió. En 1914 se trasladó su cuerpo al cementerio de Auvers, donde descansa en una lápida gemela, al lado de Vincent. Desde allí los dos hermanos observan el triunfo del pintor: “Las flores mueren, las mías resistirán.”
Van Gogh and Britain
Tate Modern Millbank London SW1P 4RG
Comisaria: Carol Jacobi
Hasta el 11 de agosto 2019
Hockney - Van Gogh: The Joy of Nature
Museo Van Gogh Museumplein 6 1071 DJ Amsterdam
Comisario: Edwin Becker
Hasta el 26 mayo de 2019
- Van Gogh, pintar desde el infierno - - Alejandra de Argos -
- Detalles
- Escrito por Maira Herrero
La exposición Le Cubisme propone un recorrido cronológico en cuatro secciones para que el visitante pueda observar de qué manera el cubismo evolucionó y como los artistas aquí representados influyeron en todo el arte posterior. Más de trescientas obras y numerosos documentos, nos ayudan a entender el relato cubista, dilatado en el tiempo, variado en sus aportaciones y escenarios, y epicentro de las Vanguardias históricas.
A los cubistas siempre les importó el punto de vista del espectador, la manera en que éste percibe los objetos representados, en su mayoría objetos cotidianos, (botellas, periódicos, pipas, vasos, instrumentos musicales) que se convierten en experiencias visuales para ordenarse en el inconsciente y hacerse reales, obligando al receptor a poner en funcionamiento la imaginación porque las obras nunca funcionan como una totalidad.
La exposición Le Cubisme en el Centro Pompidou propone un recorrido cronológico en cuatro secciones para que el visitante pueda observar de qué manera el cubismo evolucionó y como los artistas aquí representados influyeron en todo el arte posterior. Más de trescientas obras y numerosos documentos, nos ayudan a entender el relato cubista, dilatado en el tiempo, variado en sus aportaciones y escenarios, y epicentro de las Vanguardias históricas.
A los cubistas siempre les importó el punto de vista del espectador, la manera en que éste percibe los objetos representados, en su mayoría objetos cotidianos, (botellas, periódicos, pipas, vasos, instrumentos musicales) que se convierten en experiencias visuales para ordenarse en el inconsciente y hacerse reales, obligando al receptor a poner en funcionamiento la imaginación porque las obras nunca funcionan como una totalidad.
Siete años (1907-1914) fueron suficientes para que un número importante de artistas, encabezados por Picasso y Braque, cambiaran la percepción del objeto y trasladaran toda su complejidad a la superficie plana del lienzo, descomponiendo los volúmenes y revelando su estructura interna. Ya no es un arte de imitación, sino de pensamiento. Es una nueva manera de expresión plástica que abre unas posibilidades insospechadas, un mundo desconocido de belleza. Aquí comenzó un nuevo lenguaje, el del Cubismo y con él, la Modernidad.
París, la capital cultural del mundo a comienzos del siglo XX era una fiesta, se dieron cita jóvenes llegados de todos los rincones para impregnarse del ambiente artístico de la ciudad. El cambio cualitativo que se estaba produciendo en Occidente trastocó el significado del espacio y el tiempo, y el cubismo fue un reflejo de esa transformación.
El joven Daniel-Henry Kahnweiler llegó a París con la idea de hacer algo grande en el mundo del arte y en la primavera de 1907 abrió en el número 28 de la rue Vignon una pequeña galería. Un año más tarde, el 9 de noviembre de 1908, colgarían de sus paredes 27 obras de Georges Braque. Meses antes el jurado del Salon d’Automme de París, rechazó cuatro de las seis pinturas que Braque había presentado. Matisse, miembro del jurado, le comentó en tono jocoso al crítico Louis Vauxcelles que los cuadros de Braque, los paisajes de l’Estaque, parecían petites cubes. Este fue el detonate que abrió la puerta grande a Kahnweiler, convertido de la noche a la mañana, en el primer marchante del cubismo. Sin premeditación y con más intuición que conocimiento la exposición de la rue Vignon, resultó ser la primera manifestación pública del cubismo y el comienzo de una historia interminable. Cuando Vauxcelles publicó la reseña de la muestra, se refirió a estas pinturas como cubos, aquí está el origen del término.
Georges Braque, Les Usines du Rio-Tinto à L'Estaque, automne 1910. Huile sur toile, 65 x 54 cm
Pero sería el poeta Guillaume Apollinaire, responsable del texto de la exposición de Braque, quien apoyaría con fervor esta nueva manera de entender la realidad en las artes plásticas. Su relación con los pintores del Bateau Lavoir se remonta a 1904, justo en el momento que Picasso se instaló de manera permanente en París. Apollinaire escribió en revistas especializadas, desde fecha muy temprana, sobre algunos de los artistas que más tarde formarían parte del grupo cubistas. La publicación en 1913 de Méditations Esthétiques. Les Peintres Cubistes, resultó una guía imprescindible para poder entender el nuevo rumbo de la pintura y un apoyo fundamental para su difusión, el poeta supo interpretar con acierto a los cubistas. El Cubismo y la poesía mantuvieron siempre una estrecha relación. Los poetas Max Jacob, André Salmon y Pierre Reverdy vieron en el cubismo la síntesis entre el mundo intelectual y el sensible.
Marie Laurencin. Apollinaire et ses amis (2ème version) (1909)
En donde calló mi juventud
ves la llama del futuro
debes saber que hablo hoy
para anunciar a todo el mundo
que por fin ha nacido el arte de la profecía. Apollinaire
Paul Cézanne es el padre de todos nosotros, dijo Picasso. Los cuadros de Cezanne fueron el punto de partida del arduo trabajo que iniciaron Braque y Picasso para consolidar una nueva manera de entender el arte, en esa búsqueda de representar las cosas como son realmente, y de qué manera el espacio y el tiempo influyen en esa representación. También queda patente la influencia de Gauguin (lo primitivo y salvaje) y del arte de las máscaras africanas, en una vuelta a lo originario. Dos cuadros de Picasso, el retrato de Gertrude Stein y su autorretrato, ambos en la exposición, son un claro ejemplo de estas influencias. El gran lienzo, Les Demosilles d’Avignon (1907) fue el último escalón de entrada al cubismo. A los dos jóvenes maestros pronto se sumaron Juan Gris y Fernando Léger. La estrecha colaboración que se generó entre los artistas que se iban acercando al cubismo consolidó el movimiento. Nuca tuvieron problema en intercambiar descubrimientos, dudas y experiencias, se sentían libres, no había límites y no respondían a ningún ideario, simplemente querían cambiar el mundo.
Picasso, Pains et compotier sur une table (1909)
La sala 41 del Salon des Indépendants de 1911 fue el reconocimiento para muchos de la ruptura con los cánones de la tradición artística y un escándalo para otros, la evidencia de nuevas formas y enfoques artísticos eran hechos consumados. Delaunay, Gleizas, M.Laurencin, Léger, Metzinger, Picabia y Kupka, fueron algunos de los artistas que expusieron sus obras y se sumaron a esta nueva manera de comprender la representación de la realidad. Marcel Duchamp no participó en el Salon pero en esta época comenzaron sus primeros escarceos con el cubismo que utilizará para crear su propio mundo. Participó en los domingos de Pateaux, punto de encuentro de los pintores de ese nuevo cubismo donde se discutía de pintura, filosofía y matemáticas.
Fernand Léger, La Noce (1911 - 1912)
Un año más tarde, en 1912 el Grupo de Pateaux o grupo de Section d’Or, quedó consolidado y entre sus intereses destaca una estructura cromática definida por el movimiento de las formas geométricas. Delaunay fue uno de los representantes más destacados de esta línea de trabajo. En sus cuadros las combinaciones de color participan como elemento simbólico y su pincel aplica las técnicas de los puntillistas, buscando la pura experiencia de sensaciones. Meztinger y Gleizes actuarían como los teóricos del grupo y publicarían un ensayo, Du cubisme que incluía ilustraciones de sus integrantes, desde Cézanne a Picabia. El poeta Blaise Cendrars diría: “Ya no me interesa el paisaje / Sino la danza del paisaje “.
Ese mismo año Juan Gris firmó un contrato de exclusividad con Kanweiler. Mientras, Braque y Picasso siguen con sus investigaciones y llegan al llamado cubismo sintético con la aparición del collage. Adhieren al lienzo trozos de periódico, hule, cuerda, y papeles decorativos, además de texto y un colorido más vivo que el de la etapa anterior. Los formatos de los lienzos aumentan de tamaño, y se disuelve la distancia entre fondo y objeto. ¡Es un mundo nuevo!
Picasso Nature morte à la chaise cannée de (1912) ou sa Guitare en tôle et fils de fer (1914)
Georges Braque, Compotier et cartes, début 1913, Paris. Huile, rehaussée au crayon et au fusain sur toile, 81 x 60 cm
El lenguaje pictórico cubista se trasladó a la escultura y evolucionó de la misma forma pasando del volumen al desarrollo de la línea en el espacio. En este campo destacan el lituano Lipchitz y el francés Henri Laurens.
La Primera Guerra Mundial, 1914 pone fin al sueño cubista. Braque marcha al frente junto con Léger, Gleizes, Metzinger y Jacques Villon. Picasso y Juan Gris en su condición de extranjeros continuaron trabajando en la soledad de sus estudios y dejan de compartir inquietudes pláticas. Gris fue el único artista que se mantuvo fiel al lenguaje cubista hasta su muerte en 1927. Su pintura alcanzó un gran virtuosismo sin perder un ápice del aura de misticismo que rodea todo su trabajo. En estos años convulsos ninguno de los artistas quiso reflejar el horror del frente y algunos tardaron tiempo en recuperarse del trauma de la guerra. Muchos abandonaron el cubismo y buscaron otros caminos para plasmar la forma y el espacio, pero siempre permanecieron fieles el espíritu que les unió.
Albert Gleizes, Portrait d'un médecin militaire (1914)
Marc Chagall, Les portes du cimetière , 1917
El recorrido de la exposición lo cierra una obra de Marcel Duchamp, Fresh Widow de 1920. Es la maqueta de una ventana de madera pintada de verde claro, con ocho paneles de cristal cubiertos con cuero negro que el artista encargo a un carpintero. El título de la obra alude al juego de palabras, entre french window y fresh widow, para resaltar la ambigüedad de la relación entre el artista, la obra y el espectador. Duchamp había roto todas las cadenas.
Una vez concluido el movimiento cubista su influencia continuó en sucesivas generaciones de artistas. El Surrealismo, D’ Stijl, el Suprematismo y el Constructivismo son algunos de los movimientos herederos del legado cubista y buscadores de nuevas referencias artísticas para configurar otros ideales estéticos.
La muestra se puede visitar en el Centre Pompidou de París hasta el 25 de febrero y a partir del 31 de marzo hasta el 5 de agosto en el Kunstmuseum de Basilea.