Alejandra de Argos por Elena Cue

Solo faltaba una cortina de tela brocada para insinuar a modo de serrallo la entrada a la sala. Hace pocos días, La Gran Odalisca de Ingres estaba ya sola, colgada en su primer viaje a Madrid. Es una sala que el Prado ha teñido de azul plomo y que a esas horas de la noche el museo ilumina con una luz nueva, dirigida para forzar la ilusión. Y también, estaba su mirada, la de ella, dada la vuelta. Y estaban las plumas de pavo real.Y el incensario, engastado en piedras. Pocos días después llegarían los demás lienzos, sus compañeros en la exposición. Pero aquella noche estaba sola, precedida por unas salas medio oscuras en las que enormes cajas desordenadas recordaban aquellas neveras anticuadas de las tiendas de ultramarinos y encerraban los cuadros de Ingres que llegaban de otros museos del mundo.

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La gran odalisca (1804) Museo del Louvre, Paris.

 

Solo faltaba una cortina de tela brocada para insinuar a modo de serrallo la entrada a la sala. Hace pocos días, La Gran Odalisca de Ingres estaba ya sola, colgada en su primer viaje a Madrid. Es una sala que el Prado ha teñido de azul plomo y que a esas horas de la noche el museo ilumina con una luz nueva, dirigida para forzar la ilusión. Y también, estaba su mirada, la de ella, dada la vuelta. Y estaban las plumas de pavo real.Y el incensario, engastado en piedras. Pocos días después llegarían los demás lienzos, sus compañeros en la exposición. Pero aquella noche estaba sola, precedida por unas salas medio oscuras en las que enormes cajas desordenadas recordaban aquellas neveras anticuadas de las tiendas de ultramarinos y encerraban los cuadros de Ingres que llegaban de otros museos del mundo. Gigantescos cofres rojos, verde pastel, azul cobalto: cada gran museo tiene su color: por seguridad no se desvela qué color pertenece a qué museo. Las cajas del Louvre o de la National Gallery apenas se distinguen. Por estas y por otras razones, todo en Ingres era mágico. Y todo parecía contradictorio. Desde su biografía.

Jean Auguste Dominique Ingres nace en 1780, nueve años antes de la Revolución francesa. Muere en 1867. Son 86 años en los que vive casi todo: nace en la monarquía de Louis XVI, convive con la Revolución, con el consulado. Napoleón llega de las campañas de Egipto, después de imponer las manos a los enfermos de Jaffa. Años después, en 1815, vendrá la restauración borbónica, la revolución de 1830, el reinado de Luis Felipe, el segundo Imperio... Ingres conoce casi todos los ideales revolucionarios. Y los mira desde su balcón de pintor, sin mezclarse.

Sus 86 años de vida le permiten conocer a David y a Gros, a Gericault y a Delacroix, también convivir con el realismo de Courbet. Muere cuando nace Matisse y antes de que lo haga Picasso, 1881. Conoce casi todos los movimientos y las vanguardias del siglo XIX. En 1860 Monet está ya pintando tardes, luces y nenúfares. Mientras Ingres pinta a Napoleón como si lo pintara Memling.

 

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Ruggiero y Angélica (1819) Museo del Louvre, Paris 

  

Anclaje en el pasado

Lo más contradictorio en Ingres, pintor revolucionario, es su aparente y pertinaz anclaje en el pasado. Ingres, como si fuera una de las líneas sinuosas en los arabescos que trazan en el cuerpo de una odalisca, va enlazando fuentes arcaizantes, desde su pasión por la Grecia antigua y por los vasos etruscos. También y, sobre todo, por Rafael. Por Giotto y Masaccio, por el Trecento. Y por Poussin. Y por las ilustraciones homéricas de Flaxman.

Vincent Pomarède, comisario de la exposición, explica cómo para sus contemporáneos, Ingres era considerado un alumno aventajado de David y su paso como becario de la Villa Medicis no pasó inadvertido. Además fue tachado de primitivo y gótico y de pintar cuadros llenos de elementos indescifrables.

Muchos, entre otros Baudelaire, le embarcan más tarde en la pelea, algo simple, contra Delacroix. Sin embargo y con el tiempo, Ingres se va despojando de esa piel de serpiente que le viste de pintor académico. Empiezan a considerarse como originales sus búsquedas estéticas y desde los primeros años del siglo XX se empieza a dibujar el camino recto y claro de su influencia en la pintura posterior. Desde el simbolismo de Gustave Moreau, hasta algunos impresionistas: Degas y Renoir. Pero, sobre todo, en la pintura moderna, en Picasso y en Matisse. Además, y desde los años 1980 y 1990, la historia del arte devuelve a Ingres al Parnaso de los grandes pintores de la historia. De ahí quizás esta exposición del Prado.

 

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Mademoiselle Rivière (1805) Museo del Louvre, Paris.

  

¿Un Ingres el nórdico?

En el reposado retrato de Mademoiselle Rivière desde luego está la influencia La Belle Jardinière de Rafael. Está la Italia renacentista, pero está, sobre todo, el mundo nórdico: los primitivos flamencos. Desde los hermanos Van Eyck o desde Van der Weyden, nadie había vuelto a pintar cada detalle de un traje, cada interior de una casa, incluso un paisaje en la lejanía o un espejo. Caroline Rivière es una joven vestida para una noche de salón pero enmarcada por un paisaje como de Anunciación flamenca. Es en la obsesión por el detalle donde Ingres se vuelve un pintor flamenco. Cuando adapta cada pliegue de gasa blanca al escote de la modelo, cada volante transparente sobre su piel blanquísima, cada arruga de sus guantes de ante mostaza. Ese virtuosismo nos lleva de golpe a otras salas del Prado: es la manera en que Van der Weyden está pintando El Descendimiento en ese traje y en el ceñidor engastado en piedras de María Magdalena o en la capa de damasco morado de Nicodemo.

Es también nórdica la idea de la vuelta al retrato de la burguesía. A enmarcar a los personajes en sus casas, con sus objetos. Esa "belleza material" y de "mirada científica y atenta" con la que Stendhal describe a Ingres en 1824. En la portentosa Condesa de Haussonville, Ingres no solo pinta las calidades de una tela azul: las aguas de los pliegues del traje de satén de la modelo que pesan de manera distinta a la colgadura de la chimenea esta vez en terciopelo azul oscuro rematado por el galón de un cordón. Además, y como si se tratara del detalle con el que Jan van Eyck pinta la lámpara, la cama o los zapatos del cuarto del matrimonio Arnolfini, aquí también, Ingres fotografía una esquina de la vida de la sociedad francesa: los jarrones de Sèvres y su montura de bronce dorado, los prismáticos para la ópera, las tarjetas de baile o las turquesas de la pulsera. Baudelaire ya anunciaba: "No es Ingres el que ha buscado a la naturaleza, sino que es la naturaleza la que ha violado al pintor".

 

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La condesa de Haussonville (1845) The Frick Collection, Nueva York.

 

Extrañas anatomías

Ingres no disfruta pintando retratos: sin embargo son estos, junto con sus odaliscas, los que se convierten en obras maestras. Especialmente sus retratos femeninos en los que, en esa aparente amnesia impuesta, pinta carnes tan blandas que parecen no tener hueso, cuerpos casi invertebrados, más parecidos a sirenas. Sus caras son ovaladas como pantallas a las que parece pegarles las cejas o dibujar los labios. En sus hombros redondos, tan parecidos a los que pintara Winterhalter, muchas veces no existe la unión lógica con los brazos, las espaldas desnudas parecen líneas curvas, abstractas y musicales, los dedos meros tentáculos de calamar, como en Madame de Moitessier, pertenecen a una mano que sería incapaz de cerrarse y que se convierte solo en la excusa para que Ingres pinte sortijas de oro y reflejos. De la misma manera que el cuerpo de la modelo, a cuyo dibujo tuvo que dedicar 12 años, es solo la excusa para echarle por encima ese traje: el más maravilloso paisaje floral que se pueda pintar y para el que solo dedicó -no se sabe con certeza- si un día o una semana.

 

 

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Madame de Moitessier, (1856) National Gallery, Londres

 

Amor por Rafael

Podría decirse que Ingres es el gran fagocitador de todas fuentes que engulle. Lejos de ser deudor de ninguna tradición, y a pesar de declarar su amor monógamo por Rafael, Ingres es independiente de cualquier influencia, las revisa y utiliza todas en favor de su idea: convertir la tradición en modernidad. Del temprano Retrato imperial de Napoleón (1806), el historiador Norman Bryson dice: "Es como una película acelerada del arte occidental desde Fidias a Rafael en diez segundos". En este cuadro, además de la influencia del Altar de Gante de los hermanos Van Eyck, que por aquella época estuvo expuesto en el Louvre, están de manera casi fílmica otras decenas de símbolos que nos marean: la época de los césares en la corona de laurel de Napoleón, Bizancio en su frontalidad imponente, el cetro de Carlos V, las bolas de marfil del trono, una iluminada y la otra en la oscuridad, el respaldo dorado como una aureola, el águila germánica que despliega sus alas en la alfombra, la abeja merovingia, el armiño y el terciopelo, el símbolo masónico de la balanza en el borde de la alfombra, junto a una esquematizada Virgen de la silla de Rafael. Y sin duda lo mejor, el zapato.

 

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Napoleón en su trono imperial, (1806) Museo del Ejército, París

 

Fidelidad a la línea

La otra característica del estilo de Ingres es su fidelidad rotunda a la línea. Ingres es el rey del dibujo. "El dibujo lo comprende todo, salvo la tinta... Hay que dibujar siempre: dibujar con los ojos cuando no se puede dibujar con el lápiz", dijo Ingres. Su afán de repetición es casi musical. Es el Ingres violinista e hipermaníaco.

Y es también el dibujo el que lleva a Ingres a enlazar, en la cadena de los grandes maestros de la historia del arte, con los artistas de las vanguardias a los que nutre. Es Picasso por encima de todo, pero es también Derain y algo de Balthus, y es Warholl en su búsqueda del retrato perdido y podríamos decir que hasta es esa parte del Alex Katz, afincado estos meses entre Madrid y Bilbao, obsesionado con retratar la moda burguesa neoyorquina del momento.

Para enlazar la modernidad con Ingres escuchamos a Miguel Zugaza, director del Prado, tan involucrado en esta exposición: "Todos los buenos artistas saben extraer lo mejor de los artistas del pasado. En la muestra El Greco y la pintura moderna la conclusión a la que llegábamos era que de El Greco salían todas las formas posibles de pintura moderna: uno tiraba por el color, otro por la expresión, otro por lo abstracto... ¡Al final, disparaba hacia todos los lados! Y yo creo que Ingres también tiene algo así. En cambio, hay artistas como Velázquez, que son mucho menos fértiles en ese sentido: Las influencias de Velázquez -sigue Zugaza-, que son muy poderosas para la pintura europea de la segunda mitad del XIX, no van todas hacia el mismo lado. No hay esa fuerza de la imagen, de lo icónico, del dibujo. ¡Pues claro! Como no le va a interesar Ingres a Warhol o a Man Ray si estos son los grandes ilusionistas, están trabajando con las imágenes, con el poder que tienen las imágenes. Incluso en las lecturas que de sus imágenes más icónicas, como la Gran Odalisca, hacen los artistas más revolucionarios. Es decir, no es que Ingres sea un artista moderno, es que ES extraordinariamente moderno", dice Zugaza.

 

Monsieur Bertin, una cumbre.

Pensamos entonces en el retrato de Monsieur Bertin. Zugaza empieza a describirlo: "Es el retrato en el que más se acerca al retrato psicológico, por ejemplo de Velázquez". Como en toda obra de primera línea, aquí están ocurriendo muchas cosas. Desde la vuelta al guiño a los flamencos en ese estudio no sólo del vestir, sino del sobrio interior, reducido a la greca de un papel pintado y al respaldo de una butaca, pero ¡qué butaca!, con el brillo táctil y caliente de la caoba y esa diminuta ventana blanca reflejada en la madera que tantas cosas sugiere. Y de ahí a la fuerza de la mirada y la carga quizás de buey, quizás de toro bravo, de la figura del señor Bertin y a sus extrañas manos que ya fueron descritas en 1959 por Henry de Waroquier como "las patas de un cangrejo que salen de las tenebrosas cavernas que son las mangas de su chaqueta". La influencia de Picasso en el retrato de Gertrude Stein y su réplica por Felix Valotton nos hacen seguir preguntando. Habla Zugaza: "Picasso es un depredador de muchas cosas y sobre todo, nunca traiciona a la idea suprema que propone Ingres: el dibujo, esencia de la pintura. Y Picasso es un grandísimo dibujante, no deja de dibujar desde el principio hasta el final. Y eso no es un descubrimiento del propio Picasso, le ocurre también a Cézanne, es, diríamos, esa la tradición francesa clásica, idealista que penetra profundamente en un pintor visceral, muy naturalista por otra parte, como es Picasso. Lo mismo que le interesa también El Greco, que tanto le marca en su época azul. Los artistas saben ver lo que no vemos los historiadores del arte".

 

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Monsieur Bertin (1832) Museo del Louvre, Paris.

 


La diferencia con la pintura española

Al final volvemos a lo básico, ¿qué es lo que nos fascina de Ingres? El director del Prado sonríe, casi ríe: "A mí lo que me gusta de Ingres es su diferencia de los españoles... ¡Es tan francés! Esa idea tan francesa del clasicismo, que no tiene que ver solo con las fuentes de la Antigüedad, sino que es Georges de La Tour. Para nosotros es como un mundo ajeno. Incluso, cuando ya te pones delante de Federico Madrazo que es muy nuestro, pero cuando se pone muy francés, muy francés, se separa de nosotros; como en la Vilches. Y escojo la Vilches, no por ser el mejor retrato pintado por Madrazo, sino por ser el que más se asocia con esa visión cosmopolita, más francesa del retrato. Porque cuando Madrazo es mejor pintor, es cuando pinta a la española, cuando empieza a armonizar los grises, los negros... Y eso no lo hace Ingres. A mí me fascina lo exótico de Ingres. Ese clasicismo tan insólito, no sólo la tradición sino verdaderamente una tradición modernizada."

 

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La bañista de Valpinçon, (1808) Museo del Louvre, Paris

 

Al salir nos encontramos de nuevo frente a La Gran Odalisca. De ella, como de La bañista de Valpinçon se ha hecho mucha literatura. El serrallo, la multiplicación de los efectos sensoriales, el ruido del agua en las fuentes, el olor del tabaco, esos turbantes deuda de la Gran Fornarina o de otro lugar más exótico, las cortinas que velan o desvelan, las babuchas, los incensarios, las espaldas que se dan la vuelta, y nos miran a veces. Esas espaldas... ambas tan raras, tan hechas de luz, como si la piel fuera una funda de no se sabe qué cuerpo. Sentimos de nuevo las palabras de Zugaza: "Pensaba, al ver este cuadro, en la Virgen de El Descendimiento de Van der Weyden. Si la despojas de todas sus telas, de los objetos y la conviertes en un desnudo, realmente el problema que se plantea Ingres está de alguna forma ahí. Esta falta de rigor anatómico, las famosas tres vértebras, las piernas vete tú a saber dónde, esto ya forma parte de la Historia de la pintura".

 

- Ingres, el gran fagocitador-                                           - Alejandra de Argos -

  Obra de Élisabeth Louise Vigée Le Brun  

 

París rinde homenaje con una gran exposición a una de las artistas más importantes del siglo XVIII. El Grand Palais albergará hasta el 11 de enero de 2016 una retrospectiva de Élisabeth Louise Vigée Lebrun (1755-1842). Más de 160 obras entre óleos, pasteles y dibujos recorren la vida de esta gran pintora, que cautivó con su maestría a la Europa más refinada de su tiempo.

Élisabeth Louise Vigée Lebrun posiblemente sea una de las pocas artistas plásticas a las que se le ha dedicado atención y reconocimiento, algo poco común ya que el genio femenino no parece haber atraído mucho la atención. Creo que podría decirse que Vigèe Le Brun es casi un mito dentro de la Historia del Arte. Su reconocimiento en vida y su fortuna crítica parece que no hayan decaído a lo largo de los años. Su agitada existencia hacen de ella un personaje tremendamente atractivo, conoció la vida mundana del Antiguo Régimen, las horas de la Revolución, las cortes europeas más importantes  de su tiempo y cuando regresó a París, después de un largo exilio, el Imperio napoleónico. Muy consciente de su talento supo imponerse en un entorno masculino y se sirvió de todas las armas de las que disponía para hacerse un hueco en un mundo artístico dominado por hombres. Con una gran sutileza utilizó su propia imagen como propaganda de su buen hacer como retratista. Son numerosos los autorretratos en los que se dejar ver el genio, la belleza y vitalidad de esta mujer dispuesta a llegar a la cima. 

 

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Élisabeth Louise Vigée, nació en París en 1755 en un entorno artístico, su padre Louis Vigee fue retratista y un magnifico pastelista que introdujo muy pronto a su hija en el oficio. A los quince años comenzó a trabajar como retratista y en 1774 ingresó en la Academie de Saint Luc donde se expusieron sus primeros trabajos. Su matrimonio con el marchante de arte Jean Baptiste Pierre Le Brun le abrieron nuevas puertas y vías de conocimiento, estudió a los maestros antiguos y se rodeó de obras de arte de todo tipo que fueron una fuente muy importante de inspiración. En 1778 pintó el primero de una larga serie de retratos de la Reina María Antonieta, una de las razones a las que debe su fama. La  estrecha relación con la Reina fue de gran ayuda para su ingreso como miembro de pleno derecho, en 1783, en la Academie Royale de Peinture et de Sculpture. La primera exposición en la Academie  de sus retratos fue recibida con recelo pero pronto se ganó el apoyo de critica y público. En 1785 pintó el gran cuadro de la Reina María Antonieta con sus hijos. Su éxito provocó numerosas envidias y pronto fue objeto de críticas y calumnias por parte de sus adversarios y, a pesar de que ella se defendió  hábilmente, pesaron de forma incuestionable con la llegada de la Revolución obligándola a abandonar París e iniciar un largo peregrinaje por toda Europa.

 

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En Italia pasó sus primeros años de exilio, Turín, Parma, Florencia, Venecia, Roma y Nápoles, son algunas de las ciudades donde Élisabeth Vigée vivirá alejada de un mundo que ya no volvería a repetirse. Su fama le precedía y muy pronto  los círculos aristocráticos y artísticos le abrieron las puertas, rindiéndose a la gran retratista francesa. La vuelta a París se hace esperar y el exilio continuará durante varios años más. En 1792 se trasladó a Viena para trabajara activamente para los aristócratas exilados franceses y  la nobleza austriaca y polaca. En 1795 viaja a Rusia y  pronto se instala en San Petersburgo. La corte de Catalina II la recibe con entusiasmo y durante seis años pintará incansablemente poniendo de moda una nueva manera de entender el arte del retrato. Su trabajo recibió el reconocimiento oficial de la  Academia de Bellas Artes de San Petersburgo y de nuevo fue recompensada con el apoyo de colegas y público. Durante estos años, más de doce, la fama y fortuna de esta francesa internacional se vió notablemente incrementada, procurándole una libertad inusual en una mujer de su época. El 18 de Enero de 1802 regresó definitivamente a París donde fijó su residencia habitual con excepción de algunos viaje a Inglaterra y Suiza. Durante estos años continuará trabajando y luchando incansablemente para mantener su fama y prestigio en los círculos artísticos más importantes de Europa. Sus salones fueron lugar de encuentro de ilustrados, pintores, escritores e intelectuales. Los años no mermaron su vitalidad artística y curiosidad, dedicando la mayor parte del tiempo a cultivar el arte del paisaje tomado del natural muy de moda con la llegada del Romanticismo. Pocos años antes de morir y con la ayuda de sus sobrinas escribió, sus Souvenirs, tres volúmenes dedicados a rememorar las experiencias de una vida plena, de la que disfrutó hasta sus últimas consecuencias, sin compromiso ni quejas. Élisabeth Louise Vigée murió en París en 1842.

 

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Mme. Vigée Lebrun practicó un arte refinado lleno de belleza y rebosante de vida, imprimiendo innovaciones cromáticas a unas composiciones llenas  de expresividad que dejan patente su depurada técnica. Sus retratos son el reflejo de toda una época y una fuente inagotable para estudiar ese ideal de mujer que ella misma representaba. No rompe con los estereotipos de la época pero sus modelos van más allá de la pura representación pictórica. Las poses y las actitudes de cada una de sus modelos traslucen la importancia que adquieren  sus retratos para el estudio de toda una época. Nada queda al azar, detrás de cada imagen el espectador encuentra multitud de detalles que adquieren vida propia fuera de la composición general. Su trabajo sirvió de referencia para otros pintores y fue incorporando las temáticas que imponían los nuevos tiempos. Ejemplos de ellos son sus cuadros alegóricos y mitológicos muy del gusto neoclásico, las composiciones que reflejan el amor materno filial de influencia roussoniana  y una larga galería de retratos de mujeres bellas y sensuales que fueron adaptándose a cada momento y lugar. 

 

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Al nombre de está gran pintora hay que unir el de otra  artista parisina con la que compartió el interés por la pintura de caballete y la lucha por el reconocimiento de su trabajo en un mundo de hombres, la pintora Adélaïde Labille-Guiard (1749-1813). Ambas ingresaron en la Real Academia de Pintura y Escultura de Francia el mismo día y por la similitud de su trabajo, fueron constantemente comparadas y aunque Labille-Guiard no alcanzo la fama internacional de Vigée Le Brun, supo también hacerse un hueco y obtener un merecido reconocimiento como pintora de historia y retratista, además de ser una exitosa profesora.  Después de trabajar para la corte de Luis XVI reconvirtió  sus pinceles a los nuevos tiempos revolucionarios y continuó pintando hasta el final de sus días. 

 

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Vigée Le Brun y Labille-Guiard contribuyeron con su trabajo a promover el estudio de las Bellas Artes entre las nuevas generaciones de mujeres artistas y pusieron de manifiesto con su arte que el ser  mujeres no es un impedimento para  demostrar  talento y  fuerza creadora en un mudo dominado por hombres. Mujeres con visibilidad tanto en la esfera pública como privada, mujeres geniales que en un universo escrito por hombres dejaron patente una personalidad arrolladora e iluminaron  una realidad hasta entonces muy escondida.

 

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La Exposición de Vigée Lebrun es una buena ocasión para reflexionar sobre la mujer y el arte, y abordar la directísima relación que existe entre la realidad y la pintura como reflejo directo del mundo en que se desarrolla. Su figura representa los ideales que muchos años después Virginia Woolf recogió en Una habitación propia, libertad personal e intelectual unida a una independencia económica que rompía amarras con las convenciones establecidas.

 

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Una conversación con Guillermo Solana.

Detalle del traje de Santa Casilda. Francisco de Zurbarán (c. 1630-1635)

 

El museo Thyssen ha escogido el color albero para recibir en sus paredes a Zurbarán. Es Sevilla, alrededor de 1630. "Los muros en Sevilla son muchas veces así. Además, creo que va bien con los dorados y negros de Zurbarán" explica Guillermo Solana, director del museo, convertido en nuestros ojos en este recorrido por la exposición "Zurbarán: una nueva mirada".

Un filósofo alemán del XIX decía que cada obra de arte es "esencialmente una pregunta, una interpelación a un pecho que resuena" y nosotros queremos saber: ¿Qué significa la pintura de Francisco de Zurbarán, qué hay detrás de ella, detrás de esos frailes dominicos de hábitos blancos, de esas santas y de esos cestos de flores? "Zurbarán es, sobre todo, el pintor de lo táctil. Del mundo de los volúmenes y las texturas", afirma Solana.

 

 

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Santa Apolonia. Francisco de Zurbarán. (1636)

 

Abre la entrada a la exposición un gran mapa de Sevilla en la primera mitad de XVII. Zurbarán nace en 1598, el año en que muere Felipe II. El pintor vive hasta 1664, un año antes de la muerte de Felipe IV. Es la magia de los números. Dos grandes reyes, muy distintos uno de otro, ambos con decisivas contribuciones a las colecciones reales.

Sevilla es una ciudad rica a comienzos del seiscientos, llena de conventos, parroquias, hospitales, una gran catedral casi acabada pero aún en construcción. Abrumada por el peso de la Contrarreforma, de Trento y del paso de la peste. "Zurbarán es el pintor que mejor ha comprendido a las ordenes monásticas masculinas. Esta pintura era fuerte y dura para el gusto de las congregaciones femeninas". Zurbarán era hijo de un comerciante de telas, y él pintaba esas telas en cada cuadro: su peso, los pliegues densos de la lana de los hábitos o el hilo grueso de los manteles, los remiendos de las arpilleras rígidas en el sayal de los San Franciscos, la seda verde y fresa de Santa Apolonia, también los brocados de otras santas, vestidas siempre buscando la fantasía de lo que veía en los teatros o las ideas que llegaban de Venecia...

Pero entonces, ¿por qué le interesa, sobre todo, pintar monjes, convertirse en el "pintor de la vida monástica"? ¿Era solo un afán comercial? ¿Cuánto pesan la Contrarreforma y Trento en él? Solana contesta: "Zurbarán entiende las claves de la claridad y legibilidad postridentinas. Las instrucciones de Trento de que el lenguaje de la pintura debía ser neto y didáctico. Lejos de las complicaciones del manierismo.Y Zurbarán es muy legible, hasta en su manera de pintar en claroscuro, de siluetear las figuras a contraluz. Es un pintor contundente de expresión y eso va bien con el lenguaje de la Contrarreforma".

 

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San Francisco de pie contemplando una la calavera. Francisco de Zurbarán (1633-1635)

 

Hay en la exposición 63 obras, en su mayoría de gran formato, distribuidas en siete salas. Paseamos por ellas. Y nos paramos delante de San Ambrosio: es un buen ejemplo de lo que ocurre en la pintura de Zurbarán. Aquí la monumentalidad de este Obispo de Milán, modelado por una luz que sale del negro por la izquierda para estallar contra la capa en damascos rojos y oros, y que también da la forma a una mitra claveteada en fieltro ocre, son los elementos que están realmente confiriendo la fuerza al cuadro, más allá de la expresión del rostro. Lo cual resulta novedoso. Pensamos en el Greco, allí eran los ojos, las manos y los remolinos de ángeles los que dirigían la expresión. Aquí, sin embargo, parece que son estos "agentes externos" los que nos hablan. Solana entra a fondo: "Uno de los aspectos que debió fascinar a los modernos en Zurbarán, si pensamos en Manet y lo que viera de Zurbarán en París, es ese igualitarismo al tratar figuras y objetos que es un gran capítulo de la crítica del siglo XIX. Una de las cosas que reprochan los críticos a Manet y a muchos de sus contemporáneos es que tratan a una figura humana como si fuera una cosa y a las cosas como si fueran figuras humanas. La jerarquía académica tradicional se rompe".

 

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San Ambrosio. Francisco de Zurbarán (1626-1627)

 

Sevilla y la fuerza de la pintura

Sevilla es, además, una gran capital artística en el siglo XVII: llega la influencia de Caravaggio, de Durero, del grabado alemán y holandés, en el que se basa Zurbarán para muchos escenarios e iconografías. Y, sobre todo, existe Velázquez. En Sevilla ambos pintores se conocen y, del resultado de esa amistad, Zurbarán viene a Madrid para pinta el salón de Reinos, en el Palacio del Buen Retiro.

Nos detenemos en las diferencias entre Velázquez y Zurbarán: distintos lenguajes de dos pintores de la España del siglo de Oro. Quizás un número uno frente a un numero dos. Y qué manera tan distinta de llegar al espectador. Johnatan Brown describe como mientras Velázquez vio el mundo de su época a través de un microscopio y lo representó en sus cuadros bajo ese aspecto, Zurbarán lo reprodujo como un espejo...

En el Retrato de Inocencio X todo es expresión. Velázquez hace hablar a los ojos del Papa, también habla su pincelada y, frente a éste, San Bruno y el papa Urbano II de Zurbarán, son radicalmente distintos...

Solana cede, da un paso atrás pero es solo para coger impulso: "Estoy de acuerdo. Pero quizás eso hace de Zurbarán un pintor más moderno. El pintor manetiano, postmanetiano es menos psicológico, está menos interesado en la expresión. Los grandes retratos de Manet no son grandes captaciones del alma. El retratado es más un bodegón. Cézanne pedía a sus modelos que posaran como las manzanas que pintaba. La importancia de la penetración psicológica que tiene Velázquez no está en Zurbarán. A él le interesan otras cosas".

 

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Bodegón con cacharros. Francisco de Zurbarán (c.1650-1655)

 

Desde Zurbarán y Caravaggio hasta Cézanne y De Chirico.

Zurbarán modela con la luz: sus monjes silenciosos salen del negro y estallan en blanco. San Serapio, es quizás la joya de la exposición. Este mercedario cuelga de las sogas que ahogan sus muñecas. De él conocemos su historia: es el martirio, el cuarto voto de los mercedarios, aceptar la tortura. El tormento y el éxtasis. Zurbarán tapa con ese hábito los trazos del martirio, le arrancaron los intestinos aun vivo, pero no hay rastro de violencia.

Solana dirige nuestra mirada: debemos fijarnos en el escudo de los mercedarios en rojo sobre la casulla blanca, en el eje exacto del cuadro. Levantamos la cabeza y observamos cómo el resto de mercedarios que habitan esta pared tienen el mismo distintivo, escudo rojo sobre el blanco, como una mancha de sangre, en el mismo eje.

Pensamos entonces en la manera de expresar de Zurbarán, tan quieta, tan callada, tan tapada. Y en la diferencia con su contemporáneo italiano, en la manera de hacer de Caravaggio. En el italiano todo es la locura de los gestos, los brazos abiertos que salen de los cuadros, las manos suspendidas en el aire, o las levantadas, las líneas oblicuas y composiciones arriesgadas: están ocurriendo cosas en esa Cena de Emaús o en El Enterramiento de Cristo...

Zurbarán es mucho más estático. Interpelamos a nuestro maestro de un día y Solana vuelve a dar un salto magistral: "Caravaggio es un pintor lleno de violencia, a veces muy intensa, a veces algo contenida pero está ahí, latente. Es un pintor lleno de instantaneidad, hay un fogonazo. En La Vocación de San Mateo es evidente. Está lleno de lo que en Italia llamaban Il motto, la expresión: el gesto, una instantánea señal del rostro, que es una constante del primer barroco italiano. La sensibilidad de Zurbarán es distinta. Es más quietista, más mística, menos trágica. Por eso ha conectado tan bien con un tipo de arte del siglo XX que evita la excesiva gesticulación. Un tipo de arte que Bernard Berenson llamaba “inelocuente”, un arte deliberadamente silencioso: el arte de la metafísica italiana. De Chirico. Tú has mencionado a Morandi. Y luego con todos esos pintores de entreguerras que llamamos el Realismo Mágico, la Nueva objetividad. Para mi, lo que más conecta con Zurbarán son esos pintores que también hacen descansar su expresión en una especie de silencio. Desde Derain a determinados alemanes, Christian Schad, incluso Gutiérrez Solana.

Queremos entonces entender el color negro, esa España ultranegra; entender también de la manera de pintar las sombras. Solana profundiza: "Yo creo que los pintores se dividen en dos. Los que hacen las sombras con negro y los que no las hacen con negro. Desde Delacroix, después con el impresionismo, se nos ha enseñado que las sombras tenían que ser coloreadas. La gran tradición de los coloristas quiere hacer sombras luminosas, transparentes, coloreadas... Y luego, hay los pintores que dicen: “No, la sombra con negro”, que tiene, probablemente un menor encanto sensual pero que a veces tiene una contundencia expresiva muy grande. Todo esto tiene un vínculo profundo con Zurbarán".

En la contradicción del negro frente al blanco queremos dejar a Zurbarán. Para nosotros será siempre el pintor de los blancos atenuados. El de la aspereza de la piel de los membrillos y la suavidad de la loza, el del peso de las casullas, de la austeridad de su tierra extremeña y de lo concreto, de los volúmenes firmes, de las cosas quietas, de cierto silencio invencible que nos instala a menudo en el desasosiego. Una dimensión insólita de la pintura que conecta con la misma sensación que nos producen los primeros bodegones de Cézanne, también los de Juan Gris y, después los de Morandi. Pero esa es otra historia.

Cuando Ignacio Zuloaga compró un cuadro de Zurbarán y escribió una carta a un amigo pintor, le definió como "El pintor español: Velázquez es cosmopolita y universal, pero Zurbarán solo puede ser español".

 

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San Serapio. Francisco de Zurbarán (1628)

   - Zurbarán. Museo Thyssen -                                       - Página principal: Alejandra de Argos -

 Autor: Ángeles Blanco.
 Licenciada en filosofía e historia

 

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Reivindicativo, provocador, polifacético, ilustrado, revolucionario, reflexivo a la vez que impulsivo, actual... infinidad de adjetivos pueden definir la arrolladora personalidad de Jean-Michel Basquiat quien, a pesar de su efímera carrera, ha dejado una huella imborrable en el mundo del arte. Ahora es el momento, título de la exposición que el Museo Guggenheim de Bilbao, con la colaboración de la Art Gallery de Ontario, acoge entre el 3 de julio y el 1 de noviembre de 2015, reafirma su perdurabilidad.

 

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Ya desde niño, Basquiat destacó por sus habilidades artísticas y su capacidad intelectual, todo lo que le rodeaba le servía de inspiración y era un lector incansable. Pronto hizo suya la temática urbana, consiguiendo un hueco en la escena artística callejera con sus grafitis. En compañía de Al Díaz, tras el seudónimo SAMO©, dejaban mensajes ingeniosos y provocadores.

 

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Aprovechaba cualquier idea como inspiración y era capaz de crear arte al mismo tiempo que discutía con amigos o veía la televisión. Hay quien dice que se anticipó a la era de Internet por su capacidad de aglutinar medios y temas: imágenes, textos, símbolos, música, grafiti, jazz, comics, tratados de medicina... En una misma obra, podía utilizar multitud de recursos para plasmar diferentes ideas, siempre buscando remover conciencias, criticar las injusticias y hacer reflexionar a la gente.

 

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Su ascendencia haitiana y portorriqueña, sin duda tuvo mucho peso en su trayectoria. Una de las mayores preocupaciones de Basquiat era el trato racista que todavía en los años ochenta sufría la gente de color y que, tristemente, sigue hoy de actualidad. Es un tema recurrente en la obra del mayor artista afroamericano de todos los tiempos y que él, a pesar de su fulgurante éxito, seguía sufriendo en carne propia. Por ello, uno de los temas que más se repiten en sus cuadros es el homenaje a la raza negra, el desagravio a su historia de persecución y marginación, el reconocimiento del hombre negro como rey, santo o guerrero, utilizando la corona como motivo recurrente que otorga grandeza a sus personajes.

 

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La idea de la dualidad es otra de las cuestiones que explota en sus obras, los contrapuestos, la combinación de elementos dispares que a veces crean conflictos y otras compromisos: se trataba de cuestionar convencionalismos y percepciones tradicionales, ideas sobre el bien y el mal, el sistema de clases sociales o conflictos raciales... La unión de elementos contrapuestos en una misma obra no perseguía más que la integración.

 

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Aprovecha su afición a los cómics para tomar elementos familiares, recuperar símbolos identificables y, con una notable carga de ironía, tratar temas sociales trascendentales.

 

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Cabe destacar la amistad que lo unió a Andy Warhol uno de los artistas predilectos de un Basquiat completamente integrado en la escena cultural de los años ochenta neoyorkinos. Según Ronnie Cutrone «Era como una especie de loco matrimonio del mundo del arte; eran la extraña pareja. La relación era simbiótica. Jean-Michel pensaba que necesitaba la fama de Andy, y Andy creía que necesitaba la sangre nueva de Jean-Michel. Jean-Michel le devolvió a Andy una imagen de rebeldía». También pintó a aquellos por los que sentía admiración, a sus amigos y participó en multitud de proyectos de colaboración con músicos, cineastas y artistas.

 

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El título de la muestra, Ahora es el momento, proviene de una canción de Charlie Parker Now's the time y aparece en el discurso de Martin Luther King I have a dream. Ciertamente, es el momento de conmemorar la obra de este artista mediático neoyorquino, uno de los artistas más revolucionarios de la década de los ochenta, que hoy más que nunca vuelve a estar de actualidad. A pesar de su prematura desaparición, tras una breve (apenas diez años), pero prolífica carrera, su búsqueda continua de nuevas vías, su desenfado e imprevisibilidad siguen inspirando a muchos artistas.

 

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Ahora es el momento
Museo Guggenheim de Bilbao
3 de julio a 1 de noviembre de 2015

 



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- Jean-Michel Basquiat. Ahora es el momento -                - Página principal: Alejandra de Argos -

 

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 "Ensalada de muerte con salsa rosa"

Al contrario que a la mayor parte de personas no me cuesta reconocer que disfruto hablando de mí. Sin embargo, querido adicto al arte, no pienso aburrirle con un currículo de INEM redundando en si gane tal premio o tal otro o expuse en no sé dónde. Estoy atufado por el pestazo de la cosa contemporánea que empuja a los artistas a encajar en una maquinaria de multinacional donde triunfa lo políticamente correcto (incluida su incorrección) y los méritos burocráticos.

A mí me va más la jarana, el estilo clásico de artista de arrabal, ocurrente y degenerado, engendrado en una pescadería y cuya escuela es la calle, todo en plan teórico por supuesto.

 

 Escena encantadora en la provenza 

Escena encantadora en la provenza"

Para formarme he consultado oráculos en gabardina, médiums que compartían despachitos con abogados de oficio, reventas y maletas, divorciadas necesitadas, contables del hampa, menudeadores profesionales, palmeros y capillitas, marqueses con lamparones, reponedores de Carrefour, algún que otro agente de las fuerzas del orden y en definitiva cualquier persona que tenga algo mínimamente interesante que contar. 

Discrepo diametralmente con aquellos que piensan que el arte reside en cursis discusiones formales, intelectas, redichas e inmarcesibles. Me va el bacalao y esa bonita ruta hasta Valencia repleta de quinquis y desdicha.

 

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"Amantes del rovellons ante su hallazgo de vestigios aztecas"

 

Sé que estos desvaríos son peligrosos, mi frenólogo de cabecera insiste en  que no debería apuntar tan alto, asegura que mi cabeza tiene la morfología de un cochero, y que eso de ser artista es demasiado para alguien como yo. Mi madre coincide en el diagnóstico. Es más cuando por la noche Mindi y yo acostamos a los niños, el “come come” de la conciencia se me hace insoportable, y entre pucheros me conjuro ante Dios y mi núcleo familiar para jurar en vano que a primera hora seré otro hombre, mejor, mucho más solvente y con unas terribles ganas de morir de sopor en un puesto de trabajo normal.

Es una lástima que eso me dure solo hasta la lectura de la contra del As y el escueto biopic de la maciza del día. La socarronería propia del senado del pueblo, el bar, me embriaga, los efluvios del torrente de la vida me arrastran y cuando me quiero dar cuenta estoy apostando con mi primo el polaco en un semáforo el color del próximo coche que se parará. 

 

 El insiodioso copia 

"Extraño suceso en Mataró"

Si la mala conciencia se vuelve a apoderar de mí, me repeino con saliva y me arrastro a pedir dinero a mis familiares y amigos para producir una obra definitiva que prometo nos convertirá a todos en millonarios y propietarios de una promoción de adosados en “Marina D’Or”. 

A veces, ciertos agentes del arte sienten la tentación de alentarme, bien comprando, bien exponiendo  mi trabajo. Es lamentable que la fatalidad del sino sea tan contagiosa. Me siento como el caballo de Atila. Los incautos que me ayudan  se arruinan, se divorcian o tienen juicios y los ganan. 

 

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 "Funcionarios de la Generalitat representando el saqueo de Bizancio el día de la Diada"

 

En mis días iluminados peregrino de rodillas hasta el portal de casa, me levanto para alcanzar el botón del ascensor y cuando Mindi, atenta al timbre, abre la puerta, le hablo de esta manera:

-Oh Mindi querida, exuberante esposa, calla, déjame hablar, soy un maldito, parecido a los que Henry Miller describía en su “Trópico de Capricornio” ¿o ese era Bukowsky? Es igual. Maldito fue Cervantes que decían que era manco aunque no lo era, o Góngora y la nariz que arrastraba, Goya sordo, Picasso calvo ¿Amor mío, acaso no te reconforta la idea de que cuando nuestros hijos ingieren el indigesto cartón están forjando la leyenda de unos derechos de autor cuya rentabilidad no tendrá parangón?  ¿No será nuestro sacrifico, sí Mindi, tuyo y mío, de los dos, la inmolación necesaria de dos mártires a cambio de la eternidad y el patrocinio de nuestras filiales? Abrázame vida mía.

 

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"Infancia de un contable"

 

Entre sollozos lastimeros nos limpiamos las lágrimas el uno al otro y las enjugamos en la bañera para ahorrar agua.

En fin, poco más hay que contar, la historia de siempre, chico conoce chica, chica le descubre  en la cama con un doverman, etcétera… 

Espero que este relato fidedigno haya enardecido el corazón del inversor más recalcitrante y encuentre en mi infortunio su negocio. 

 

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"Jurado de miss Tarragona en bikini"

 

Sólo me queda decir que la galería “Contrast” de Barcelona ha tenido a bien organizarme una exposición para el próximo otoño donde desplegaré todo mi arsenal narrativo y ojo clínico. Tras un ritual de posesión, remontaré el río Ebro en el cuerpo de un ortodontista de Badalona apellidado Barrufet, todo documentado en una serie de pinturas al óleo cuya precisión, sin duda, les recordará a los grandes maestros.

 

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"Un Navarro de Reus"

 

rogativa por el seny

 "Rogativa por el seny"

 

Amantes dels rovellons ante vestigios aztecas

"Amantes del rovellons ante su hallazgo de vestigios aztecas"

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"Monserrat"

 

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"Gerente de la central de Vandellós"

 

Datos de contacto: http://www.inigonavarro.es

 

- Autorretratos: Iñigo Navarro -                      - Página principal: Alejandra de Argos -