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Adriana Varejão (Brasil, 1964) articula las artes: pintura, escultura, fotografía o arquitectura con un estilo barroco contemporáneo. En un complejo proceso conceptual subyacen principios como la identidad, la asimilación, la antropología, el cuerpo... derivado de su arraigada herencia histórica y cultural. Los tres siglos de colonización portuguesa se revelan en sus obras con elementos como los azulejos, el agua o la carne, con referencias a la historia primitiva e identidad indígena de su país. Pero también en el exceso, la monumentalidad, la estética teatral que manifiesta su propensión a lo barroco. Un arte lleno de simbología, de pliegues y repliegues tan característicos de la estética de ese periodo. Al mismo tiempo cuerpos hechos objeto y luego profanados.
Autor: Elena Cué
Retrato de Adriana Varejão. Foto por: Matteo D’Eletto M3 Studio © Gagosian y la artista.
Adriana Varejão (Brasil, 1964) articula las artes: pintura, escultura, fotografía o arquitectura con un estilo barroco contemporáneo. En un complejo proceso conceptual subyacen principios como la identidad, la asimilación, la antropología, el cuerpo... derivado de su arraigada herencia histórica y cultural. Los tres siglos de colonización portuguesa se revelan en sus obras con elementos como los azulejos, el agua o la carne, con referencias a la historia primitiva e identidad indígena de su país. Pero también en el exceso, la monumentalidad, la estética teatral que manifiesta su propensión a lo barroco. Un arte lleno de simbología, de pliegues y repliegues tan característicos de la estética de ese periodo. Al mismo tiempo cuerpos hechos objeto y luego profanados. Destrucción y aniquilación en la colonización pero también asimilación y creación de nuevos valores, al ritmo de la naturaleza. La sensualidad y el erotismo afloran en un claro giño oriental completando la obra de esta artista.
Acaba de inaugurar, por primera vez en Roma dos grandes exposiciones: una de ellas Adriana Varejão: Azulejão en la Galeria Gagosian, y la otra Transbarroco en Villa Medici. Este motivo centra el comienzo de nuestra conversación en torno a cuales han sido las fuentes de su inspiración artística.
E.C.: ¿Qué autores han enriquecido su pensamiento y su obra?
Adriana Varejão: El escritor cubano Severo Sarduy ha tenido una gran influencia en mi obra porque reflexionaba sobre el Barroco desde una perspectiva muy densa. Hay dos libros que han sido importantes: Escrito sobre un cuerpo y Barroco. Al ser cubano, su perspectiva era diferente de la de los europeos. Al principio, su obra, junto con la de José Lezama Lima y la de Octavio Paz, fue fundamental para ayudarme a construir mi armazón intelectual. Algo más tarde, en la década de 1990, leí Visión del paraíso, del historiador Sergio Buarque de Holanda, y Casa-Grande y Senzala, de Gilberto Freyre. Con estos dos libros se empezó a formar mi perspectiva sobre la historia en mi obra. En los últimos años he estado trabajando activamente con la obra de historiadores contemporáneos como Carlo Ginzburg y Giovanni Levi, y, en Brasil, con Lilia Moritz Schwartz, Antonio Risério y el antropólogo Eduardo Viveiros de Castro.
Instalación en la Fundación Cartier, Paris. © Adriana Varejão. Foto por Vicente de Mello. Cortesía de Gagosian Gallery.
E.C.: En su serie Tongue and incisions, (muros con incisiones de donde brotan entrañas), la materia inorgánica de los azulejos se ensambla con lo orgánico de las vísceras. ¿De dónde surge esta necesidad?
Adriana Varejão: Quería combinar la cuadrícula racional de los azulejos con la naturaleza erótica de la carne, todo ello simulado con el lenguaje artificial y voluptuoso del barroco. Los azulejos no son azulejos, y la carne no es carne.
E.C.: Convierte el objeto en algo transcendental en el momento que le añade entrañas, lo más íntimo, para luego desgarrarlo. ¿Qué enigma ocultan estas obras?
Adriana Varejão: Se trata de revelar un cuerpo detrás de las capas. Cuando trabajo sobre la “historia”, lo hago sobre la historia marcada o inscrita en los cuerpos, privada, fluida, individual, lo cual es muy diferente de las versiones oficiales de la historia del mundo.
E.C.: Esa carne es como un estallido violento, ¿qué hay en ella de amor y sacrificio?
Adriana Varejão: Si, todo. Mi referente es la historia del arte, no la realidad. Pintar carne pertenece a una tradición pictórica muy antigua, a la pintura de bodegones y a la tradición barroca que exhibe el cuerpo a través de las heridas y cuyo emblema es el corazón anatómico sangrante. Piense en Goya, en Rembrandt, en Gericault, en Soutrine, en Bacon, y, por supuesto, en Paul Thek, que trabajaba en tres dimensiones con sus “relicarios” modernos.
E.C.: Denota una inclinación por lo oriental que se refleja en referencias a la gran ola de Kanagawa, los paisajes o el erotismo... ¿Cuál es su interés por esta cultura?
Adriana Varejão: Yo me dedico a la parodia, no a la historia real. Y, al hacerlo, trato de la migración de imágenes, desde Portugal hasta Brasil a través de Asia, que se puede encontrar, por ejemplo, en la decoración interior de las iglesias barrocas brasileñas.
Con respecto a los cuadros de la serie Azulejão, también he estudiado la cerámica china song del siglo XI. Me fascinó muchísimo su característica superficie craquelada y la filosofía que la acompañaba. En ese craquelado está el verdadero origen de la escritura china. A partir de la lectura del significado que contenían las grietas se desarrolló toda una estética que poco a poco se convirtió en su propia cultura.
Adriana Varejão, Panacea Phantastica, 2003 – 2008, en Inhotim, Brasil
E.C.: Hábleme por favor de su instalación Pavillion of permanent show en Inhotim en Bello Horizonte donde todas las artes confluyen como obra total.
Adriana Varejão: Gran parte de mi obra está inspirada en los clásicos azulejos portugueses que se utilizaban tradicionalmente para decorar la arquitectura. Mi proyecto Inhotim es una construcción moderna en forma de cubo atravesada por agua, terrazas y escaleras. Hice un contenedor con un revestimiento interior formado por pinturas de azulejos, esculturas relacionadas con la arquitectura y azulejos reales incorporados a muebles arquitectónicos empotrados en el edificio.
E.C.: Las termas, los baños, azulejos y agua. Una vez mas lo orgánico y lo inorgánico en su iconografía. A veces su representación del agua ofrece ribetes de violencia, ¿qué sentido tiene en su obra la asociación de la violencia con el agua?
Adriana Varejão: Es solo ficción. La inferencia de la violencia aporta algo de dramatismo a las escenas. En los cuadros de saunas empleo elementos pictóricos muy clásicos: la pintura, el color, el tono, la perspectiva, etcétera. También reflejan la literatura erótica que leía en esa época: Georges Bataille y el marqués de Sade. Les puse títulos como El coleccionista, El seductor, y cosas así. Tienen una atmósfera ambigua, un relato en suspenso. Cuando trabajaba en ellos era mucho más importante la pintura en sí misma que contar historias.
E.C.: En algunas de sus obras vence la violencia, la transgresión de los límites tanto sexuales como de abuso al cuerpo, el sacrificio y la muerte. ¿Por qué esta tendencia a situaciones vitales tan extremas?
Adriana Varejão: Para profundizar en lo que decía antes, el arte es un universo experimental en el que todo se puede llevar al extremo. Ese es el papel del arte. Yo exploro muchas formas de violencia en el arte, no en la vida, igual que Sade agredía al lenguaje, no al cuerpo mismo, actuando simbólicamente.
Serie Polvo de Adriana Varejão. Cortesía de ICA Boston
E.C.: En su serie Polvo -un conjunto de retratos suyos-, los protagonistas son los cambios de color de la piel. ¿Qué mensaje esta enviando sobre la identidad racial y cultural de Brasil?
Adriana Varejão: La serie trata de la identidad mestiza de Brasil, que no tiene nada que ver con los extremos contrapuestos del negro y el blanco, sino con las muchas tonalidades, sutilezas y variaciones intermedias. Polvo es una caja de pinturas en la que los nombres de los colores ponen de manifiesto que todas las definiciones son una cuestión de lenguaje, como “casi blanco”. Empecé reflexionando sobre la idea del “color carne” y en lo que significa en las diferentes culturas, pero, al principio, en las marcas de óleos de todo el mundo que iba reuniendo solo podía encontrar un color rosa. Así que decidí crear “Polvo”, una marca conceptual que pone de manifiesto la complejidad y la diversidad del tema. Color es una cuestión de lenguaje.
E.C.: ¿Y que relación tiene la identidad con el tratamiento del poder y el sometimiento en su obra?
Adriana Varejão: Yo creo en el mestizaje, no en la dicotomía amo-esclavo. Brasil evolucionó como un país con una identidad cultural (mestiza) tan fuerte que es imposible que cualquier identidad individual permanezca fija, separada e intacta durante más de una generación.
Adriana Varejão: “Azulejão” Hasta el 16 de diciembre de 2016
Gagosian Rome - Via Francesco Crispi 16, Roma
- Entrevista a Adriana Varejão - - Página principal: Alejandra de Argos -
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- Escrito por Cristina Ojea Calahorra
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Un glitch en el ámbito de la informática y los videojuegos es un error del sistema que no le afecta negativamente en ningún aspecto, ni de rendimiento, ni de jugabilidad, ni de estabilidad. Es más, es común que los usuarios puedan usar un glitch en su beneficio. El trabajo que Caroline Kryzecki (Wickede/Ruhr, Alemania 1979) desarrolla, y que presenta por primera vez en una individual en España de la mano de Bernal Espacio Galería, tiene parte de su esencia en el error, en aquello no previsto pero que con su presencia deja constancia de la naturaleza humana. La exposición presenta un conjunto de obras en papel, de formato 50 x 35 cm, 100 x 70 cm y 200 x 152 cm en las que la imagen está elaborada únicamente a través de líneas horizontales o verticales y basada en la repetición.
Un glitch en el ámbito de la informática y los videojuegos es un error del sistema que no le afecta negativamente en ningún aspecto, ni de rendimiento, ni de jugabilidad, ni de estabilidad. Es más, es común que los usuarios puedan usar un glitch en su beneficio.
El trabajo que Caroline Kryzecki (Wickede/Ruhr, Alemania 1979) desarrolla, y que presenta por primera vez en una individual en España de la mano de Bernal Espacio Galería, tiene parte de su esencia en el error, en aquello no previsto pero que con su presencia deja constancia de la naturaleza humana.
KSZ 50/35–51 Cortesía: Sexauer Gallery, Berlín / Bernal Espacio Galería, Madrid.
La exposición presenta un conjunto de obras en papel, de formato 50 x 35 cm, 100 x 70 cm y 200 x 152 cm en las que la imagen está elaborada únicamente a través de líneas horizontales o verticales y basada en la repetición. Estas obras, están fuertemente ligadas a lo digital por su apariencia automática: un cuidadoso trabajo en el que sólo tres milímetros separan cada línea trazada de manera impecable y que, a priori, podría parecer que son resultado de un procesador de datos y reproducidas mediante un proceso digital.
Sin embrago, detectar la pequeña falla en el sistema, esa pequeña línea casi imperceptible fuera de lugar, nos ayuda a salir de esa "realidad" digital. Como ese elemento discordante de un sueño que nos hace ser conscientes de él, los pequeños errores de trazado o desviaciones nos hacen entender que nos encontramos ante un trabajo completamente analógico, donde cada línea está realizada minuciosamente con bolígrafo.
KSZ 200/152-06 Cortesía: Sexauer Gallery, Berlín / Bernal Espacio Galería, Madrid.
La metodología empleada por Kryzecki logra detener el tiempo, no sólo por el empeño en encontrar a través de una laboriosa práctica su propio lenguaje, sino porque además se opone radicalmente a todo lo que la sociedad moderna nos demanda. Ante el consumo rápido y fugaz, la concatenación de nuevos comienzos e incertidumbre de la “vida líquida” descrita por Zygmunt Bauman, la artista reclama la atención y reflexión ante una abstracción geométrica, encriptada y aparentemente inaccesible para el espectador.
Sólo ella tiene el acceso a un sistema algorítmico formado por patrones de repetición, un sistema propio de códigos que, sin embargo posee un gran poder de atracción tanto por su resultado estético como por su capacidad de dibujar paisajes infinitos y apuntar hacia realidades más allá de la línea. La obra reclama atención y dedicación aunque, en cierta manera, no hay ningún mensaje secreto que descifrar. La obra es la representación de los parámetros que Kryzecky interpreta de lo que la rodea, y que necesita establecer para estructurar y poner orden en el caos de lo común. Una obra intimista y delicada que nos transporta a su universo.
KSZ 100/70-11 Cortesía: Sexauer Gallery, Berlín / Bernal Espacio Galería, Madrid.
El trabajo de Caroline Kryzecky parte de un repositorio de imágenes que va recopilando, centrado en el paisaje y sobre todo en las representaciones decorativas que nos rodean y podemos ver en nuestro día a día. Estas referencias han estado siempre presentes en su trabajo, ligado a la geometría tanto en pinturas más abstractas como en otras donde la línea aparecía siempre acompañada por la figuración. Sin seguir parámetros preestablecidos, su práctica la llevó a experimentar con objetos y piezas escultóricas. Pero su obra toma un rumbo diferente y determinante cuando realiza una residencia en Estambul en el año 2010, residencia a la que acude sin llevar ningún material de trabajo. Un gesto voluntario de ruptura que la lleva a encontrar su propio lenguaje.
Azul, negro, rojo y verde son los cuatro colores que utiliza para realizar sus obras - los cuatro colores básicos del bolígrafo - y se ciñe a los formatos anteriormente descritos. Esta restricción autoestablecida ha favorecido la creación de su propio código, y le ha abierto a una posibilidad casi incalculable de combinaciones. Y como ella misma admite, le ha servido para expandir su capacidad creativa. Al igual que el error se convierte en un elemento poderoso en su obra, ha sabido reconvertir las limitaciones en su mayor libertad.
Vista de la exposición. Cortesía: Bernal Espacio Galería, Madrid
Enfatizando una práctica cada vez menos común en el arte que no busca los atajos, sino que se enfrenta directamente con cada obra, mimándola hasta alcanzar un lenguaje propio con el que no necesita referenciar las imágenes y logra la versión más abstracta y poética de sus obras. Al entrar en la exposición la belleza del movimiento lento, envuelve al visitante y le transporta a un sueño lúcido por mundos infinitos.
Caroline Kryzecki: Between the lines
Galería BernalEspacio del 26 de octubre al 30 de noviembre de 2016
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- Escrito por Dr. Diego Sánchez Meca
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Misteriosa Christine: Un fragmento del diario de California
En el aerobic había hecho progresos notables en tan sólo un mes y medio de práctica. Aquella mañana me sorprendí a mí mismo siguiendo la clase y el ritmo de un modo casi perfecto, teniendo en cuenta que el primer día no fui capaz de articular ni un sólo ejercicio. Christine era la seducción que animaba mis movimientos, ungía mi cuerpo con la gracia de su danza, la dulce melodía de su voz cantarina y el hechizo relajante de su sonrisa y sus miradas. Bailando frente a ella volvía a mí la juventud. Contagiado del ritmo y la armonía de sus pasos, mis pies se movían con ligereza, mi cuerpo perdía su pesadez y un delicioso arrebato de placer me suspendía en el vértice del olvido, por encima de las aristas del espacio y del tiempo. Fue ese día cuando me atreví por fin a hablarle la primera vez, y le pregunté sonriente: "How about cardio-dance workout class in Hearst Gym? I heard you attend to it Tuesday morning". Pero su respuesta, larga y cariñosa, se adentró en el vacío de mis carencias múltiples, chocó con la insuficiencia de mi entrenamiento lingüístico y se perdió en la lejanía infinita, dejando sólo en mis labios el eco de la perplejidad que sonaba: "¡Yeah, O. K. Christine, thanks!"
A partir de ese día, me telefoneaba una o dos veces por semana para quedar en el Café Harding, donde hablábamos durante una hora exacta al cabo de la cual ella se despedía y se iba. Yo interpreté que quería ayudarme con el inglés desinteresadamente, y esas charlas vendrían a ser como clases que me regalaba de vez en cuando. Un día, a finales de marzo, sentado con ella en el lugar acostumbrado, se acercó a saludarme un amigo al que dije que me llamara para vernos antes de finales de mayo porque en esos días me iba a marchar ya de San Francisco para pasar varios meses en Los Ángeles. Christine se mostró sorprendida por la proximidad de mi marcha y me expresó su deseo de que pasásemos más tiempo juntos. ¿Por qué? El caso es que, desde entonces, nuestras entrevistas fueron más largas y frecuentes. Pasábamos la mañana visitando las galerías de arte de North Beach y luego comíamos en un bonito café italiano, o paseábamos por la Marina de Berkeley y tomábamos lunch en uno de los restaurantes de la orilla desde donde se disfrutaba de una vista magnífica del Golden Gate. Incluso alguna vez quedamos en mi casa y allí pasamos las horas charlando, oyendo música y tomando té.
El día de mi cumpleaños vino a recogerme por la tarde con su gorrito y su sonrisa detrás de sus gafas inmensas y ligeramente teñidas, para que fuesemos a un musical en el campus de la Universidad. Dimos un paseo por Telegraph hasta el Zellenbach Auditorium entre los hippies y los estudiantes, dejando atrás el perfume a sándalo mezclado con pachuli y el desagradable olor a suciedad y orina de los homeless people. El olor a incienso salía de las librerías y de las tiendas donde se vendía la nostalgia de Oriente, de Nepal, de Katmandú, del hachisch, y el retorno al estado natural y a la desnudez de una juventud que ya había abandonado tiempo atrás el ideal de un utópico equilibrio entre la inocencia y la sensualidad. Tras el concierto la invité a cenar en Chez Panisse casi a las diez treinta, una hora terrible de tarde. El ambiente era sofisticado y distinguido, con la gente cenando y conversando plácidamente a la luz de las velas. Un maitre vino a nuestro encuentro para decirnos que teníamos que esperar todavía half-an-hour. Era igual, teníamos toda la noche. Tras pedir una copa de vino, Christine fue al Toilet a pintarse los labios, a quitarse las gafas, a lavarse las manos y volvió incluso con un peinado distinto. Estaba encantadora. Cenamos Halibut con almejas y torrijas, y conversamos sobre mi novela, mi familia, mis amigos de Kansas, mis viajes otra vez, mis países preferidos otra vez. Y también un poco sobre su familia, su hermano, la novela que estaba escribiendo su hermano, Turquía otra vez y su nostalgia del Mediterráneo otra vez. Al salir del restaurante ella tiritaba de frío a mi lado y yo la rodeé con mis brazos para que recuperase el calor, pero se quedó rígida y callada. Sin embargo, cuando nos despedimos hizo un gesto como si esperara un beso de mis labios en los suyos, mientras maquinalmente mi boca fue a posarse sobre su mejilla cumpliendo el gesto formal del adiós convencional.
Un día me dijo que quería invitarme ella a mí a cenar en su casa. Me llamó por la mañana para decirme que me recogería con su coche a las seis. Yo me había puesto ya mi traje oscuro y mi camisa azul de Armani cuando ella apareció con su vestimenta vaquera de siempre, que era la única que parecía tener. Me lo hizo notar: que me había vestido como para una ocasión especial. Cuando llegamos a Oakland se dirigió hacia el puerto por una calle desangelada por en medio de la cual circulaba un tren de mercancías a la vez que lo hacía el tráfico de los coches por un lado y por el otro. Me pareció algo inconcebible. A la vez me impresionó la desolación del lugar, la suciedad del puerto, el frío de aquel barrio desapacible. Ni tiendas, ni vecinos, ni naturaleza. Pero aún me pareció más increíble el lugar donde vivía: un almacén del puerto. Cuando entramos no pareció ni cortada ni avergonzada. Al contrario, me explicó que ese tren de mercancías que habíamos visto pasaba justo a metro y medio de sus ventanas, como comprobaríamos enseguida, formando un estruendo insoportable a cada rato, incluso de noche. La casa no tenía habitaciones. Era un hangar enorme en el que una decoración muy esquemática distinguía espacios y ambientes. Había, eso sí, cuadros de Christine por todas partes. En aquel sitio invivible vivía ella... con Malcolm, su actual pareja. La cena consistió en una patata cocida, una cucharada de huevos revueltos y un trocito de pastel de frutas de postre.
Después de una breve charla de sobremesa en tono distendido y simpático, Christine empezó a dar señales de ponerse ansiosa e incómoda. De pronto se encendió una luz en el fondo de la nave y una cortinilla se descorrió lentamente apareciendo, en una semioscuridad mal producida, la silueta de un cuerpo escultural semidesnudo. En efecto, era una figura bella de mujer que se aproximaba despacio hacia nosotros. Se movía con suma elegancia y gracia, aunque cuando pude ver mejor su rostro me pareció dominado por el hastío y la indolencia. Incluso al mirarlo más despacio, me dí cuenta de hasta qué punto aquellos ojos tristes, aquellas mejillas surcadas por ojeras profundas, aquel cabello desordenado aunque hermoso... aquella expresión de cansancio no reflejaban la belleza de la juventud sino el agotamiento y el asco. Aún así, su cuerpo contenía la más alta concentración de erotismo que yo jamás hubiera podido soñar. Irradiaba poder de seducción, levantaba llamaradas de deseo, como si fuese el cuerpo de una diosa encontrada al azar entre la multitud vulgar de los humanos y llevada allí para revelarse en toda la magnificencia de su divino esplendor. Una diosa que se acariciaba el cuerpo, orgullosa de él, cubriéndolo de aceite perfumado.
El show incluía una última sorpresa. En un momento dado, aquella figura se acercó a mí y me tomó de la mano. Yo no sonreía mientras la miraba. Tal vez porque entonces veía en ella sólo a una infeliz muchacha cogida en la trampa de una realidad angustiosa, y oprimida por la visión de un futuro sin esperanza, carne de terribles mafias del sexo, al borde del abismo de las drogas y de la locura. Una joven que no podía disfrutar de su juventud ni del amor cuando éste daba sus mejores y más sabrosos frutos tempranos. Hubiera podido tocarla, posar mis manos en la carne de la diosa y sentir su energía, su calor, su misteriosa fuerza erótica, pero no lo hice. A ella no le gustó mi mirada abstraída, intensa y extraña. Eran las once y media cuando Christine se levantó y, precipitadamente, salió a la calle sin despedirse. Entonces yo pedí a Malcolm que me llevara a casa.
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- Escrito por Elena Cué
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Lanzado a la fama a comienzos de la década de 1980 por la transvanguardia italiana, la obra de Francesco Clemente (Napoles,1952) ha transcurrido en un estilo indeterminado, enigmático, en una continua transformación y fluir. El punto de inflexión que condicionó toda su trayectoria fue su iniciático viaje a la India durante la década de los 70, donde encontró la reconciliación espiritual. Clemente tuvo la sabia intuición de instalarse en Nueva York, donde ha desarrollado el núcleo de su obra. Gran parte de la producción pictórica de Clemente es figurativa, a través de retratos, cuya atmosfera fantasmal nos revela una visión de naturaleza transcendental. Esta mezcla de raíces culturales, donde Oriente y Occidente se encuentran es lo que le da su toque más personal.
Autor: Elena Cué
Francesco Clemente. Foto: Elena Cué
Lanzado a la fama a comienzos de la década de 1980 por la transvanguardia italiana, la obra de Francesco Clemente (Napoles,1952) ha transcurrido en un estilo indeterminado, enigmático, en una continua transformación y fluir. El punto de inflexión que condicionó toda su trayectoria fue su iniciático viaje a la India durante la década de los 70, donde encontró la reconciliación espiritual. Clemente tuvo la sabia intuición de instalarse en Nueva York, donde ha desarrollado el núcleo de su obra. Gran parte de la producción pictórica de Clemente es figurativa, a través de retratos, cuya atmosfera fantasmal nos revela una visión de naturaleza transcendental. Esta mezcla de raíces culturales, donde Oriente y Occidente se encuentran es lo que le da su toque más personal.
Desde su estudio en Nueva York abordamos su vida y su obra.
E.C.: Me gustaría empezar preguntándole por su juventud. ¿Cuál fue su experiencia en Italia, teniendo en cuenta la agitación política al comienzo de su trayectoria artística, con el terrorismo de las Brigadas Rojas, el conflicto social…?
Francesco Clemente: Si se refiere usted a la década de 1960, estamos hablando de mi adolescencia, y lo que me viene a la mente es el aburrimiento. Soy muy afortunado, porque viví una época en la que uno podía aburrirse inmensamente. Pienso que sin el aburrimiento uno no puede sacar ideas nuevas de la cabeza. De ahí pasamos a los años setenta. Sí, la mía fue la última generación marxista. Y la de 1970 fue también la última década que produjo ideas, y algunas de esas ideas siguen siendo valiosas para mí. Soy un gran admirador del libro de Debord, La sociedad del espectáculo. Hay aquí en el estudio una bandera que muestra una cita del libro, un libro profético...
“Alba,” Francesco Clemente. foto: Guggenheim Bilbao
E.C.: Y en los años setenta viajó usted con Boetti a Afganistán y después a India…
Francesco Clemente: Con Boetti viajé a zonas remotas de Afganistán. Llegamos al Pamir, el cruce de caminos entre Pakistán, China y Rusia. Está en la punta de Afganistán. Fue toda una osadía, pero por aquel entonces podía hacerse.
E.C.: Y abrió un estudio en Madrás. ¿Qué buscaba en India?
Francesco Clemente: Sentía que la historia me había llevado a un callejón sin salida. No veía hacia dónde ir. De modo que decidí que mi trabajo se basaría en la geografía, no en la historia. La primera vez que fui, no sabía nada de India.
E.C.: ¿Qué le interesó más de la cultura hindú: el aspecto más sensual con su cromatismo, el aspecto corpóreo… o prefiere el lado espiritual?
Francesco Clemente: Ese es un dilema occidental: espíritu frente a cuerpo. Pero incluso en Occidente, en la tradición alquimista, dicen que deberíamos espiritualizar la materia y materializar el espíritu. De modo que buscaba la reconciliación.
E.C.: También ha colaborado usted con artistas hindúes, y he visto aquí, en su estudio, que sigue trabajando con ellos. ¿Qué le aporta el proceso de creación conjunta?
Francesco Clemente: Bueno, creo que la descripción más precisa de nuestra conciencia es la continuidad de la discontinuidad. De modo que con mi obra indico el hecho de que tenemos un yo fragmentado, y me interesan los vacíos que separan nuestros diferentes personajes. Muchas de estas ideas pueden hallarse en las tradiciones contemporáneas de Oriente. Todas esas tradiciones hacen referencia a esto.
Estudio de Francisco Clemente en Nueva York. Foto: Elena Cué
E.C.: Usted fue una de las principales figuras del movimiento de transvanguardia en la década de 1980, cuando se defendió de nuevo la pintura como reacción contra la vanguardia inmaterial. ¿Cómo recuerda usted este cambio?
Francesco Clemente: Pienso que esos años fueron una ventana de libertad y aventura, que no duró mucho. Hoy nos enfrentamos a un estilo internacional que es de alguna manera muy neutral y muy académico, si se quiere. Y de nuevo, tuve mucha suerte de estar en el lugar adecuado y en el momento adecuado.
E.C.: ¿Qué lo llevó después a apartarse del movimiento?
Francesco Clemente: No era realmente un movimiento. Pienso, de hecho, que toda esa generación de artistas carecía de formación teórica adecuada y a nadie le importaba realmente. Así que había unas cuantas etiquetas, ya sabe, el neoexpresionismo, la transvanguardia… pero todas ellas no eran más que etiquetas. Se trataba más de una sincronía de varias personas en diferentes partes del mundo que volvían a hacer arte basado en la vida, no en otro arte.
E.C.: Cuando mira las pinturas de aquella época, la explosión de sentimientos y la expresión de deseo, sueños y fantasía, ¿se reconoce a usted mismo?
Francesco Clemente: Estoy en una silla vacía… No tengo un yo que reconocer.
E.C.: ¿Qué me dice de su colaboración con Basquiat y Warhol, dos de los artistas más representativos de la escena neoyorquina en la década de 1980?
Francesco Clemente: Pienso que las razones de la obra son más importantes que su apariencia, así que estoy muy orgulloso de haber hecho estas colaboraciones, porque muestran que las intenciones son más fuertes que la apariencia. Me refiero a que, a simple vista, estas tres obras son muy diferentes entre sí, pero de algún modo están unidas por todas las cosas que no nos gustaban, no por las que nos gustaban. Tengo gratos recuerdos porque personalmente me gustaban enormemente estos dos artistas. Me sentía muy cerca de ambos. Los echo de menos a los dos. Podrían seguir vivos… sigue siendo su tiempo.
Andy Warhol, Jean-Michel Basquiat & Francesco Clemente photographed by Beth Phillips, 1984.
E.C.: ¿Cubre el arte todas sus necesidades espirituales?
Francesco Clemente: No, rezo todos los días. El arte es una forma de dar, no una forma de recibir. Uno no recibe del arte, le da al arte. Pero también es necesario dar.
E.C.: ¿Cuáles han sido sus principales obsesiones?
Francesco Clemente: Mis obsesiones están renovándose constantemente. Me muevo de una obsesión a otra. Pero en mi campo, la obsesión no se considera un trastorno; se considera una necesidad.
E.C.: La mayoría de sus retratos son impenetrables. ¿De qué hablan sus rostros?
Francesco Clemente: La vida eterna, tal vez.
E.C.: ¿Es usted también impenetrable?
Francesco Clemente: Me han dicho tres veces, tres personas diferentes, que les recuerdo al humo. ¿Es impenetrable el humo? No lo sé. Difícil de atrapar, sin duda.
E.C.: Ha habido muchos cambios en su trayectoria artística, así como en sus técnicas. ¿A qué se debe tanto movimiento, tanto cambio?
Francesco Clemente: Desde el principio mi intención era no anclarme en una situación determinada, o en un estilo determinado. Al mismo tiempo, esa es mi virtud, porque significa que todo lo que hago es nuevo, y mi debilidad, porque estoy constantemente empezando, lo que significa que nunca sé qué estoy haciendo. Además, el objetivo de mi obra es recordarle al espectador la necesidad de ser fluido, de estar en un estado de transformación constante.
“Scissors and Butterflies,” Francesco Clemente. foto: Guggenheim Bilbao
E.C.: Sus cuadros son muy enigmáticos. ¿Qué significan para usted?
Francesco Clemente: Mis cuadros son enigmáticos, la vida es enigmática. Todo es un enigma, todo es un misterio. Hay una hermosa cita en un cuadro de Chirico que dice en latín: Et quid amabo nisi quod aenigma est? (¿Y qué amaré, sino el enigma?).
E.C.: ¿Descubre algo sobre usted mismo durante el proceso de creación de sus cuadros?
Francesco Clemente: La ventaja de hacer algo a mano es que nunca haces lo que tienes intención de hacer, de modo que tienes que adaptarte a las circunstancias. En ese sentido, tienes que permanecer abierto todo el tiempo, y disgustado, lo cual es una buena lección para la vida.
E.C.: ¿Reconoce en qué estado se encontraba usted en el momento de pintar?
Francesco Clemente: Sí, mis cuadros van atados a los cambios de mi vida y van atados a una sensación de sincronía. Creo en la sincronía. Mire, el ejemplo más sencillo de sincronía es pensar en alguien, volver una esquina y ver a esa persona. Estoy muy en contacto con ese tipo de resonancia y simetría en la vida, en el que las cosas ocurren por sí solas, ocurren en grupos. Todas se chocan entre sí. Yo soy un oyente… escucho la armonía de la vida y la traduzco en mis cuadros.
“Iniziazione, La Stanza della Madre / Initiation, Mother’s Room,” Francesco Clemente. foto: Guggenheim Bilbao
E.C.: ¿No es su pintura un baile fantasmal?
Francesco Clemente: Sí, y definitivamente me siento todo el tiempo como un fantasma. No quería sentirme demasiado real.
E.C.: ¿Cómo se relaciona usted, que ha nacido y se ha educado en Nueva York, que ha vivido una intensa experiencia en India y que ahora vive en Nueva York, con su identidad? ¿Quién es usted, entre estas tres fuertes identidades?
Francesco Clemente: El objetivo es no ser prisionero de ninguna de estas tres identidades. El espacio que realmente quiero habitar es el que existe entre todas estas identidades. Desde cada lugar, quiero recordar y anhelar el otro. No quiero pertenecer a ningún lugar, en realidad.
E.C.: ¿Necesita encontrar la inspiración mientras viaja, o es algo que no busca? ¿Quizá es como dijo Picasso, que la inspiración tiene que encontrarlo a uno trabajando?
Francesco Clemente: Una cosa lleva a la otra. El único obstáculo de la vida somos nosotros mismos. Si nos eliminamos a nosotros mismos de la imagen, no hay nada que podamos hacer.
- Entrevista a Francesco Clemente - - Página principal: Alejandra de Argos -
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- Escrito por Kilian Lavernia
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“Solo he sobrevivido gracias al arte, que me ha dado fe en mi propia existencia”. Así de contundente se expresa Tracey Emin (Surrey, 1963) en su explosiva autobiografía titulada Strangeland, recientemente traducida al castellano (Alpha Decay, 2016). Lo cierto es que estas memorias se han convertido en un punto de partida ineludible para acercarse a su compleja personalidad sin caer en los recurrentes juicios sumarísimos de provocateur y exhibicionista, precisamente porque su historia personal y su identidad artística se confunden de un modo fascinante e irreverente, en una nueva frontera del arte confesional de corte bourgeoisiano en la que intimidad, arte y vida se convierten en algo indisoluble. Por lo tanto, no se puede entender la creación artística de Emin al margen de su vida. Esta obviedad no es una mera redundancia.
“Solo he sobrevivido gracias al arte, que me ha dado fe en mi propia existencia”. Así de contundente se expresa Tracey Emin (Surrey, 1963) en su explosiva autobiografía titulada Strangeland, recientemente traducida al castellano (Alpha Decay, 2016). Lo cierto es que estas memorias se han convertido en un punto de partida ineludible para acercarse a su compleja personalidad sin caer en los recurrentes juicios sumarísimos de provocateur y exhibicionista, precisamente porque su historia personal y su identidad artística se confunden de un modo fascinante e irreverente, en una nueva frontera del arte confesional de corte bourgeoisiano en la que intimidad, arte y vida se convierten en algo indisoluble.
Tracey Emin en 2014, disponible en www.highlandradio.com
Por lo tanto, no se puede entender la creación artística de Emin al margen de su vida. Esta obviedad no es una mera redundancia. Con una infancia y adolescencia sumamente complicadas (violación a los trece años, incesto, abortos, anorexia, alcoholismo, pobreza, rechazo social, etc.), la artista desvela en su obra un conjunto recurrente de sufrimientos, humillaciones y traumas con una franqueza cruda y desenfrenada. Utiliza la creación artística para recrear su propia memoria, como una terapia que le ayuda a superar ciertas etapas de su vida, marcadas todas ellas de un profundo dolor y resentimiento. Tracey Emin es una superviviente de su propia combustión juvenil. El sexo, los excesos de droga y las resacas le dieron el contorno mediático. El arte, un sitio estable para su intimidad. De ahí que la claridad con que se expresa en sus memorias resulte visceral, como de una desnudez extrañamente incómoda: “Soy una alcohólica, neurótica, psicótica, quejica, una perdedora obsesionada conmigo misma, pero soy una artista”.
"Monument Valley" (1995-97), disponible en proyectoidis.org/tracey-emin/
Más allá del salvajismo autobiográfico de Strangeland, la consolidación artística de los últimos años permite hacer no obstante un primer balance más integral y matizado de su aportación a la historia del arte contemporáneo más reciente. Emin pertenece a una tradición de artistas que arranca ya con el dadaísmo y Duchamp, pasa por el onirismo autobiográfico de Frida Kahlo y también por las manifestaciones más oscuras del expresionismo de Egon Schiele, Edvard Munch o el arte pop de Robert Rauschemberg, hasta llegar al exhibicionismo conceptual de Sophie Calle.
"The last great adventure is you", disponible en gbphotos.photoshelter.com
Durante los años ochenta estudió pintura en el Royal College of Art londinense y, en una primera etapa (de la que apenas se conservan obras, ya que ella misma las destruyó casi todas), formó parte de los llamados Young British Artists, un grupo de artistas británicos (Damien Hirst, Mark Ofili, Sarah Lucas, Marcus Harvey, los hermanos Chapman) que empezaron a exponer a partir de los noventa apadrinados por el galerista y publicista Charles Saatchi, cuyo excelente olfato de promoción y marketing culturales no deben ser olvidados aquí.
El carácter reincidente de los excesos de Emin se convirtió en la gramática de su trabajo durante aquellos primeros años tan mediáticos: dibujos, fotografías, patchworks, vídeos, instalaciones... En todo su quehacer volcaba el eco de su memoria, como en la temprana performance que realizó en una galería de Estocolmo, Exorcism of the last painting I ever made (1996), donde pintó desnuda paredes y cuadros con contenido autobiográfico, descerrajando de este modo un largo bloqueo emocional –los dos abortos sufridos– al tiempo que lo hacía desde un claro posicionamiento feminista, como crítica del “women’s work” a través de la exhibición de la propia sexualidad y corporalidad.
"Exorcism of the last painting I ever made", disponible en www.dazeddigital.com
Desde luego, el símbolo de aquellos excesos fue My bed (1998), la obra con la que quedó finalista en el Turner Prize y la que probablemente es su pieza más conocida y controvertida de su carrera. El hecho de que fuera subastada en 2014 por 2,2 millones de libras –la compró un coleccionista alemán que la ha cedido en préstamo a la Tate, donde ahora se exhibe– confirma el irónico poder transformador de nuestra percepción sobre el arte más provocador. Ya lo decían nuestros padres: no hacer la cama tiene un precio.
"My bed", disponible en www.huckmagazine.com
La pieza mostraba su propia cama sin hacer, con las sábanas manchadas de fluidos corporales, y en el suelo de alrededor había artículos de su habitación, como condones, paquetes de cigarrillos vacíos, botellas de alcohol, recortes de periódico, un par de bragas con manchas menstruales y otros residuos domésticos. La promiscuidad sexual y los excesos con el alcohol y las drogas, que atravesaban la vida de Emin en aquel momento, hacían de la devastadora intimidad un espectáculo, convirtiendo al espectador en voyeur involuntario de su arte confesional. My bed puede considerarse, no sin cierta provocación, un autorretrato orgánico de la artista, una indagación en sí misma desde el colapso y la crisis emocional. Pura y nuda autorreferencialidad. O en sus propias palabras: “el absoluto desastre y decadencia de mi vida”.
"My bed", fotografía de Niklas Halle'n
En la misma línea se encuentra Everyone I Have Ever Slept With 1963-95, una tienda de campaña adornada con los nombres de todas las personas con quienes alguna vez durmió, incluidos compañeros sexuales, familiares con quienes trasnochó en su infancia, su hermano mellizo y sus dos embarazos perdidos. Plasmar la crudeza de aquellos recuerdos pasa, entonces, por bordar los nombres de sus amantes y amados en una especie de tienda-útero, reivindicando al mismo tiempo, como mensaje fuerte, la inversión de roles de una sexualidad femenina más autoconsciente y agresiva, de una mujer como womenizer. Quizá era precisamente esa incomodidad la que sintió uno de los periodistas que visitó la instalación cuando exclamó: “¡Si hasta se ha acostado con el organizador de la exposición!”.
"Everyone I Have Ever Slept With 1963-95", disponible en http://www.christies.com/
La evolución de la obra de Emin ha estado caracterizada también por una transición hacia otros campos de experimentación. Las exposiciones iniciales de fotografía y de pintura –como las delicadas acuarelas de Berlin The Last Week in April 1998–, las performances e instalaciones de su época más salvaje, en la que se permitía salir borracha en prime time televisivo, se enriquecieron por ejemplo, a partir del año 2000, con nuevas muestras de su deuda artística con Schiele, inmortalizada en The Purple Virgins. En la sinuosidad de aquellas piernas y vaginas exhibidas en la Biennale de 2007 se consagraba un trazado muy reconocible, que ha mantenido en otras aproximaciones eróticas, como por ejemplo en la serie Suffer Love (2009). No puede sorprender, en este sentido, su nombramiento en 2007 como profesora de dibujo en la prestigiosa Royal Academy of Arts, donde ha ejercido también como curator en algunas exposiciones de verano.
"Suffer Love I", fotografía de Stephen White/EFE
La consagración artística y el reconocimiento de la crítica han podido medirse, por otro lado, con esculturas y montajes públicos de fuerte resonancia mediática. Es cierto que Emin ya había explorado el género escultórico, por ejemplo a través de su propia máscara mortuoria en Death Masks (2002). Pero cuando diseñó, justo delante de la catedral de Liverpool, aquella asta de cuatro metros tallada en bronce y coronada por un pequeño pájaro, no sólo rindió un homenaje al famoso Liver Bird de Liverpool –símbolo de la ciudad. También sellaba, a su vez, una alianza con la BBC –que comisionaba aquella obra– y, en cierto modo, con el propio establishment inglés.
"Liver Bird", disponible en www.traceyeminstudio.com
Cuando, a los pocos años, volvió al interior de la catedral para instalar uno de sus habituales neones justo debajo del gran vitral, Emin no hizo sino ratificar aquella posición. El neón, que simboliza idealmente un lenguaje publicitario que pretende atraer nuestra atención para conseguir vender algo, consigue romper con Emin esa funcionalidad a través del carácter íntimo de su contenido: I Felt You And I Know You Loved Me. Pocas veces una iglesia se ha atrevido a tanto.
"I felt you and I know you loved me", disponible en mathi.eu
En todo caso, el bronce como la madera han jugado un papel decisivo en la última década. Desde It's not the way I to die (2005) y Tower (2007), pasando por las delicadas esculturas (zapatos, ositos, calcetines infantiles) repartidas por la ciudad de Kent en 2008, de innegable carga social, hasta llegar a la más reciente The Last Great Adventure is You (2014), entre otras muchas propuestas.
"It's not the way I want to die", disponible en www.traceyeminstudio.com
La vigencia de la obra de Emin sigue siendo indiscutible, su productividad teórica nada desdeñable. Si pensamos que, antes de la era del selfie y la explosión de las redes sociales, hizo suya, desde una conciencia radicalmente feminista, la exhibición de la intimidad y la sexualidad más vulnerable, pero también la exposición visible de la soledad, el fracaso sentimental y la alienación por el éxito, nos encontramos ante una enfant terrible que ha logrado finalmente su ingreso en el panteón de los artistas (millonarios) más consagrados del presente en detrimento de la corrección política de su británico país.
"Welcome Always" (2008)
Tracey Emin en el CAC de Málaga, fotografía de Jesús Dominguez /EFE
Tracey Emin: What do artists do all day (en inglés)
- Zaha Hadid. Biografía, Obras y Exposiciones - - Página principal: Alejandra de Argos -
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- Escrito por Marina Valcárcel
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Las tres salas de la Royal Academy que albergan los 82 retratos y un único bodegón pintados por David Hockney en los últimos dos años y medio, a punto de cumplir 80 años, destilan algo parecido a la sensación que se vive en una parada de metro a hora punta, algo de masa humana, de murmullo y, sobre todo, de mucha electricidad vital. Son tres salas estrechas, sin ventilación natural, cubiertas por una bóveda de cañón demasiado presente y cuando uno se abstrae, y se aleja hacia el fondo de la sala, surge un diálogo peculiar entre el público y los personajes que Hockney nos presenta. Algo parecido a un teatro viviente. Son retratos de cuerpo entero, colgados, más bien comprimidos, uno al lado de otro, a escaso medio metro del suelo, nuestros ojos quedan a la altura de sus labios.
David Hockney Barry Humphries (Marzo 2015)
Las tres salas de la Royal Academy que albergan los 82 retratos y un único bodegón pintados por David Hockney en los últimos dos años y medio, a punto de cumplir 80 años, destilan algo parecido a la sensación que se vive en una parada de metro a hora punta, algo de masa humana, de murmullo y, sobre todo, de mucha electricidad vital. Son tres salas estrechas, sin ventilación natural, cubiertas por una bóveda de cañón demasiado presente y cuando uno se abstrae, y se aleja hacia el fondo de la sala, surge un diálogo peculiar entre el público y los personajes que Hockney nos presenta. Algo parecido a un teatro viviente.
David Hockney Edith Devaney (Febrero 2016)
Son retratos de cuerpo entero, colgados, más bien comprimidos, uno al lado de otro, a escaso medio metro del suelo, nuestros ojos quedan a la altura de sus labios. Todos los cuadros tienen las mismas dimensiones: 1.20 por 90 centímetros, el mismo tiempo de posado: dos días y medio o lo que él llama, en términos fotográficos, "una exposición de 20 horas". Y responden a idénticas coordenadas: todos los modelos están sentados en la misma silla, sobre el mismo estrado, con una cortina azul detrás. Únicamente cambian la manera de sentarse y la vestimenta. Son variaciones sobre el mismo tema. El fondo y el suelo son dos masas de color puro, verde o turquesa, que alternan sin aparente criterio. Y las caras, en un rosa y violeta no carnal, presentan unos personajes a punto de estallar, víctimas de lo que parece una presión arterial demasiado alta. Todos vienen de un continente donde la luz es distinta. La luz blanca de California. Porque, vistos a cierta distancia, estos cuadros resultan tan brillantes que podrían haber sido pintados sobre una pantalla de plasma. El arte a veces emite luz.
Sala exposición: 82 retratos y un bodegón Royal Academy of Arts, Londres.
En la primavera de 2013 y, por primera vez en su vida, David Hockney (Bradford, 1937) deja de pintar. Son meses también de silencio. Entre su pequeño, casi familiar, equipo de trabajo parece difícil remontar del suicidio, en el estudio del pintor, de Dominic Elliott, su ayudante, después de beber una botella de lejía en mitad de una crisis de cocaína y éxtasis. Hockney decide salir de Inglaterra hacia su casa de Los Ángeles. Y es allí donde, el 13 de Julio de 2013 pinta, por sorpresa, a Jean Pierre Gonçalves de Lima (J-P), su fiel asistente. Sobre un fondo y una alfombra en los colores alegres y saturados que le caracterizan, este cuadro, sin embargo, retrata la fragilidad de la vida, el duelo y es, quizás, un autorretrato del estado de ánimo del artista: sentado en una silla, con los pies abiertos, J-P clava los codos en sus rodillas para sujetarse la cabeza entre las manos. No vemos su cara. Imaginamos que llora. Conscientemente o no, Hockney rescata del fondo de nuestra memoria aquel retrato de Van Gogh Sorrowing Old Man, ese anciano tan triste, en idéntica postura, amparado por la tarima y las paredes de una cabaña, al frío de una pequeña lumbre.
Sólo un comienzo
El Retrato de J-P, cargado de fuerza en si mismo, podría haber sido el único, aislado en su mensaje. Pero las respuestas de Hockney son siempre inesperadas y a este cuadro le siguen más. Hockney alumbra un nuevo proyecto. Gira desde los enormes paisajes de Yorkshire de su exposición en 2012, A bigger picture, hacia un lado más íntimo. Es el Hockney incansable. En la era del selfie, de Instagram y de los retratos robados a la vida a través de móviles y tabletas de los que él mismo se nutre, el más importante de los pintores vivos del momento, se detiene y reivindica los dos géneros de la pintura tradicional tocados de muerte: el bodegón, con un banco y unas frutas que Hockney ideó una mañana en la que su modelo faltó a la cita y, sobre todo, el retrato, puesto en duda desde la abstracción, a principios del siglo XX.
En esta nueva serie todos son amigos, familiares o ayudantes, ninguno de ellos es un encargo, no son independientes, ni están hechos para dispersarse, vender o regalar, son los componentes de una declaración creativa única, una profesión de fe no solo en favor del retrato sino de la pintura en sí misma. Y por encima de las cuestiones sociológicas, detrás de estos 82 retratos, subyace un análisis en la psicología humana. Hockney tiene una inclinación por la lectura densa. Por aquel entonces andaba inmerso en Balzac y su Comedia humana. La secuencia de retratos en su cabeza venía a ser un estudio visual de la humanidad equivalente al proyecto literario de Balzac. Hockney no será nunca un lector de libros ligeros: "La lectura no es un pasatiempos para mí. No quiero ver pasar el tiempo sin más. Necesito un proyecto. Algo que me fuerce a seguir adelante. Y ahora mismo estos retratos son mi motor".
David Hockney Rufus Hale (Noviembre 2015)
Urgencia por pintar Hockney cree que el ser humano desde que es niño tiene urgencia por pintar. Pintar está en nuestras raíces más profundas, de la misma manera que lo están nuestros sentidos. Él lo hacía porque estaba fascinado por el mundo que le rodeaba. Y todavía sigue. Se fija en los paisajes abiertos, en el agua, en un bosque impenetrable, en las personas que le rodean, en las plantas... pero su inquietud real es la de poder reflejar todo lo que ve en un conjunto de líneas, puntos y manchas de color.¿Cómo se puede trasladar una experiencia visual, un amanecer, algo que engloba un tiempo fugaz, unos volúmenes, el aire, el vapor del agua o las variaciones de luz en un lienzo? ¿Cómo se comprime todo eso en la superficie plana? Hace tiempo describió esta inmersión en el proceso creativo: "Poder reducir las cosas a una línea es lo más difícil". Además de ser un prodigio del dibujo, Hockney piensa y compone también desde un ángulo cromático. Es un admirador de Piero de la Francesca y de Fra Angelico. A los 11 años se paraba ante una reproducción de la Anunciación del pintor de ángeles que había en un pasillo de su colegio de Bradford. No es un dato menor. Hay mucho de los pintores florentinos del siglo XV en el pintor inglés: en los colores claros e intensos de los frescos, en el uso de la luz, incluso en su técnica -alternando entre acrílico, óleo y acuarela- sugiriendo una búsqueda de efectos parecida a la claridad de la témpera y el fresco. Para esta serie Hockney usó una nueva marca de acrílicos que J-P le descubrió y que ofrecía dos posibilidades que él creía especialmente útiles: las ventajas de la acuarela -rapidez, espontaneidad y transparencia-, y también las del óleo: trabajar en capas de pintura superpuestas permitiéndole volver cuantas veces le era necesario sobre distintas zonas del cuadro.
Lenguaje no verbal "Dentro de Hockney hay una fuerza interior que le impulsa a pintar", dice J-P mientras graba una nueva sesión de posado: del lienzo y, tras solo 30 minutos de dibujo a carboncillo, va surgiendo el perfil de Rufus, el hijo de Tacita Dean, único niño de esta exposición. Hockey lleva sordo algunos años, evita las aglomeraciones pero es un conversador incansable, contagioso. No poder oír bien hace que el escrutinio en los gestos y en el lenguaje corporal de sus modelos sea total. Por eso, cuando dibuja, prefiere hacerlo en un silencio casi absoluto, a veces roto por un: "Dame algo de amarillo de cadmio... Ahora un gris neutro, por favor". Los colores se van mezclando en un par de paletas metálicas sobre un carro de ruedas detrás del caballete. Por la tarde, Rufus volverá a subirse al estrado, Hockney busca estar a la misma altura que la cara del modelo evitando así ver los rostros desde abajo, eso le impide ver los ojos al completo. Después vendrán las manos, decisivas para el pintor: "Creo que la piel de las manos nos lleva a la piel de la cara. Si consigues hacer unas manos correctas éstas siempre conducen al rostro". En un momento dado, se apartará del caballete para rozar el ante de los zapatos del niño, como analizando su textura. Pensará en la sombra que producen sobre la moqueta. Y Hockney, erudito en historia del arte, volverá abstraerse en su silencio y viajará por sus pensamientos en el arte oriental. Allí no existen las sombras y las historias de los cuadros de cuentan a través de distintos puntos de fuga. Volverá a los pies de Rufus. Fue él quien quien dijo: "Una sombra es solo la ausencia de luz".
David Hockney: 82 retratos y un bodegón Royal Academy of Arts, Burlington House, Piccadilly, Londres Comisaria: Edith Devaney Hasta el 2 de octubre
- La comedia humana segun David Hockney - - Página principal: Alejandra de Argos -
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- Escrito por Elena Cué
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Manolo Valdés (Valencia, 1942), suele encontrar su inspiración no en la realidad, sino en la representación de esa realidad imaginada por los artistas que admira. Como una busqueda involuntaria que le impele a descifrar los signos que emiten esas obras, Valdés las interpreta en un continuo aprendizaje a través del arte en busca de la verdad. En sus inicios con Equipo Crónica (1964-81) convirtió el Museo del Prado en Pop con un arte más reivindicativo debido a la situación política del momento. Su arte actual se basa en una interconexión con la historia del Arte y sus protagonistas. Velázquez, Matisse, Rembrandt, Picasso... han visto sus obras icónicas transfiguradas con las múltiples interpretaciones del artista que las ha dotado de un nuevo sentido. Valdés crea formas y volúmenes trabajando la materia: arpillera y pigmentos para sus cuadros; madera, bronce, aluminio... para sus esculturas.
Autor: Elena Cué
Foto: Luc Castel uso autorizado por Galería Marlborough
Manolo Valdés (Valencia, 1942), suele encontrar su inspiración no en la realidad, sino en la representación de esa realidad imaginada por los artistas que admira. Como una busqueda involuntaria que le impele a descifrar los signos que emiten esas obras, Valdés las interpreta en un continuo aprendizaje a través del arte en busca de la verdad. En sus inicios con Equipo Crónica (1964-81) convirtió el Museo del Prado en Pop con un arte más reivindicativo debido a la situación política del momento. Su arte actual se basa en una interconexión con la historia del Arte y sus protagonistas. Velázquez, Matisse, Rembrandt, Picasso... han visto sus obras icónicas transfiguradas con las múltiples interpretaciones del artista que las ha dotado de un nuevo sentido. Valdés crea formas y volúmenes trabajando la materia: arpillera y pigmentos para sus cuadros; madera, bronce, aluminio... para sus esculturas.
Desde el 8 de septiembre se pueden ver en la Place Vendôme de Paris, seis monumentales cabezas de mujer en una exposición organizada por la Galería Marlborough. Ramas de helecho, hojas de palmera, mariposas... ornamentan las cabezas monumentales de sus mujeres como tocados naturales.
E.C.: Podemos empezar hablando de su exposición: ¿Que destacaría de ella?
Manolo Valdés: Últimamente estoy trabajando en esculturas grandes, y las he pensado –como siempre hago en mi trabajo– sin que tengan un destino concreto. Están hechas, en principio, no sólo pensando en Vendôme, porque son esculturas que después van de un lugar a otro. En cada sitio donde van se leen, se ven y se enseñan de una manera distinta. Hay algunas diferencias con respecto a las últimas que hice y que se expusieron en el Jardín Botánico de Nueva York.
E.C.: ¿Cuáles son las diferencias?
Manolo Valdés: Pensando en la tradición española –acababa de leer un artículo de Berruguete– y decidí policromarlas. Tienen un brillo que refleja el entorno. Como ves, hay algunas novedades…
E.C.: Y, ¿cuál ha sido el mayor reto al que se ha enfrentado en este proyecto?
Manolo Valdés: La Place Vendôme me gusta mucho, porque es una plaza cerrada y es lo que más se parece a lo que sería un recinto, un parque o una galería de arte. Pero el primer sorprendido de cómo quedarán seré yo, para bien o para mal. No hay pruebas previas, por el camino ocurren muchas cosas, se introducen unos pedestales para repartir el peso, etc. En fin, cosas que no están en tus manos.
Pero siempre es así, y a mí me hace muchísima ilusión. París es una ciudad que yo adoro. Cuando yo empecé vivía en Valencia, y claro, el lugar más desarrollado donde se producían más acontecimientos era París, era mi referencia. Y, de repente, volver ahí es francamente un privilegio.
E.C.: Viajó por primera vez a París con 16 años, donde se enfrentó a nuevas expresiones artísticas y descubrió la libertad.
Manolo Valdés: Cuando empezabamos Bellas Artes, teníamos conciencia de que Valencia no era un lugar que estuviese desarrollado. No existía nada. Siempre decíamos que el lugar que para nosotros tenía más connotaciones culturales era la Estación del Norte, es decir, la estación donde cogíamos el tren para irnos. París era el destino. Cuando llego por primera vez ocurre algo que, para mí, fue fundamental y es que descubrí la libertad. Es algo que te acompaña toda tu vida, y, en fin, es algo que me hace muchísima ilusión.
E.C.: ¿Ha conseguido sentir esa libertad que le cautivó en París?
Manolo Valdés: Yo tengo la sensación de ser un privilegiado que ha hecho siempre lo que ha querido. Y además he tenido la posibilidad de enseñarlo. Seguramente por mi carácter o por mi formación no he compartido esa idea tan generalizada del siglo XX de la libertad a ultranza, porque cuando uno ve la historia del arte –y yo soy muy de los que la miran–, uno ve, por ejemplo, a Goya como pinta, por un lado, los “Caprichos” y, por el otro, a la familia real, es decir, ve los encargos.
La historia del arte está llena de cosas maravillosas, y creo que los encargos son un reto. Es una cosa que acepto. Yo creo que el “encargador” y el artista, si se entienden, es una buena combinación. Me imagino que no debe ser lo mismo tratar con los Medici, que tenían una determinada cultura, que tratar con alguien que rebaja tus conocimientos.
E.C.: ¿Creé que todo vale en arte?
Manolo Valdés: A veces lo que siento es pena cuando hay una cosa que no entiendo. Pero hay algo a lo que me niego: que los cuadros necesiten, como complemento para entenderlos, una explicación. Creo que la pintura tiene una especificidad, y tiene que saber contar ella misma lo que quiere. No me gusta cuando tengo que leer una cosa al lado para poder entender el cuadro. Eso es una cosa que se ha generalizado bastante. Eso es lo que no soporto. Creo que con la pintura puedes decir determinadas cosas, seguramente menos de las que quisiéramos decir. Y esa es su especificidad, como la música o la poesía tienen la suya.
E.C.: ¿Cuál sería para usted el momento más significativo de la creación artística?
Manolo Valdés: Al final, la vida mía con la pintura es una rutina, una rutina que te acompaña hasta cuando no estás en el estudio. Cuando voy por la calle voy siempre mirando como si fuera un cazador, a ver qué incorporo con mis obsesiones.
E.C.: Con la mirada atenta…
Manolo Valdés: Es una deformación profesional. Soy un mirón, porque creo que de algún sitio puedo sacar algo. Siempre que voy a un lugar, y hay imágenes con mi asunto, lo que quiero es llevarme un botín. Y luego eso te lo llevas a casa, a tu estudio, y lo tienes hasta en la noche. Recuerdo una vez que Miró me dijo: “Mira, este cuadro se me ocurrió de noche”. Y yo pensé: “Mira, otro que no duerme”. Es que es una obsesión.
E.C.: Entonces, ¿cuál sería el momento?
Manolo Valdés: Pues cuando estás en esa situación de que tienes algo nuevo y crees que vas a hacer con eso algo diferente. Ahora bien, yo soy de los que si no se me ocurre nada, pinto lo mismo que he pintado el día anterior. Pero pinto. Es como una necesidad para inspirarme.
Manolo Valdés. Matisse como pretexto, 1987. Colección Guillermo Caballero de Luján
E.C.: Ha comentado que su inspiración procede de la interpretación que hacen otros artistas de la realidad, ¿por qué?
Manolo Valdés: Yo desconozco las razones por las cuales los artistas –algunos de los cuales me pongo en frente suyo– les han llevado a hacer eso. Pero tampoco me importa. Me importan los resultados. Ahora bien, ¿qué es lo que ocurre?
Yo soy muy consumidor, y a mí me gusta comentar esas obras clásicas desde mi especificidad, que es la pintura. Cuando uno ve determinados cuadros icónicos, que han producido óperas, piezas musicales, poemas o escritos literarios importantes, quiere eso decir que esas obras –por las razones que sean– tienen ese atractivo que hace que otros consigan hacer obras de arte a partir de ellas. Eso es lo que me pasa a mí. Siempre con las que me gustan. Cuando uno lee un buen texto literario o una buena novela te hace ver los aspectos de la realidad de una manera distinta. Y cuando voy a mi Valencia y miro las playas, pues las miro a través de Sorolla. Así funciona esa deformación profesional y esa pasión.
E.C.: Y así como un libro que se vuelve a leer cobra otro significado con el paso del tiempo, usted reinterpreta obras como Las Meninas ¿Su mirada ha cambiado hacia ellas?
Manolo Valdés: Claro, es un reflejo de lo que te pasa a ti. Esa es la razón por la que me planteo a veces trabajar con un cuadro con el que ya he trabajado antes. A veces, veinte, quince años, o dos semanas, porque creo que tengo otra manera de verlo y que daré otra versión distinta. Claro, luego ocurre lo que ocurre. Pero ese es el mecanismo.
E.C.: Un proceso de autoconocimiento...
Manolo Valdés: Fíjate, hay muchos tipos de artistas. Yo tengo amigos artistas, que son estupendos, pero que no pueden volver sobre un tema que en un momento determinado ya han tocado. Les repele, y ya está. Yo puedo volver veinte veces sobre él, siempre y cuando crea que puedo hacerlo de una manera distinta.
Manolo Valdés. "Odalisca"
E.C.: Las repeticiones son una constante en su obra. Es como un coleccionista de testas femeninas. ¿Es una obsesión?
Manolo Valdés: Yo creo que la historia del arte se ha ocupado mucho de la mujer, y hay grandes cuadros en esa dirección. No me lo planteo, pero tengo esa inclinación. Desde luego no la aparto, la llevo con mucho gusto.
E.C.: En algunas de ellas los rasgos desaparecen perdiendo su identidad. Pero no es una evolución como las cabezas de Brancusi hacia la abstracción y la simplicidad en las formas, sino que es aleatorio, unas veces les pinta rostros y otras no.
Manolo Valdés: Tú misma has dado la respuesta. La mirada de la historia del arte lleva eso. Brancusi me ha enseñado a que puede haber una cabeza sin ojos. Brancusi y otros. Con lo cual no es un problema para mí. Si resulta que esa nariz o ese ojo es algo que me fastidia, las quito. Afortunadamente, antes alguien ya me lo ha enseñado, y ya está aceptada. Eso está ahí, afortunadamente.
E.C.: Está todo interconectado.
Manolo Valdés: Afortunadamente hay un pasado y una cultura asimilada, y hay un gusto por esa cultura.
Manolo Valdés. "Las tres Damas de Barajas".
E.C.: También encuentra la inspiración en la literatura. Colaboró con Mario Vargas Llosa en las esculturas "Las tres Damas de Barajas" (areopuerto de Madrid) para las cuales el premio Nobel escribió un texto que forma parte de la obra. ¿Qué le aportó la inclusión de otro lenguaje artístico como es lo escrito para esta obra?
Manolo Valdés: Yo quería hacer eso, porque en la historia del arte hay muchas inscripciones, tanto en tumbas como en mil sitios. Hay muchas obras de arte donde ese grafismo, esa letra escrita para contar algo, tiene un valor estético. Yo estaba dándole vueltas a eso, y en un viaje a París se lo conté a Mario. Al principio no lo veía, pero al cabo de unos días me dijo de hacer, con esa inteligencia que le caracteriza, una escultura que hablase, una escultura parlante. Entonces hizo unos textos, que son fantásticos.
Ninguna de las dos cosas está antes, sino están a la vez, porque con ese texto yo tengo que hacer una escultura que hable. ¿Y cómo introducir la letra? No quería que eso estuviera al lado, porque ya te he dicho antes que lo que yo odio son esos textos que tienen que ser explicados. Tengo que decir que aún me quedan algunos textos que no he utilizado, por incompetencia, porque no he encontrado aún la imagen. Pero lo haré.
E.C.: Fundador junto a Rafael Solbes y Juan Antonio Toledo de Equipo Crónica (1964-1981). ¿Se pierde lo personal cuando se crea en grupo?
Manolo Valdés: Evidentemente, algo de cada uno se queda fuera. Fíjate que es curioso que, en pintura –a diferencia del cine, que se trabaja en colaboración, también en arquitectura–, algo se queda fuera. Cuando el equipo desapareció, yo tuve que aprender a tomar decisiones. Eso fue un aprendizaje.
E.C.: ¿Es más pulsional?
Manolo Valdés: Claro, a la hora de crear, lo que quieres contar es más directo, y sin colaboración entra más en juego la subjetividad y desde luego toda tu responsabilidad.
E.C.: Para terminar, ¿Cuál sería su personal definición de arte?
Manolo Valdés: Te puedo decir lo que significa el de los demás para mí. Cuando yo veo una obra de arte, leo una novela, etc., me produce tanto placer, tanta felicidad. Me hace reflexionar, me completa la vida, no puedo pensar un caso en que eso no exista. Si consigo que, con mi arte, le pase algo así a alguien, soy feliz.
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