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Para tener un verdadero conocimiento de las cosas, es decir, para poder explicar la Naturaleza y la vida humana, debemos dirigirnos a su origen, lo que los antiguos griegos llamaban arché y buscar las causas y razones de esos procesos. Y qué mejor opción que la que nos brinda el Museo Arqueológico de Madrid, para conmemorar el décimo aniversario de la reapertura del museo, que empezar por ese tiempo primordial
Para tener un verdadero conocimiento de las cosas, es decir, para poder explicar la Naturaleza y la vida humana, debemos dirigirnos a su origen, lo que los antiguos griegos llamaban arché y buscar las causas y razones de esos procesos.
Y qué mejor opción que la que nos brinda el Museo Arqueológico de Madrid, para conmemorar el décimo aniversario de la reapertura del museo, que empezar por ese tiempo primordial, por ese arché, y lo hace con una extraordinaria exposición: “Entre Caos y Cosmos. Naturaleza en la Antigua Grecia”. Esta muestra hace un recorrido partiendo del originario Caos, pasando por la naturaleza salvaje, la conquistada, la alterada, los dones de los dioses, el Mar Mediterráneo, la agricultura, los jardines, Eros o el más allá, a través de ánforas, terracotas, cerámicas o relieves.
Si queremos entender nuestra cultura debemos remitirnos a la Antigua Grecia, a ese molde primigenio que la mitología clásica hizo de nuestra realidad para su comprensión, en la que los poetas Herodoto y Hesíodo (s VIII a.C), invocando a las Musas para que avalasen la veracidad de sus palabras, recogieron la tradición oral épica, en una escritura recién nacida, a partir de la escritura fenicia. La Teogonía de Hesíodo que relata el nacimiento de todos los dioses, muchos de los cuales coinciden con elementos de la naturaleza y del cosmos, crea una cosmogonía, es decir, una explicación mítica y poética de la génesis del universo a partir del Caos originario. Pero esta religión politeísta pública no fue acogida por todos los griegos plenamente, lo que propició que otros recurrieron a religiones mistéricas como el orfismo, introduciendo nuevas interpretaciones de la vida humana, que influirían en la filosofía griega.
La aparición de la filosofía como conceptualización racional del mundo será la aportación más relevante de la genialidad de los griegos. Los primeros filósofos, o científicos como los llamó Aristóteles, son los primeros que tratan de dar una explicación racional, logos, del origen del mundo. Tomando conocimientos matemáticos y aritméticos de los egipcios, o astronómicos de los babilonios, trasformaron esas nociones prácticas básicas en teorías generales y sistemáticas consistentes. La disputa sobre si la filosofía griega tenía un origen oriental ha sido refutada por los expertos con pruebas fehacientes, tumbando la tesis de la procedencia oriental de la filosofía griega. Estos primeros filósofos fueron, ante todo, grandes individualidades que tuvieron la potencia de un pensar capaz de pasar del mito a la ciencia. Por tanto, habrían sabido vivir consagrados al ejercicio del pensar, aun al precio del aislamiento y del conflicto con la sociedad. Algo tan necesario en las sociedades actuales.
Un Caos que a través de las representaciones míticas y de la filosofía , se va domesticando para hacer este mundo y la situación del hombre respecto a la naturaleza, más comprensible.
Está exhibición de gran magnitud, además de ilustrarnos puede contribuir a la reflexión sobre la evolución que ha tenido la relación entre el hombre y la naturaleza, desde los griegos a nuestro momento actual. En la cultura antigua griega está relación era de unión y armonía, no se distinguía entre naturaleza y sociedad, ambas eran un todo orgánico y viviente, que es el cosmos. Cosmos y Naturaleza era divinizadas y todo lo que la integra se consideraba sagrado. El hombre diviniza todo aquello que ama, necesita y siente.
La palabra griega nomos significa ley y es la misma que utilizaban los griegos tanto para designar las leyes de la ciudad, (la polis), las leyes morales y políticas de los hombres, como para las leyes que rigen la naturaleza. Esto significaba que ni el hombre ni la ciudad se consideraban fuera de la naturaleza sino insertas en ella, formando un todo. Esta concepción de la vida contrasta fuertemente con nuestro mundo actual, que está inmerso en una profunda crisis natural. Se está produciendo un cambio climático debido a la relación de enfrentamiento, abuso y explotación que tenemos con la naturaleza sin darnos cuenta que estamos yendo contra nosotros mismos, porque nosotros también somos naturaleza. El progreso técnico ha contribuido a una espectacular mejora en las condiciones de vida de los hombres, pero con el incremento de la población mundial debemos cuidar mejor lo que nos provee de recursos naturales para nuestra supervivencia. No sea que pasemos del Cosmos al Caos, como fuerzas imprevisibles e incontroladas de la Naturaleza, y Poseidón agite la Tierra y las profundidades del mar con su tridente.
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En la actualidad, con varios focos bélicos activos en el mundo, se plantea la cuestión necesaria sobre los límites éticos necesarios en toda guerra. Un filósofo que se adelantó en siglo y medio a la constitución de la Organización de las Naciones Unidas con su visionaría propuesta de “una asociación universal de Estados”, fue el filósofo de la Ilustración Immanuel Kant, cuya obra “Idea de una historia universal en sentido cosmopolita” (1784) cumple ahora 240 años.
En la actualidad, con varios focos bélicos activos en el mundo, se plantea la cuestión necesaria sobre los límites éticos necesarios en toda guerra. Un filósofo que se adelantó en siglo y medio a la constitución de la Organización de las Naciones Unidas con su visionaría propuesta de “una asociación universal de Estados”, fue el filósofo de la Ilustración Immanuel Kant, cuya obra “Idea de una historia universal en sentido cosmopolita” (1784) cumple ahora 240 años. Esa Organización Internacional estaría basada en un órgano jurídico superior encargado de mantener la paz entre los Estados, utilizando el derecho como instrumento para su realización, y de este modo conseguir la tan ansiada y deseable “paz perpetua”.
Kant defendió este proyecto de Constitución de una comunidad de Estados con una “justicia global”, es decir, con leyes, instituciones y procedimientos democráticos de cumplimiento entre las naciones, para mantener la seguridad internacional y hacer posible la paz y el respeto a los derechos humanos. Para lo cual cierto grado de democracia se debería implantar a escala mundial, reforzándose los valores morales y políticos pero prevaleciendo sobre ellos la doctrina del derecho.
Es interesante también como Kant aludió, al mismo tiempo, a la fuerza pacificadora del libre mercado, en el sentido de que las naciones cada vez dependan más de las crecientes interrelaciones del mercado mundial, de modo que les obligue más a cooperar entre sí. Pero también, por otro lado subrayó la función crítica de una opinión pública mundial que movilizara la conciencia moral y la participación política de los ciudadanos, pues «las violaciones del derecho en un lugar de la tierra se sienten en todos los demás». Kant entendía la historia impulsada por la tendencia hacia un fin supremo de realización y progreso, de modo que las capacidades humanas se irían desarrollando hacia una cada vez mayor libertad y moralidad. Lo cual no sucedería si en la sociedad no tiene lugar la cooperación de individuos libres basada en la justicia social.
Nuestra realidad actual es que esto no se está produciendo con alguna eficacia. Los organismos supranacionales no ejercen su capacidad jurídica para emplear la fuerza contra los Estados soberanos, con el fin de cumplir el derecho cosmopolita e impedir las guerras. Por ello, el filósofo alemán Jürgen Habermas (1929) ha pedido el retorno al proyecto internacionalista kantiano de una Constitución mundial.
Las medidas que se tomaron tras la II Guerra Mundial, parecían seguir, en parte, la sugerencia de Kant de formas de federación de Estados con leyes compartidas y de estrecha colaboración entre ellos capaces de hacer imposible que volvieran a repetirse las devastadoras catástrofes de las guerras que habían asolado a Europa. Así nacieron, junto a un plan de ayuda para la reconstrucción económica (plan Marshall), la ONU, después el Tribunal Internacional de Justicia de la Haya (1945), la OTAN (1949), el Tratado de París (1951) y la Unión Europea, organismos que han contribuido de manera importante a preservar la paz durante más de 50 años.
La pregunta que debemos plantearnos hoy es qué tipo de crisis nos acecha, pues todos estos organismos están resultando ineficaces ante el aumento de la tensión belicista y el resurgimiento de la amenaza de una guerra nuclear en el panorama internacional. No hay duda de que, en su trasfondo más profundo, el gran problema del mundo occidental actual es su profunda crisis de valores, su quiebra moral. El catedrático de Filosofía moral de la universidad de Salamanca, Enrique Bonet Perales, en su último libro “Ética de la guerra” (Editorial Tecnos), recuerda los criterios morales que nos ofrece la historia del pensamiento como herramientas para poder enjuiciar con solidez los acontecimientos belicistas actuales. Bonet defiende que los principios éticos son anteriores y superiores al Derecho, pues es la ética la que inspira al Derecho y, por tanto, debería preceder al Derecho Internacional al orientar los comportamientos de quienes ostentan hoy el poder político, militar o económico.
Desgraciadamente, los valores morales y políticos han retrocedido peligrosamente, en las últimas décadas, ante el triunfo arrollador de los valores económicos. No es posible dejar de reconocer todos los beneficios que el progreso técnico y económico nos ha producido. Pero, como ya advirtió Kant, a ese progreso técnico no ha acompañado un progreso también moral, igualmente necesario hoy y tan provechoso como los beneficios de la economía.
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Lo político, la ironía y la memoria en Thomas Schütte se dan cita en la gran retrospectiva que el MoMa de Nueva York despliega en sus salas. Thomas Schütte es uno de los artistas contemporáneos más complejos y seductores de nuestro tiempo por su particular visión del mundo. Su ilimitada libertad y su espíritu crítico, siempre a contracorriente, se traducen en un artista inconformista con una obra singular y en continua busqueda de nuevos espacios y narrativas.
Lo político, la ironía y la memoria en Thomas Schütte se dan cita en la gran retrospectiva que el MoMa de Nueva York despliega en sus salas. Thomas Schütte es uno de los artistas contemporáneos más complejos y seductores de nuestro tiempo por su particular visión del mundo. Su ilimitada libertad y su espíritu crítico, siempre a contracorriente, se traducen en un artista inconformista con una obra singular y en continua busqueda de nuevos espacios y narrativas.
A través de un heterogéneo cuerpo de esculturas, maquetas arquitectónicas como esbozos utópicos, decoración, estatuaria pública, instalaciones, o dibujos entendidos como un lenguaje propio, Schütte cuestiona las convenciones estéticas, lo institucional, el poder, o la sociedad de consumo, desafiando el modelo mercantil imperante en el mundo del arte.
Thomas Schütte nació en Oldenburg, Alemania en 1954 y estudió en la Academia de Arte de Düsseldorf, en la que su profesor de pintura Gerhard Richter influyó de manera decisiva en sus inicios. Fue en Documenta V, una de las ferias de arte contemporáneo más importantes del mundo, en Kassel, cuando decidió hacerse artista. Documenta fue creada en 1955 por el profesor alemán Arnold Bode para reparar y recuperar los años perdidos desde que Hitler en 1933 secuestró el arte moderno en la exposición “Arte degenerado”.
Schütte acudió a la quinta feria de Documenta (1972), comisariada por Harald Szeemann. Esta muestra fue una revolución en cuanto a géneros y formatos. Y estas nuevas poéticas y prácticas artísticas que relegaban las modalidades artísticas tradicionales, calaron en Schütte que por primera vez acudía a una exposición de arte. El fotorrealismo, el art brut, povera, acciones y situaciones, Blinky Palermo, Daniel Buren o Sol Lewitt, todo se podía encontrar ahí, y entendió, como ha manifestado, que en aquel periodo todo era posible. Estos artistas habían vivido el entorno del 68, en el que la obra de Guy Debord, “La sociedad del espectáculo” había sido de gran influencia. La estructura económica de la sociedad había trasformado “el ser” en “el tener”, para acabar en “el parecer”. El espectáculo lo abarcaba todo.
Schütte influido por el espíritu del 68, pone en cuestión el discurso artístico hegemónico en cuanto a ideología y forma. Se sitúa críticamente ante los problemas sociales, se centra en lo político, y rechaza el arte neoliberal mundializado del espectáculo. Su pesimismo existencial deriva en una espontaneidad y en un tono irónico como el que despliega en sus obras monumentales. Esculturas como “Uncle Sam” que preside una de las salas, representa el Estado como un anciano que está de pie pero que ha sido despojado de su capacidad para actuar. Schütte recurre con sus obras a la alegoría y a la ironía, en este caso, la incomprensión del Estado. Esta escultura está marcada por nuestra época, el artista menciona la falta de tiempo para su carencia de brazos o la sustitución de un pesado manto en lugar de un cuerpo trabajado, incluso el gorro oriental sustituyendo a un peinado.
Otra de las obras monumentales es “Hombre en el lodo”, escultura en bronce, la última versión de muchas de un modelo en cera que Schütte creó un año después de graduarse, y que representa una figura a la que le llega el barro hasta las rodillas. El lodo representa el obstáculo mas banal para avanzar, como metáfora de la pérdida de orientación, el colapso del Modernismo o deambular a la deriva.
La obra de Schütte denota un compromiso social y político: “concibo al artista como alguien que tiene un deber. Solo tienes que encontrar la forma adecuada” (entrevista de Thaddäus Hüppi y Andreas Siekmann). Su obra, de lo más heterogénea, está impregnada de una energía estética, poética, política y conceptual que avanza por los más diversos caminos desde sus primeras obras como AmériKa, a sus motivos decorativos, esculturas grotescas o la belleza de sus Die Frauen, figuras femeninas recostadas, desfiguradas o disueltas, que podemos encontrar en la muestra.
La dialéctica entre memoria e historia no podía faltar en un momento histórico que afectó a muchos artistas como fue la caída del muro de Berlín, llevándoles a explorar la noción de monumento de conmemoración. La memoria perdida, en este caso de un genocidio hace a Schütte reescribir narrativas heredadas a través de su trabajo.
Esto es un pequeño esbozo de un artista inabarcable por su amplia, variada y compleja obra, al cual el MoMa rinde un merecido homenaje.
- La irónica memoria de Thomas Schütte seduce en el MoMA - - Alejandra de Argos -
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- Escrito por Elena Cué
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¡Estuvieron aquí! Exclamó Jean-Marie Chauvet al observar el estallido que la luz de su linterna frontal de espeleología desvelaba: un pequeño mamut de ocre rojo. Así, un domingo de diciembre de 1994, el azar y la curiosidad de tres espeleólogos franceses (Éliette Brunel, Christian Hillaire) alumbraron uno de los lugares más extraordinarios
¡Estuvieron aquí! Exclamó Jean-Marie Chauvet al observar el estallido que la luz de su linterna frontal de espeleología desvelaba: un pequeño mamut de ocre rojo. Así, un domingo de diciembre de 1994, el azar y la curiosidad de tres espeleólogos franceses (Éliette Brunel, Christian Hillaire) alumbraron uno de los lugares más extraordinarios; el mayor yacimiento de arte rupestre paleolítico con 435 figuras, el más antiguo y el mejor conservado de la prehistoria en Europa. El particular aire que surgía de una fisura en el acantilado de la quebrada del paisaje alertó a los espeleólogos de la posible presencia de cuevas más grandes. Lo peculiar de las cuevas que encontraron es la maestría artística de las pinturas realizadas en correlación con los volúmenes naturales de las rocas que sugerían formas animales y la técnica empleada por los humanos modernos (homo sapiens) como el difuminado, el sombreado, grabados, tizón y una búsqueda de la perspectiva, a la que se sumaban las profundas rasgaduras de los osos que habitaron el mismo espacio.
Jean-Marie Chauvet, Christian Hillaire y Éliette Brunel
La Cueva de Chauvet situada en el valle de Pont d’Arc, en Ardèche, en el sureste de Francia, convertida en Patrimonio Mundial de la UNESCO en el año 2014, es el testimonio de las primeras obras de arte de la humanidad. Estas soberbias pinturas y los vestigios humanos y animales encontrados en ellas datan de hace alrededor de 36.500 años, periodo Auriñaciense, cultura de los primeros periodos del Paleolítico Superior. Y un segundo periodo, más reciente, de ocupación de la Cueva en el Gravetiense.
valle de Pont d’Arc cerca de la entrada a la cueva
El prehistoriador Jean Clottes, entonces consejero científico del Ministerio de Cultura francés, después de los errores cometidos a raíz del descubrimiento de la Cueva de Lascaux, instó al Estado a no abrir al público Chauvet. Había que aislarla para protegerla y no contaminar la información que reside en los suelos y poder preservar los restos paleontológicos existentes, con nuevos modos de investigación no invasivos. Debido a ello, en 2007 se inició la construcción de una extraordinaria réplica de la cueva, la “Neocueva de Pont d’Arc”, un proyecto tecnológico, artístico y científico para poder dar a conocer la belleza de estas pinturas al público. En ellas se puede vivir la experiencia en un ambiente subterráneo, fresco, húmedo y oscuro que rememora los pasos seguidos por sus descubridores.
Ahora, con motivo del treinta aniversario del descubrimiento de la Cueva de Chauvet, el día 15 de octubre el museo de ciencia más grande de Europa, La Ciudad de las Ciencias y la Industria de Paris inaugurará la exposición “Cueva de Chauvet, la aventura científica”. Una ocasión única para aquellas personas que, a través de una experiencia inmersiva e interactiva, estén interesadas en profundizar en nuestros origenes humanos a través de los restos arqueológicos y de sus pinturas rupestres sin tener que desplazarse al lugar de origen.
El antropólogo George Bataille en su libro “Lascaux o el nacimiento del arte” escrito en 1955, y por tanto, antes del descubrimiento de Chauvet, consideraba las pinturas descubiertas en la Cueva de Lascaux, en el valle francés de Vézère, como el primer signo sensible que nos ha llegado del hombre y del arte. Bataille fija aquí el nacimiento del arte y donde comienza la comunicación de los espíritus. Este sería el reflejo, por primera vez, de la vida interior del hombre a través de la belleza de las obras de arte.
Lascaux, menos antigua que la Cueva de Chauvet, pues data de veinte mil años de antigüedad fue descubierta por unos niños al entrar en la hendidura dejada por un árbol que había sido arrancado de raíz. El análisis del reputado antropólogo y filósofo es igual de valioso para Chauvet.
Pero sin duda, tenemos más cercano el testimonio del artista Miquel Barceló, uno de las pocas personas que ha tenido el privilegio de poder visitarla. El artista además ha recreado su propio homenaje a través de dibujos y acuarelas, sobretodo de felinos de la Cueva, y que están recopilados en un libro con texto de John Berger. Barceló hoy, al requerir su mirada sobre la importancia de esta Cueva para la historia del arte, nos contesta. “El descubrimiento - invención se dice – de la Grotte Chauvet es seguramente el acontecimiento artístico más importante del siglo XX. Si no lo percibimos así es porque su lejanía en el tiempo lo hace casi sobrenatural, como si no fuera un episodio terrestre…Pensemos que hay más siglos entre Chauvet y Altamira que de Altamira a nosotros…Pero su importancia no es por su antigüedad - con Chauvet empezaron los concursos y carreras de dataciones, a menudo absurdas – , Chauvet es sobretodo una gran obra de Arte que nos conmueve como nos conmueven Piero, Barnett Newman o Masaccio. Además es un ovni que nos viene de un tiempo tan lejano que lo vuelve casi inimaginable. Sin embargo la humanidad–la HUMANIMALIDAD de estas pinturas las hacen cercanas y necesarias.
La primera vez que entré en la cueva tuve la sensación que el artista acababa de salir, que casi me había cruzado con él.
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- Escrito por Iker Martínez Fernández
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Eric Voegelin (Colonia, 1901 – Stanford, 1985) es un filósofo aún poco conocido en España, incluso en los ambientes académicos. Sin embargo, su obra capta con agudeza algunos problemas de las sociedades modernas occidentales para cuyo análisis ofrece conceptos que merecerían nuestra atención.
Eric Voegelin (Colonia, 1901 – Stanford, 1985) es un filósofo aún poco conocido en España, incluso en los ambientes académicos. Sin embargo, su obra capta con agudeza algunos problemas de las sociedades modernas occidentales para cuyo análisis ofrece conceptos que merecerían nuestra atención. Su obra fundamental, Order and History, en cinco volúmenes, todavía no ha sido, hasta donde yo sé, traducida al castellano. Sí lo han sido, en cambio, Las religiones políticas, Fe y filosofía y La nueva ciencia de la política, donde se puede acceder a algunas de sus principales ideas en el ámbito de la filosofía y la teología política.
Voegelin se doctoró en Viena con el más célebre abogado del positivismo jurídico, Hans Kelsen, y trabajó en la Universidad de la capital austriaca hasta 1938. Su obra Rasse und Staat (Raza y Estado), de 1933, calificada por Hannah Arendt como la mejor exposición del pensamiento racista, dejaba poco margen al filósofo de Colonia para convivir con el nacionalsocialismo. Fue separado de su puesto y emigró a Estados Unidos, donde recalarían otros destacados pensadores de su generación, como la autora de Los orígenes del totalitarismo, Leo Strauss o su maestro Kelsen. Tras su paso por diversas universidades estadounidenses, se asentó en Luisiana. En 1958, tras aceptar el ofrecimiento del gobierno de la República Federal Alemana para ocupar la cátedra de ciencia política de la Universidad de Múnich, Voegelin regresó a su país. Una década más tarde, disgustado por la situación de la universidad alemana y, en general, por lo que consideraba la persistencia de los problemas morales que habían propiciado años atrás el nacionalsocialismo, decidió retornar a Estados Unidos, donde prosiguió sus investigaciones hasta su fallecimiento.
De la mano de José María Carabante, profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Complutense de Madrid, Trotta nos ofrece ahora una serie de conferencias que Voegelin impartió en 1964 durante su estancia en Múnich y que posteriormente el autor publicó como libro bajo el título Hitler y los alemanes. El ensayo es un penetrante análisis sobre las condiciones intelectuales y morales que permitieron el ascenso al poder del nacionalsocialismo en tres ámbitos concretos: el académico, el religioso y el judicial. La tesis que se defiende en este conjunto de conferencias es que la degeneración moral sufrida por la sociedad alemana durante los años treinta, reforzada por una fuerte escisión entre los valores morales y políticos, por un lado, y los espirituales, por otro, fue la causante del proceso de deshumanización que permitió a los líderes nacionalsocialistas realizar su programa de exterminio del diferente. Ahora bien, lo que más inquietaba a Voegelin era que los relatos que Alemania se había dado a sí misma tras el fin de la Segunda Guerra Mundial denotaban que el páramo espiritual continuaba a la altura de los años sesenta.
En el ámbito universitario, Voegelin parte de un conjunto de estudios publicados por el medievalista Percy Ernst Schramm con el título «Anatomía de una dictadura» en Der Spiegel. En ellos se trataba de edificar un relato aséptico de algunos aspectos de la vida y la personalidad de Hitler, así como el influjo que habían tenido en su entorno y en el devenir del régimen. Su aparición había provocado un fuerte revuelo en Alemania por un supuesto exceso de condescendencia hacia la figura del dictador. Voegelin rechaza estas acusaciones y considera que el problema reside más bien en la mediocridad analítica de la obra derivada de un paupérrimo aparato conceptual para hacer frente a la aberrante deformación moral que supuso aquel régimen político.
Para el filósofo alemán, escritos como los de Schramm evidencian los límites éticos del historicismo, que narra los hechos como si se tratase de una crónica periodística ajena a toda consideración hacia la dignidad humana. Y este es realmente el problema, pues el mero relato de los hechos no resulta curativo sin un entramado de valores que los encuadre moralmente. Obras como la de Schramm indican más bien la persistencia de una sociedad enferma que ha olvidado los valores de justicia heredados de la tradición occidental, grecorromana y cristiana, a los que nuestro autor se refiere como «apertura a la trascendencia».
Este hecho resulta aún más grave si se examina el posicionamiento de las instituciones eclesiásticas alemanas, sin que a este respecto existan diferencias significativas entre las protestantes y la católica. Voegelin se sirve de los trabajos de varios historiadores para mostrar que las iglesias únicamente se preocuparon de los efectos perniciosos de las políticas inhumanas del nacionalsocialismo en relación con los judíos y otros grupos étnicos cuando ellas mismas o sus greses se vieron afectadas.
Pero quizá el capítulo más interesante sea el titulado «Descenso al abismo legal», pues en él se estudian las condiciones necesarias para la existencia de un Estado de Derecho, el constructo más relevante y duradero de los juristas alemanes del siglo XIX. La tesis de Voegelin a este respecto se edifica sobre las ruinas de la filosofía antigua: en las sociedades moralmente enfermas no es posible el Estado sometido a las leyes, pues los cimientos de este no se asientan en los textos legales, sino en el sustrato moral proporcionado por la historia. Más concretamente: la legitimidad del Código Penal, y con ella la aceptación social y su defensa pública, no procede de factores internos al ordenamiento jurídico (como por ejemplo, que tenga forma de ley o de decreto, o que haya superado un procedimiento establecido para su aprobación, como afirmaba el normativismo patrocinado por su maestro Kelsen). Es exactamente al revés: el Código Penal se integra en el ordenamiento jurídico de un Estado porque sus preceptos se alimentan de unos principios morales modelados por la comunidad generación tras generación.
Ahora bien, ¿cómo distinguir una sociedad enferma de una sana? A juicio de Voegelin, la primera es capaz de diferenciar con nitidez eso que nuestro autor denomina primera y segunda realidad, para acto seguido otorgar prioridad a la primera. En Hitler y los alemanes Voegelin no describe en detalle qué sea la primera realidad, definida simplemente como apertura a la trascendencia. Creo que no es desencaminado suponer que con esta denominación se refiere a aquello que los filósofos antiguos denominaban «vivir conforme a la naturaleza», un aserto ciertamente vago que, en último término, remite a una fundamentación religiosa -no necesariamente adscrita a una confesión concreta- de la vida humana. El abandono de la idea del ser humano como imago Dei que es consciente de sus posibilidades y de sus carencias constituye para nuestro autor un imperdonable descuido de la Modernidad.
De manera que la muerte de Dios decretada por la filosofía del siglo XIX ha dejado la fundamentación de la vida individual y social en manos de ideólogos, los modernos sacerdotes, que han venido a cubrir este vacío. La ideología política ha pasado así a convertirse en un club exclusivo que concita adhesiones entre quienes comparten la ortodoxia y produce rechazos hacia los que discrepan.
Las personas dominadas por su ideología viven en la segunda realidad. Se conducen como don Quijote, quien rendido a la pasión de su ideal (comportarse como un caballero andante), olvida sus limitaciones y su realidad concreta -su primera realidad- y ve gigantes donde solo hay molinos de viento. Sancho, que procura mantenerse en ella, se ve paulatinamente arrastrado por la locura quijotesca (o segunda realidad), pues carece de la energía moral para oponerse a ella. Algo similar a lo que ocurrió al pueblo alemán durante los años treinta.
Voegelin dedica agrias palabras a los intelectuales de aquellos años. Su culpabilidad es doble, pues son, por un lado, cómplices de unos hechos que deberían haber previsto. Pero, más aún, lo son por aceptar la segunda realidad nacionalsocialista como un mero entretenimiento intelectual. El dardo contra Heidegger resulta evidente.
Eric Voegelin
Voegelin no conoció el mundo de las redes sociales, donde en demasiadas ocasiones resulta difícil distinguir la realidad de la ficción, o la verdad de la mentira. Para nosotros, que sí lo conocemos, resulta muy sencillo comprender qué significa la segunda realidad y sus perniciosas consecuencias. Mucho más complicado es para las mujeres y los hombres de hoy comprender hasta dónde quiere llegar el autor cuando nos habla de la primera realidad. Queramos o no, lo cierto es que somos hijos de la Modernidad. Y entre las ideas que esta fase de la historia de Occidente ha sumergido bajo las aguas de Lethe, el río de la desmemoria de la mitología griega, se encuentran aquellas que conformaban la religión como el hilo que tejía la cohesión social. Voegelin quiere destacar este hecho, pero no ansía una teocracia. Sencillamente realiza una llamada de atención sobre las consecuencias negativas de esta grave circunstancia.
¿Cómo salir del atolladero? Voegelin no nos lo dice, y no lo hace porque no resulta fácil hacerlo. Regresar al pasado es, por imposible, una pésima idea; tan mala como olvidarlo o despreciarlo como si se tratase de una fase primitiva o preparatoria de la actual. ¿Qué nos queda entonces? Tal vez imitarlo a la manera en que los antiguos concebían la imitación, que no es la nuestra. Es esta una cuestión de enorme importancia que, sin embargo, ha de quedar para otra ocasión.
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- Escrito por Dr. Diego Sánchez Meca
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Nuestro mundo contemporáneo ha venido asistiendo, desde el pasado siglo, al progresivo debilitamiento y final disolución de casi todos los tabúes, o sea, de casi todo lo que antes se consideraba prohibido o de lo que era de mal gusto hablar, ver o pensar; tabúes, por ejemplo, tan arraigados y ancestrales como el de la sexualidad, algo de lo que ahora, en cambio, no se quiere parar de hablar, ni de ver, ni de pensar, incluso con exceso. Sin embargo, hay uno, tal vez el último, que aparentemente sigue tan fuerte, tan vigente y efectivo como siempre.
Ofelia de John Everett Millais
Nuestro mundo contemporáneo ha venido asistiendo, desde el pasado siglo, al progresivo debilitamiento y final disolución de casi todos los tabúes, o sea, de casi todo lo que antes se consideraba prohibido o de lo que era de mal gusto hablar, ver o pensar; tabúes, por ejemplo, tan arraigados y ancestrales como el de la sexualidad, algo de lo que ahora, en cambio, no se quiere parar de hablar, ni de ver, ni de pensar, incluso con exceso. Sin embargo, hay uno, tal vez el último, que aparentemente sigue tan fuerte, tan vigente y efectivo como siempre. Es algo de lo que evitamos hablar, de lo que procuramos no ver y en lo que no queremos pensar: es la muerte. (Puedo comprender, pues, la extrañeza del lector y su posible desagrado al encontrarse con este artículo que se propone hablar de lo que tal vez menos le guste).
La ciencia, la economía, la moral o la política trabajan unánimemente, con coraje y firme decisión, para mantener este tabú y reforzarlo. Por ejemplo, la ciencia ha creado procedimientos asombrosos y muy loables para combatir la enfermedad y prolongar la vida humana, pero los lleva también, incluso con orgullo tecnológico, a prolongarla indefinidamente incluso cuando sólo es ya vida vegetativa sin esperanza, o sea, cuando ni siquiera es ya prolongación de la vida sino del coma. La economía defiende con la misma firme decisión esta estrategia pues son, sin duda, muy rentables para algunos estos muertos vivientes sin vida cerebral, enchufados a carísimos aparatos que respiran por ellos y hacen latir su corazón por ellos. Para la actual economía hospitalaria, médica y farmacéutica son rentables la sobremedicación, el sobrediagnóstico y la excesiva obsesión de las personas por no caer enfermas, por lo que le beneficia el miedo y el horror ante la idea de la muerte. En cuanto a la moral, apoya y respalda estas actitudes sumándose con ahínco a la defensa de la vida como valor trascendente y absoluto, lo que en buena lógica significa negar la muerte como algo que nunca debería tener derecho a ser. Se fomenta y se difunde con todo ello el miedo a un hecho que tendría que ser visto, apreciado y sentido como el fin natural de la vida. Por último, la política se alinea también con los que obtienen réditos de este tabú y legisla aprobando, por ejemplo, una ley de eutanasia que convierte la decisión de suicidarse en facultad de un interminable cortejo de personajes extraños, en un auténtico calvario burocrático exigiendo la acreditación del cumplimiento de una serie de condiciones sumamente excluyentes, en vez de respetar, proteger y favorecer la libre decisión del individuo sobre su propia vida cuando ya considera imposible vivirla con dignidad. En fin, legisla para impedir la muerte digna y libre.
Pero, ¿y el arte? ¿Cómo se comporta el arte actual frente al último tabú? Por su talante predominantemente irreverente e iconoclasta no respeta el tabú sino que lo expone, lo muestra, lo representa, llama la atención sobre él y lo trae a la presencia. Pero no lo hace con el propósito de posicionarse críticamente frente a él y denunciarlo, sino para reconvertirlo en exponente agrandado de la negatividad de su contenido, y de este modo mantenerlo intensificando en los espectadores el temor y el pesimismo que la muerte genera. Algunas manifestaciones del arte contemporáneo se enfrentan con la muerte, por ello, con excesos figurativos, exageraciones y desmesuras temáticas llevadas a extremos difíciles de imaginar, como vamos a ver enseguida. En ellas toma claramente partido por nuestra inexorable condición mortal, en la que se centra para polarizar la atención sobre ella y convertir en emoción estética la depresión, el pavor y la intimidación que sentimos ante la perspectiva de nuestro desmoronamiento y autodisolución corporal y mental. El sentido de la mostración de la muerte en estos artistas parece ser así el de transmitir el mensaje de que la destrucción, la pérdida, la descomposición, el caos en definitiva, es el único y definitivo orden de la existencia. Un mensaje cuya gravedad justificaría lo excesivo y lo esperpéntico de su representación.
Sólo como muestra, he aquí algunos ejemplos. Dieter Roth, artista suizo del pasado siglo, presentó en una performance, como su última obra de arte, un libro impregnado de una mezcla de flan echado a perder y orina. Este libro así descompuesto estaría destinado a contagiar su podredumbre y destruir librerías enteras y bibliotecas. Además de atentar contra el olfato de los espectadores y producir en ellos el asco y la repugnancia insoportables que pueden sentirse ante este objeto putrefacto, lo que en realidad se pretende más directamente no es otra cosa que inducir al espectador a relacionar su efecto con la descomposición cadavérica. No sólo se sitúa, pues, este arte en la antítesis extrema de los valores estéticos, por ejemplo, del arte clásico antiguo, que trataba de presentar la belleza, la armonía de la naturaleza y el esplendor de la vida buscando suscitar en el espectador el gozo, la admiración y el amor al hecho de vivir, sino que gira hacia la experiencia de una sensibilidad opuesta, la de la negación de la vida, y el terror y el asco ante la muerte.
Banksy, el artista que oculta su identidad real, famoso por sus graffitis, vendió en 2018 una obra titulada Girl with balloon por más de un millón de libras que se autodestruyó, inmediatamente después de ser subastada, por una trituradora programada e instalada en la parte inferior del marco. ¿Qué vendió Banksy, en realidad, con este montaje? Pues, sin duda, una representación de lo efímero, caduco y evanescente, la experiencia de un deseo vivo en la mirada que, sin embargo, mata el inane objeto de su deseo. Ben Vautier, cuyo lema era que todo arte debía significar un choque y ser nuevo, y cuya última exposición en México en 2022 se titulaba La muerte no existe, solía acompañar sus obras plásticas de frases provocadoras. Este artista de vanguardia escribió una obra de teatro, Dinamita, cuyo guión sólo tiene estas pocas líneas. Dice así: “Telón.- Entra un actor que lleva en la mano un gran cartucho de dinamita con una larga mecha. Le prende fuego y espera sentado en una silla en medio de la escena. Cuando la llama alcanza el cartucho todo salta: el actor, el cartucho, la sala, el público y el teatro. Telón”.
Otro artista, Michel Journiac, exponente del llamado art corporel, un tipo de arte que se centra en la representación del cuerpo, es famoso por su Messe pour un corps, la performance que parodia un funeral católico en el que el artista, que actúa como sacerdote, ofrece para comulgar trozos de morcilla hechos con su propia sangre. Pues bien, este artista ofrecía un contrato a los espectadores de sus obras en el que él se comprometía, si le entregaban cada uno su propio esqueleto, a hacer de él una obra de arte pintándolo de blanco y oro. El contrato tenía sólo estas dos cláusulas: “Primera, sobre el objeto: su esqueleto será laqueado en blanco y oro. Segunda, sobre las condiciones: primera condición, ceder el cuerpo. Segunda: morirse”.
Es evidente que todos estos artistas desarrollan una concepción irónica de la existencia humana pero que se caracteriza por estar presidida por la intención de subrayar su carácter inconsistente, insignificante, carente de valor. Por ello rechazan la perdurabilidad de sus creaciones artísticas impregnadas de histrionismo, crueldad, arbitrariedad y activismo anarquizante. Podría, pues, considerarse el estilo más propio de estos artistas como el estilo de la destrucción, con el que se trata de representar la omnipresencia dominante del proceso de la muerte como autodisolución que hace de la nada la esencia de todo lo vital y existente. Y éste es el proceso que se muestra a través de realidades concretas tangibles y presentes: el libro podrido y hediondo, el teatro que salta hecho trizas, etc. Y, no obstante, todas estas producciones tienen algo que nos atrae e incluso nos fascina.
Se podría poner en relación con esta idea también cierto uso de la abstracción en algunos representantes actuales de las artes plásticas, cuando la emplean como desenfoque de la realidad visible a través de la negación de los objetos, huida del objeto imponiendo su negación parcial o total. En sus cuadros, grabados o esculturas asistimos a la destitución de la imagen concreta incluso de manera cruel, al maltrato de las formas, al descoyuntamiento de las figuras, como llevados de un impulso de lucha contra lo vivo, de no aceptación de los procesos biológicos naturales. Se trabaja, en multitud de modalidades, en la descomposición de la realidad, en el desplazamiento de la forma visual, en atentar contra el sujeto, en empeñarse en desintegrar totalmente la presencia y la belleza de los objetos conocidos como llamando la atención, de una manera más o menos consciente, sobre su esencial condición de apariencias en descomposición, especialmente en los seres humanos, pero igual en las naturalezas muertas y en la representación de acontecimientos, escenas o retratos psicológicos. Es preciso descubrir nuestro verdadero mundo en el que sólo pululan máscaras, fantasmas, sombras, nada.
Parece como si el libro podrido y descompuesto, el esqueleto grotescamente laqueado, el imposible drama de la dinamita, o los jeroglíficos de la abstracción ocultasen en su trasfondo la cifra de un secreto no pronunciado, el enigma que así se nos vuelve transparente a través de imágenes y acciones que suprimen o evitan el concepto y la palabra que fijan y estabilizan. No es posible una formulación racional de la muerte, sino que es algo que en cada momento se experimenta, se sufre y paradójicamente se vive. Y lo que estos artistas pretenden, incluso si no es esa su intención consciente, es obligarnos a vivirla, aunque sea en esa forma tan insólita, inaudita e incluso disparatada con la que nos enseñan que el caos de la destrucción y la descomposición es el auténtico orden de lo existente.
Y, no obstante, es muy posible que, tras el asombro que estas obras de arte provocadoras despiertan en el espectador, se sienta enseguida hacia ellas cierta admiración e incluso cierta fascinación que incita a fijar la atención una y otra vez en la representación. Hasta es posible incluso, y bastante frecuente, que estas insólitas representaciones nos atrapen por la fuerza fatal de la distorsión y el caos ante el que nos sitúan, y cuya violencia nos empuja a percibir nuestra propia experiencia interna del caos como subversión de todo orden establecido, como resistencia última a lo antinatural convertido en natural, siendo eso lo que de inmediato nos desconcierta al mismo tiempo que nos alucina.
La contemplación de las obras de arte de estos artistas, el efecto sobre nosotros de su histrionismo y su efectismo nos trasporta, en suma, a la vivencia del absurdo: lo que cotidianamente tenemos por estable, objetivo, consistente se nos revela como un mundo fantasmal poblado de sombras evanescentes. Vemos el mundo al revés, el mismo que vemos y sentimos con angustia cuando asistimos al desmantelamiento del orden social e institucional por la furia destructiva de los tiranos demoníacos, o el que valoramos como suspensión del orden creado por la civilización para protegernos de los poderes amenazadores de la naturaleza, sólo que en este caso se nos concreta en la sensación sublimada del quebrantamiento de los cuerpos y las vidas que se deshacen, y que en ese deshacerse se llevan consigo al espíritu. Es el puro absurdo. Donde antes había algo vivo, productivo y autónomo ahora no hay nada que no sea la dinámica del caos.
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Consecuencia: se ha de venerar el absurdo, pues él constituye la única esencia visible en la que todas las dinámicas, edades e impulsos confluyen. La presencia es presencia de la ausencia, del caos de la descomposición, de la nada. Y este es el único y verdadero orden. Reaparecen de pronto, ante nosotros, llevados de la mano de estos temerarios artistas, los viejos motivos penitenciales de la religión cristiana: todo en este mundo no es más que fugacidad, disolución, muerte, polvo, ceniza, nada. Después de un enorme rodeo de siglos, resulta que las audacias ultravanguardistas y ultramodernas de este arte llegan a la misma vieja estimación nihilista de la vida. Bajo el escándalo y la irritación figurativa susurra de nuevo, sólo que de forma sarcástica, la desconsolada desesperación ante la muerte estimulada por la misma enseñanza de la religión.
¿Pero ha de aceptarse esta enseñanza y este mensaje como la única verdad de nuestra existencia? No sabemos lo que es la muerte ni su ineludible efecto sobre todo lo viviente. Pero si miramos a la historia del arte podemos encontrar en ella propósitos e intenciones distintas a la hora de afrontar su misterio y su enigma. Frente a la enseñanza desconsolada y nihilista de las formas de arte que hemos comentado, podemos encontrar muchas otras en las que, desde una apreciación de la vida y desde una moral bien distintas, el exceso figurativo y la desmesura imaginativa obedecen abiertamente a un impulso constructivo e incluso triunfal respecto a la vida. Podríamos decir entonces que en los artistas que hemos analizado, la desmesura y el exceso no son tanto imaginativos cuanto puramente tácticos y sarcásticos.
Si utilizamos la terminología freudiana, podemos distinguir entre obras de arte creadas desde una pulsión de vida (Eros) y obras que brotan y se configuran desde el impulso de muerte (Thánatos). Nuestras reacciones ante las obras de arte que ensalzan la vida, su gozo y su disfrute son reacciones vivísimas de goce estético, de enriquecimiento de la propia personalidad y de la propia vida a la que llenan de felicidad y la bendicen. Para los antiguos paganos la disolución de lo vital por obra de la muerte era nada más que apariencia engañadora, pues aprendían que esa disolución no era, en su realidad más profunda, sino un itinerario de retorno, de vuelta, que tenía su conclusión en el tránsito de la muerte. La muerte era así comprendida como la reinmersión final de la gota en la inmensidad del mar, la reincorporación en el Todo de lo que se hizo al nacer separado e individual. Ese momento lo veían como aquél en el que el alma está más viva de lo que lo estuvo en todo su deambular por el mundo, pues es cuando se abre y acoge en ella la inmensidad de la fuerza creadora que retorna una y otra vez por toda la eternidad, creando sin cesar nuevas vidas y nuevos mundos. Por el contrario, los artistas comediantes que hemos recordado no piensan en la positividad última de la vida. Se limitan a ver y a denunciar el momento regresivo exclusivamente, subrayando en él la deformación de la belleza, el derrumbe de las estructuras del orden de la vida y de la cultura, la rigidez de la vejez, la insufrible fealdad de la descomposición y la desaparición definitiva de la autonomía de lo individual.
El otro tipo de artista, en cambio, es el que, aspirando con profundidad a la belleza, la genera; el que permanece arrobado ante un mundo inventado y soñado, ante el mundo de las formas bellas como redención del destructivo e inexorable devenir; el que entiende y siente ese devenir, incluyéndose a sí mismo, como la furiosa voluptuosidad del creador que al mismo tiempo conoce la ira del destructor. Antagonismo, por tanto, de dos experiencias y de las pulsiones que están en la base de cada una de ellas: el artista que se entrega gozosamente al devenir y a la voluptuosidad de hacer-devenir, es decir, del crear y destruir, y su oponente, que gime y rabia porque quiere que la apariencia individual sea eterna. Ante la experiencia del sufrimiento y la desesperación de nuestra contingencia y transitoriedad, el artista que crea desde el impulso de vida ofrece su arte como liberación y redención en el gozo de lo no real, o sea, de la forma bella estabilizada en la obra de arte y propuesta como consuelo metafísico de algo no afectado por el tiempo. Trata de crear, de este modo, como una especie de bóveda protectora bajo la que pueda prosperar lo que vive y crece. Considera que sólo estéticamente habría una justificación metafísica del mundo, mientras el segundo tipo de artista permanece en el contexto mental de una justificación cristiano-moral del mundo que lo condena como cruel, injusto, perverso y malo.
Este último tipo de artista sería aquél, en suma, al que su gran insatisfacción consigo mismo le vuelve creativo. Lo productivo en él sería justamente la carencia de un tipo fecundo y noble de hombre: el histrionismo de sus medios, la inautenticidad de sus motivos, la falta de probidad de su formación artística, abocan a la abismal falsedad de su arte, que sólo aspira a ser esencialmente un arte de comediante. Es el artista que predomina en lo que desde Hegel se llama la época del agotamiento y el fin del arte. Sólo se es capaz de atender al cuerpo como autodisolución y podredumbre, sin prestar atención al cuerpo como organización y obra de arte él mismo que se da a luz a sí mismo.
El nacimiento de Venus de Botticelli
Por el contrario, las obras de artistas apoteósicos como fueron Homero, Miguel Ángel o Rubens expresan una gran riqueza de experiencias anímicas referidas a todo el espectro que va desde lo más grande a lo más pequeño y refinado. E impactan, no obstante, por los firmes contornos de su visión, por la intensidad, la coherencia, la lógica interna de su sueño, por la profundidad de su meditación y, en suma, por la magnitud sobrehumana de sus concepciones y diseños. Producen así imágenes de la vida realzada y triunfante. Su fuerza transfiguradora logra poner en las cosas una cierta perfección como belleza. «Bello» es lo que tiene el efecto de encender el sentimiento de placer; piénsese en la fuerza transfiguradora del «amor». El suyo es, en consecuencia, un arte como libertad respecto de la estrechez y la óptica cristiano-morales; o como burla de éstas. Ven la naturaleza como realidad en la que su belleza se acopla con lo terrible. Es, en suma, la antítesis del artista que reproduce en sus obras la posición nihilista frente a la vida, y, por tanto, la necesidad de lo mórbido, de lo brutal y de lo digno de lástima.
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- Escrito por Marina Valcárcel
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Los mantones de Manila son obras de arte bordadas en seda natural con dibujos que representan escenas cotidianas y de la naturaleza convertidas en una suerte de paraíso poblado por pabellones, campesinos, flores, plantas, aves, insectos, animales reales y mitológicos. Procedían del mercado de la seda de Macao y llegaban a Occidente a través del gran puerto de Filipinas
Los mantones de Manila son obras de arte bordadas en seda natural con dibujos que representan escenas cotidianas y de la naturaleza convertidas en una suerte de paraíso poblado por pabellones, campesinos, flores, plantas, aves, insectos, animales reales y mitológicos. Procedían del mercado de la seda de Macao y llegaban a Occidente a través del gran puerto de Filipinas, entonces el mayor de Asia, después de dar la vuelta al mundo en los barcos de la Armada y de la Compañía de Indias.
Al llegar a España, Madrid los convirtió en un distintivo de sus fiestas y en la de su Patrón y la del Dos de mayo, las madrileñas lo lucen sobre los hombros, pero también sobre los balcones. Representan la unión entre Asia, Hispanoamérica y España y, por tanto, son uno de los primeros ejemplos de globalización.
Estos días en Madrid, la exposición: La Ruta del Mantón de Manila, la feliz unión entre Asia, Hispanoamérica y España, en la Casa de América, que incluye más de 50 objetos entre mantones y sus sofisticadas cajas de madera lacada y madreperla, permiten recorrer su historia por unas piezas llenas de anécdotas y colorido.
En la cultura china, con sus más de 5000 años de Historia, el uso de la seda -con origen en los años 3000 y 2800 a.C.-, se desarrolló a lo largo de sucesivas dinastías. Aunque las sederías que llegaron a Nueva España y España en los siglos XVI y hasta el siglo XIX fueron bordadas durante las dinastías Ming y Qing, el bordado en seda, los dibujos y patrones son más antiguos. La pintura de pájaros y flores, apareció alrededor de los siglos VIII y X pero, en general, los motivos suelen venir de las dinastías Tang y Song.
La dinastía Tang (618-907), considerada punto culminante de la civilización china y la época dorada de su cultura, extendió el imperio por Manchuria y Mongolia, Vietnam y Asia central en una expansión sin precedentes. El comercio exterior se desarrolló por los tradicionales caminos terrestres de la Ruta de la Seda y por las nuevas rutas marítimas. En su época, se descubrieron la porcelana y la xilografía, se desarrolló la literatura clásica y se inició la pintura de paisaje. Por su parte, durante la dinastía Song (960-1279), que señaló el paso de la Edad Antigua a la Edad Moderna, nacieron los bordados con dibujos de la naturaleza, de pagodas, pabellones y dioses taoístas.
En 1521 Fernando de Magallanes ya había alcanzado las Islas Filipinas que fueron llamadas así en honor a Felipe II. La aventura de conectar los tres continentes se hizo posible gracias a la visión del monarca y al viaje encargado en 1565 a Miguel López de Legazpi. Así se descubrió el célebre “tornaviaje”, la soñada senda marítima que permitía atravesar el océano Pacífico en la dirección contraria, de Oriente hacia Occidente, desde el archipiélago filipino hasta Acapulco (México). De esta manera, se estableció la ruta del Galeón de Manila que funcionó hasta 1815, convirtiéndose en uno de los trayectos marítimos más longevos de la Historia.
Si Manila y Acapulco eran sus dos terminales, también existían otras prolongaciones: la que desde Acapulco llevaba a Ciudad de México, a Veracruz y finalmente a Sevilla. Y otra, que desde Manila llevaba a China, Japón, Formosa, las Molucas, Camboya, Siam, Malasia y hasta India, Ceilán y Persia.
El Galeón partía de Puerto Manila cargado de porcelana, jade, biombos, lacados, abanicos, seda y mantones de Manila. Una vez en Acapulco, la mercancía continuaba su viaje por tierra a lomos de mula y carreta, entre los puertos del Pacífico y los del Caribe, donde se embarcaba, junto con otros productos mexicanos, fundamentalmente plata, en la Flota de Indias rumbo a Sevilla o Cádiz.
Así, durante los siglos XVI y XVII, Sevilla se convirtió en el centro del comercio europeo, compitiendo con Londres y París. Se designó como única cabecera de esta ruta que unía la península con las tierras americanas. La Casa de Contratación fue su máximo organismo y la responsable del comercio ultramarino entre 1503 y 1790.
Durante aquellos siglos, la ruta del mantón fue una vía de transmisión, asimilación y sincretismo cultural entre Asia, América y el conjunto de Europa a través del puerto de Sevilla y luego el de Cádiz. Desde ellos se distribuían piezas, materiales y técnicas nuevas, como la producción de porcelana, el jade, los biombos, la técnica del lacado, el abanico, las sedas y el mantón.
En su viaje por los distintos continentes el mantón fue así asimilando características de cada lugar y transformándose en un objeto vivo. Las figuras y dragones chinos fueron reemplazados por rosetones, quetzales, loros y motivos de la selva americana. También fueron variando los estilos y mutando sus formas y tamaños. Los chinos los habían adaptado al gusto occidental, pero los artistas no pudieron abstraerse de su interpretación del mundo, de las criaturas reales e imaginarias que poblaban su cosmos y, en alguna medida, la mayoría de las piezas antiguas siguieron conteniendo poemas, emblemas y símbolos chinos.
El arte popular expresa con su propio lenguaje su espiritualidad, rescatando de su memoria leyendas, ritos, enseñanzas e imágenes. Los sabios budistas, los dioses taoístas, los símbolos milenarios asiáticos, los animales sagrados y mágicos, todo se convirtió en un código iconográfico que el artesano interpretaba y ordenaba de un modo determinado para explicar su realidad, su pensamiento o su cosmología.
La Ruta del Mantón de Manila, la feliz unión entre Asia, Hispanoamérica y España.
Casa de America
Plaza Cibeles, s/n, Madrid.
Comisaria: Verónica Durán Castello
Hasta el 17 de mayo 2025
- El mantón de Manila, una historia de seda - - Alejandra de Argos -